La vida…la
vida, la vida, la vida…La vida sólo es un día.
Cada vez que las noticias deportivas informaban sobre los resultados de
la Fórmula-1, Higinio pensaba en lo único que poseía para poder
enorgullecerse. Si bien su abuela ya le habló de los pecados causados
por el orgullo, allá en su caprichosa infancia santanderina. Pero era
cierto. Cuando en las noticias daban los mejores tiempos y nombraban los
de la estilista marca Ferrari, Higinio pensaba en el suyo, y aunque
fuera pecado, se sentía orgulloso.
- Tengo coche nuevo, es un Mercedes. Te invito a un café y te lo enseño.
– Le dijo su hermano por teléfono un día, a sabiendas de que la noticia
de su locuaz hermano, el mismo que nunca le había tendido una mano
económica, viraba más por presumir de marca de coche nuevo, que de sana
camaradería entre hermanos.
- Ja, si tú tienes un Mercedes yo tengo un Ferrari. – Le dijo otro día
él al mismo. Al mismo hermano que carcajeó cuando vio que su Ferrari era
un modelo del 76, expulsado de la competición social por sus malas
prestaciones.
- Bueno, no todo el mundo puede decir lo mismo que tú. – Le contestó con
falsa piedad.
Él ya sabía que no podía competir con el cochazo de su hermano. Pero
bueno, sólo imaginar su cara de sorpresa al otro lado del teléfono
cuando le dijo que tenía un Ferrari pagaba la mala fama del modelo en
cuestión. Al menos ya estaban empatados en cuanto a llamadas, aunque su
gol había sido en fuera de juego.
Higinio era conductor de ambulancias en urgencias. Higinio era el mejor
conductor, pero también era el más inexperto en cuanto a conocimientos
sanitarios.
Exceptuando las risas de los entendidos de la marca, el caso es que
podía presumir de llegar al centro hospitalario y dejar en el parking
del mismo todo un Ferrari color fuego. En la guantera del coche guardaba
un ejemplar de historia de la medicina. Y así, más o menos, era la
historia de su vida, conduciendo un Ferrari sin llamar la atención y
rodeado de médicos sin serlo.
Una noche, Higinio entró por la puerta de urgencias, alcanzando tras
cruzar varios pasillos la sala de estar que él y sus compañeros
utilizaban antes de empezar la jornada.
- ¿Qué pasa? – Saludó como ya era habitual en él.
Moraleda y Pablo conversaban con un café y un cigarrillo cada uno, y
Ruiz estaba sentado en la butaca escribiendo un mensaje con el móvil. A
Higinio le pareció una escena sacada de una serie televisiva sobre
hospitales, aunque no era muy asiduo a dichos programas. Soltó la bolsa
en la taquilla, dirigiéndose al lavabo a lavarse las manos. Tras
frotarse con el jabón, Moraleda se le acercó, bajando la manilla del
grifo con intención de una menor intensidad en el chorro.
- Hay que ahorrar agua, o nos veremos como ranas en un desierto. –
Manifestó la joven y espabilada mujer.
Higinio, que siempre la había considerado en buen status, sin dejar eso
sí, de mirar su bonito trasero, respondió secándose:
- Los gobiernos deberían empezar a restringir el suministro; sólo habrá
agua de ocho de la mañana a ocho de la tarde o algo así.
- Claro, y cuando llegas a casa a las seis de la mañana te acuestas sin
ducharte, ¿no? – Dijo Ruiz levantando la vista del móvil.
En ese momento entró Teresa, la jefa. No saludó, ni siquiera sonrió:
- Accidente de moto en Concha Espina, frente a cervecería ‘’Bríos’’.
- En marcha. – Arengó Moraleda.
Higinio se montó en su asiento de conductor mientras los demás
preparaban lo necesario. Puso la sirena a todo trapo y salió del
recinto. Aunque ya había pasado por la etapa de sentirse alguien
importante y necesario cuando el vehículo atravesaba las calles veloz,
con las luces y el sonido como aviso de quién va, aún le agradaba
hacerlo, aunque, como es normal, los destinos de sus trayectos casi
siempre eran sustos leves o tragedias graves. Llegaron al lugar del
accidente. Un revuelo de gente, tan lógico como innecesario, rodeaba al
accidentado. Pablo, Ruiz y Moraleda se bajaron rápidamente. Uno de los
transeúntes, ataviado con bermudas y camiseta de tirantes de estío se
les acercó.
- Soy practicante. Creo que tiene la pierna rota.
- Ruiz, el suero. Vamos, Higinio, la camilla. Pablo, ¿qué me dices? –
Dirigía Moraleda, preguntando al mismo tiempo.
- Me parece que este señor tiene razón.
El accidentado era un joven grueso y de piel morena. Llevaba puesta la
camiseta de la selección ecuatoriana de fútbol, y una joven, de
similares rasgos, con minifalda, despatarrada a su lado, lloraba
desconsolada sin dejar de besarlo. Moraleda la apartó con brío y
educación. Lo metieron en la ambulancia.
- Tranquilo, chaval, te vamos a poner un calmante, ¿de acuerdo? – Le
decía Ruiz al subirlo y cuando Higinio ya estaba en marcha.
- Sólo les agradecería que me quitasen el dolor de la pierna, es un
dolor horrible. – Dijo el accidentado.
La chica quiso subir con él, pero Moraleda, tras el ataque de histeria
de la esposa de un herido anterior, no se lo permitió. Aquélla subió al
coche de un compatriota que se ofreció a seguirlos; el muchacho no
estaba grave, pero ya se sabe lo que ocurre con los familiares en estos
casos.
Llegaron a urgencias. Teresa les esperaba en la puerta. Un par de
enfermeros tomaron al ecuatoriano, al que le siguió la chica y el amigo.
- Una anciana ha llamado desde la calle de Goya: su marido tiene un
fuerte dolor en el pecho.
- ¿Dónde queda eso? – Preguntó Higinio.
- Creo que está por el Palacio de los Deportes. – Apuntó Ruiz.
- Así es. – Confirmó la jefa. – Es el portal diez, tercero C.
Y de nuevo la ambulancia aullando por las calles de la gran ciudad,
llenas ya de basureros y otros elementos nocturnos.
- Sube con nosotros, Higinio, a ver si tomas alguna nota. – Dijo
Moraleda nada más llegar.
La anciana les abrió con voz temblorosa, recibiéndolos con una bata de
invierno rosa y mostrando una vivienda llena de trastos inservibles.
- Ya estamos aquí. – Anunció Moraleda entrando en la habitación donde se
encontraba el anciano encamado. Un rosario coronaba la pared del
cabecero, arropando el retrato de un niño en blanco y negro,
probablemente fallecido. - ¿Cómo se llama usted? – Inquirió la doctora.
- Hermenegildo Cabrera.
- Bien, Hermenegildo, ¿qué le pasa? – Volvió a preguntar al mismo tiempo
que Pablo preparaba el electro y Ruiz le tomaba la tensión.
- Me duele mucho el brazo izquierdo y el pecho.
- ¿Puede ser un infarto, verdad doctora? – Preguntó la mujer.
- Vamos a ver. – Respondió Ruiz en su lugar.
Higinio se encontraba un tanto al margen, apoyado en la cómoda sin dejar
de observar. En la casa había un fuerte olor acre, muy irritante. No
sabía si era a él solo, pero sus ojos contrajeron un extraño picor
seguido de un molesto lagrimeo. Seguramente por la ropa de los ancianos.
- ¿Qué? – Le preguntó Moraleda a Pablo.
- Nada, no me dice nada. – Respondió mirando al electro.
- Tiene la tensión perfecta.
- ¿Desde cuándo le duele, Hermenegildo?
- Desde hace un buen rato. – Contestó el hombre.
- Yo quise llamar antes, pero es muy cabezón y no ha querido.
En ese momento, el anciano hizo una mueca a Moraleda, y ésta se le
acercó con la atenta mirada de Ruiz, el único en darse cuenta.
- A mí no me ocurre nada, es mi esposa la que no está bien. Usted la ve
tranquila, pero hace unos minutos estaba histérica. ¿Por qué no la
entretienen en la cocina? – Le dice el hombre al oído.
Moraleda lo miró, encontrando en él un poco de sinceridad.
- Señora, ¿podría preparar un poco de manzanilla?
- ¿Cree que eso le vendrá bien, doctora? – Preguntó la mujer.
- Creo que sí, apúrese.
Al momento, deslizó una seña hacia Ruiz, que la acompañó con la
intención de retenerla con una serie de preguntas.
- ¿Y bien?, dígame, ¿qué está pasando aquí?
- Verá, es difícil de explicar, pero mi esposa, desde que nuestro quique
murió, -Y el hombre señaló con sus ojos hacia el retrato-, no está bien;
hoy ha intentado apuñalarme dos veces; me hace creer que estoy enfermo,
me obliga a bañarme once veces al día; lleva días metiendo cosas en el
piso, se le ha metido en la cabeza que debe de estar todo limpio, si van
a la cocina sabrán lo que les digo. Se lo suplico, llévensela, la quiero
mucho, pero mi vida es un infierno. Hoy le he dicho que no estaba bien,
que me dolía el pecho. Me ha bañado otra vez, me ha cortado el pelo y me
ha afeitado dos veces en una hora. Aún así, he insistido, y era ella la
que no deseaba llamar. Créanme, no sé nada de médicos y esas cosas, pero
si le toman la tensión verán que es cierto; está al borde de un ataque
de nervios haciendo creer que está preocupada por mí.
Moraleda no sabía qué decir. Higinio fue a la cocina, regresando
estupefacto.
- La cocina parece la sección de vajillas de El corte inglés; hay
cientos de platos y vasos en la encimera, en la mesa, en el suelo, y
todos relucientes. Tiene tres lavavajillas funcionando; una locura.
- Los compra sin necesidad, o los trae de la calle, de los bares. ¿Me
creen ahora? – Preguntó el anciano cabizbajo.
- ¿Y esa manzanilla? – Dijo Moraleda alzando la voz.
La mujer se la dio, dejándola ella en la mesita de noche.
- ¿Y usted cómo se llama? – Le preguntó.
- Amalia.
- Bien, Amalia, vamos a tomarle la tensión, creo que no está muy
tranquila.
- Es por él, ¿me entiende? – Dijo la anciana, permitiendo que Ruiz le
colocara el velcro del medidor.
- ¿Cuánto? – Preguntó Moraleda.
- Veinte. – Respondió Ruiz.
- Amalia, escúcheme, vamos a llevárnosla, su marido está muy bien, ha
sido una falsa alarma, pero usted está muy agitada y su corazón podría
tener problemas.
La mujer los miró con cara de circunstancias, luego de mirar a su
esposo.
- Yo siempre he padecido de la tensión.
- La entiendo. – Señaló Moraleda. – Pero comprenda que en estos casos de
enfermedades silentes no debemos correr ningún riesgo.
- Tranquila, yo estaré bien. Cúrate. – Habló el marido desde la cama.
- Vaya situación más curiosa. – Indicó Higinio cuando ya regresaron al
hospital con una enferma en vez de un enfermo.
- Bueno, sea lo que sea, debe curarse. – Manifestó la jefa.
El caso siguiente era un nuevo accidente de ciclomotor. El siguiente el
de un vigilante jurado al que le había dado, esta vez sí, un infarto de
miocardio. Y así hasta casi el amanecer, cuando se unieron al equipo de
helicópteros sanitarios colaborando en un accidente en la autopista.
Sobre las ocho de la mañana, Higinio volvió a subirse en su Ferrari,
regresando a su casa. Bajo la ducha, recordó lo hablado sobre el agua
durante la noche. Se preparó una taza de café y se acostó. Al día
siguiente no tenía guardia y podía dormir cuanto quisiera.
La vida…la vida, la vida, la vida…La vida sólo es un día.
En el caso de Higinio era un día así, conduciendo un vehículo con
rapidez para salvar vidas, y un Ferrari para salvar su honor frente al
de su hermano. Cuando llegó el otoño recibió una llamada suya; quería
verlo, tomar un café, hablar de hermano a hermano, olvidar rencillas.
Demasiado amable, pensó. Pero lo que no podía esperar era que su hermano
mayor, el mismo que conducía un Mercedes, el alegre divorciado que
siempre iba rodeado de señoritas de compañía y ganaba euros hasta
hartarse como empresario hostelero, le había hecho reunirse con él para
pedirle dinero.
- ¿Sabes?, he vendido el coche, el Mercedes. Ese carro es una maravilla,
pero he tenido que hacerlo.
El hermano de Higinio hincaba los codos en la mesa del café, tirándose
de los pelos. Se había pedido un gintonic, y de no ser por la americana
anticuada y la corbata de imitación, se diría que era un pobre hombre
arruinado, que de hecho es lo que era.
Cuando Higinio empezó a compadecerse de su hermano, tratando de olvidar
la omisión de aquél a su petición de ayuda económica años atrás, el
irritante olor, el escozor en los ojos que había notado en casa de los
extraños ancianos atendidos por el equipo de su ambulancia, volvió de
improviso.
Su hermano seguía exponiendo sus problemas con el alcohol y las
tragaperras, pero él andaba ya concentrado en la labor de encontrar en
la cafetería el emisor de dicho olor.
En ese mismo instante, en la mesa que tenía a su espalda escuchó una
voz, una voz no familiar, pero si reconocible.
- No te pongas así, cariño, quitar a mi mujer de en medio es lo mejor. –
Decía.
- Higinio, eres mi hermano pequeño, el único que tengo, lo único que me
queda en la vida, ayúdame, por favor, sólo mil euros, te los devolveré,
lo juro.
Pero Higinio ni siquiera lo miraba. Estaba claro que aquello no era más
que un papel, una farsa. Las lágrimas de su hermano eran invisibles. Su
gimoteo era patético. No paraba de restregarse los ojos para
enrojecerlos. Sin embargo, los suyos sí debían de estar irritados, y la
curiosidad por mirar a la mesa de atrás resultaba más intensa.
- ¿Dónde está ahora ella, tu esposa? – Preguntó una voz femenina, joven
y con acento caribeño desde dicha mesa.
- Está en Miraflores, en el sanatorio mental. El informe que redactaron
los de urgencia fue perfecto. – Susurraba la voz masculina. – Lo preparé
de tal modo que no tuvieron más remedio que creerme. Mentí un poco, sí,
pero aquí estamos tú y yo, solos los dos, y lo que más importa es que
nos amamos. Créeme, Catherine, con mi mujer en medio no podíamos estar.
Iremos a Cuba, viviremos juntos para siempre.
- Oye, Higinio, ¿tú me estás escuchando? – Preguntó el hermano que, de
repente, parecía que no tenía ningún problema.
- Claro, hombre, pero perdona un momento.
- ¿Qué pasa?
- Nada, te daré el dinero, pero espera.
Higinio se levantó, se acercó a la mesa de atrás, diciendo:
- Lo he oído todo, Hermenegildo.
- Eh, ¿cómo? ¿quién es usted? – Preguntó un hombre mayor acompañado de
una chica mulata preciosa y de unos cincuenta años menos.
- Soy agente de seguros médicos, conozco su caso, llevo investigándolo
desde hace mucho, acabo de pillarle hasta el hueso.
- Usted no tiene nada, imbécil, déjenos en paz o llamaré al encargado de
este antro. – Repelió el viejo muy ofuscado y vehemente.
- Le daré lo que tengo. – Higinio mostró su teléfono móvil. – Lo he
grabado todo, así que más vale que empiece a hablar.
El anciano se levantó, se puso la chaqueta, y cuando parecía que se iba
a largar, se vino abajo, llorando con mucha más sinceridad que el
hermano de Higinio.
Cuando el hermano ya se había gastado los mil euros prestados, volvió a
llamarlo, esta vez un poco borracho, pero igual de falso que la primera.
Al salir del local, una chica acompañada de una anciana se le acercó.
- Me llamo Rosa, ella es Amalia, mi abuela, ha salido del sanatorio hace
unos días, aunque ha perdido muchas de sus facultades mentales. Quisiera
agradecerle en su nombre lo que hizo.
Higinio las miró con atención; era cierto, la misma viejecita, mucho más
avejentada, que les abrió con la bata rosa y que, según el marido,
coleccionaba vajillas e intentaba apuñalarlo.
- No se preocupe, no hice nada, fue una casualidad.
La vida…la vida, la vida, la vida…La vida sólo es un día. Y el de
Higinio fue aquél.
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