XII BORRADOR

 

Por Agustín Serrano.

 

En el hospital de una gran ciudad hay pacientes con toda clase de enfermedades: cáncer, nefrosis, meningitis, hepatitis, neumonías, insuficiencias…, así como también heridos accidentales;  tráfico, caídas de toda índole, peleas…

El número de ingresos por problemas cardiacos suele ser el mayor, y en aquella mañana, ese número de afectados por infartos, taquicardias, anginas de pecho y demás dolencias relacionadas, se multiplicó por cien.

 

La entrada de urgencias era un caos total. Las ambulancias entraban y salían aullando, desbordadas, y la sala de cuidados intensivos se parecía a la de aquel horrible grafema del 11-M.

 

-         Señora, quiero que me entienda. Vaya a la sala de espera, tómese algo, relájese. Hay decenas de personas como su marido. Por favor, deje que nos ocupemos de todo.

 

Le decía el doctor Márquez a una mujer llorosa que insistía en saber el estado de su esposo, con el sonido de voces y sirenas de ambulancia por todo el recinto.

Los pasillos de la planta baja eran avenidas embotelladas de camillas con los recién llegados. A algunos pacientes antiguos, sobre todo a los de menor gravedad, los cambiaron de sitio. Los médicos, los cirujanos, las enfermeras, los celadores, todos corrían de un lado a otro. La imagen era la misma que si una catástrofe hubiese sacudido a la ciudad. Había personas que, aquejadas por un extraño malestar, con mareos, estado nervioso, ansiedad e histerismo, como únicos síntomas, acudieron al centro casi de forma instintiva. La mayoría eran ancianos temblorosos, asustados, congestionados y paralizados.

 

-         ¿Qué se nota, Vd., Eduardo?

 

Le preguntó Raúl Leiva, uno de los internistas, a uno de ellos, uno de tierna mirada y poblada barba gris.

 

-         No sé lo que tengo, doctor. Esta mañana desperté empapado de sudor, temblando, como si acabara de salir de un mal sueño. No me encuentro bien.

 

El médico anotaba datos en una ficha, mientras una enfermera colocaba el suero y otra tomaba la tensión. En la otra cama de la unidad de vigilancia intensiva, otro anciano, inconsciente, respiraba gracias al oxígeno de una botella. Similares escenas se sucedían por todos los centros sanitarios del mundo, como replicas de replicas de una misma obra.

Llegaron las cámaras de televisión, los ojos de muchos, para informar permanentemente, haciendo preguntas; a familiares que fumaban en la puerta, a médicos avisados dado el carácter urgente del día. Y por las ventanas del centro se asomaban centenares de personas,  tanto pacientes, como médicos y asistentes, y todos miraban al cielo.

 

En otro punto de la ciudad, en uno de sus colegios, los niños de primer curso se sentaban en círculo junto a la profesora en el patio de recreo:

 

-         Bien, niños, sacad todos vuestros dibujos y decidme qué habéis hecho. – Les pedía la señorita Aguirre.

 

Uno de ellos, el primero a su derecha, le mostró el suyo. A rotulador, se veía a él de la mano de sus padres y de su hermano mayor, todos muy sonrientes. Uno de esos dibujos de niños tan comunes. Sobre sus cabezas, un rectángulo pintado de gris.

 

-         A ver, Tiziano, ¿qué has dibujado?

-         Somos yo, papá, mamá, Daniel y eso. – Y el niño señaló al cielo con sus ojos marrones.

-         ¿Y tú qué crees que es eso, Tiziano? – Preguntó la profesora.

-         No sé. – Contestó el niño con su mellada sonrisa, consciente, a pesar de su inocencia, de que le era imposible responder a tal pregunta.

 

Una niña de pelo corto y de piel muy morena le pasó el suyo, cuando los demás exigían el turno. En esta nueva pintura infantil, con algo más de calidad y detalle, aparecían ella, un niño pequeño también cogido de la mano y un perro lanudo; Aldana, Roberto y Turco, indicaban los nombres. En la parte de arriba del dibujo, los mismos personajes plasmados del revés, como colgados del techo bocabajo, al igual que una casa, un coche y una pelota. Fue éste el que más gustó a la señorita Aguirre, pues reflejaba con original acierto lo que estaba pasando.

 

En otra parte del mundo, el piloto del vuelo 12 de aerolíneas holandesas, KLM, señor Van Roeth, solicitaba permiso para aterrizar en el aeropuerto japonés de Narita. El preceptivo permiso le fue concedido, y el piloto neerlandés accionó los mecanismos oportunos. Y hubiese sido un aterrizaje más dentro de sus miles de horas de vuelos transatlánticos. Sin embargo, a medida que el aparato descendía, Van Roeth veía una porción de cielo y nubes, además de otro avión idéntico al que pilotaba acercársele por debajo. Otro piloto menos experimentado, más intimidado, habría reaccionado instintivamente para evitar lo que parecía un seguro impacto, pero Van Roeth, templado y sin miedo, dejó caer su avión con normalidad, como si nada, apareciendo, segundos después, sobre la pista de aterrizaje del aeropuerto internacional japonés.

 

Muchas millas al oeste de Narita, en el desierto libio, un grupo de beduinos montados en camellos llegaban a uno de los numerosos poblados perdidos en el interminable desierto. Y se unieron junto a los habitantes de dicha aldea, a un grupo mucho más numeroso. En el centro del poblado, en mitad del inhóspito mar de arena, se arrodillaron en círculos concéntricos, en filas, y empezaron a rezar sin dejar de mirar a lo alto, sin mirar, por primera vez, a la Meca.

 

Fueron muchos los humanos y demás seres vivientes del mundo que aquel día se sintieron sobrecogidos, desconcertados, trastornados de tanto mirar al cielo. Algunos temblaban bajo las mantas de las camas de un hospital; otros gritaban en absurdas manifestaciones anunciando un inminente Apocalipsis por las más grandes urbes del orbe; y otros, sencillamente, se quitaban la vida. La inmensa mayoría continuó con su rutina diaria sin dejar de echar un vistazo hacia arriba. Incluso fuera del planeta, los que comenzaban a construir los puntos de partida humana hacia las estrellas, proseguían con sus trabajos sin dejar de contemplar estupefactos la inmensa bóveda celeste. Y ya no la miraban del mismo modo que aquél que fue el primero en hacerlo, hechizado por verla por encima del cielo, como si su alma se hubiese salido del cuerpo. La admiraban boquiabiertos, mirándose a sí mismos y a las estrellas del fondo espacial.

Y por más investigaciones que empezaron a realizarse desde aquel día; bien desde fuera, o bien desde dentro, astronómicas y de todo procedimiento científico, además de la investigación in situ, nadie pudo determinar o dar una explicación a lo que era aquello, pese a que todo aquél que lo viese podía decir lo que era con sólo mirarlo.

 

Las conjeturas, -teorías derivadas a partir del desconocimiento-, se sucedieron: los ufólogos, entusiasmados, hallaron la prueba más evidente y definitiva a la existencia de una extraordinaria forma de vida extraterrestre. Los religiosos de uno u otro profeta, se adueñaron del evento para adornarlo con un guiño, (advertencia en los fanáticos), divino. Como una señal. Los nombres prominentes de la política, fuera cual fuese su interés y, a su vez, menos interesados, prepararon a sus naciones para lo peor.

Fueron célebres los patéticos espectáculos de algún que otro millonario excéntrico y ocioso sobrevolando el cielo con su avión privado, escudriñándolo hasta la última nube con el deseo de encontrar alguna prueba aclaratoria y ser inmortales en la memoria.

 

En el siguiente futuro, el asombroso suceso se aprendía en los libros de historia, geografía, ciencias y religión, y se relataba en cualquier obra poética, prosística y audiovisual:

 

<< La mañana del 13 de mayo, la Tierra amaneció con una extraña capa que la envolvía misteriosamente en su totalidad. A pesar de la incesante y prolongada alarma en la población mundial, dicha envoltura resultó del todo inofensiva. La altura de la que pendía sobre la superficie variaba según la altitud de cada región, así como ninguna construcción humana podía rascarla. No presentó ninguna anomalía atmosférica. No fue más que un segundo cielo intangible, en el que los hombres y toda la Tierra podían verse reflejados, mirándose a sí mismos de una manera distinta, mucho más allá de la religión, de la filosofía y de ninguna otra ciencia>>.

En realidad, no fue más que un espejo en el cielo.

                                          *******************************

Fuengirola, 27 de agosto de 2007.

 
Copyright © Asociación Canal Literatura  2004-2009.