Cuando
yo era joven, antes de que mi vida se convirtiera en alpiste y agua para
un canario enjaulado, me gustaba pasar las tardes de fin de semana en el
pub de Fred.
Entre otras cosas, me agradaba por ser el único de la ciudad en el que
no se veía fútbol, deporte que, por aquellos años, pasaba por ser el
único nexo con épocas antiguas.
Corrían los años de finales del siglo XXI, años en los que estar horas y
horas en un pub era mejor que vagar por las calles: húmedas, sucias y
muy peligrosas.
Fred, el dueño, hombre nostálgico donde los hubiese, lo tenía decorado a
la manera antigua, de la primera década, más o menos.
Las sillas eran de madera, un tanto incómodas sí, pero al ser poco
usadas aquello era lo de menos. Al fondo, junto a las ventanas del patio
de verano, estaban los asientos; blandos y confortables, los cuales
discurrían a la par de la pared; un serpenteante sofá que nos acomodaba
cuando las prolongadas estancias de juerga y risas nos vencían.
Había carteles de cine por todas partes, cine clásico, por supuesto,
intercalado con paisajes de los países que Fred, antaño atleta y
aventurero, había visitado. En el techo, bocabajo y en enorme tamaño,
silencioso y observando a todo aquél que pasara por allí, el célebre
póster de Tod Browning, el tesoro más preciado del dueño, la imagen del
señor que, sin pretenderlo, dio nombre a nuestra forma de vida, a
nuestras ideas, las mismas que poco a poco iban pasando a mejor vida;
existencia cubierta de polvo y tiempo.
Recuerdo las lámparas, todas de luz eléctrica y cada una con un estilo
distinto: oriental, de candiles medievales, romántico, y hasta con forma
de prehistórico utensilio de hueso. Todo era un conjunto amalgamado de
estilos, de detalles, como un escrito hecho con letras de periódicos y
diversas publicaciones en distintos colores. Un último reducto que
alojaba a todos aquellos amantes de extravagancias, de rarezas, de
formas de arte y cultura poco convencionales.
Pero no había nada en su particular decoración, en su mezcla de austero
bienestar, ni en el aire afable, campechano de la barba del dueño, ni en
la cara de Tod; nada de aquello era por lo que el sitio llamaba la
atención. Lo que hacía que en los dos únicos días que abría, - sábados y
domingos -, se llenara por completo de gente de la misma clase; gente
que se había adaptado conscientemente a su papel de últimos freaks del
mundo, eran los concursos; ‘’los juegos de Fred’’, como los llamábamos
todos.
‘’Los juegos de Fred’’ eran pruebas divididas en dos. De un lado, a
realizar en el patio de verano, las físicas: bailar más tiempo, karaoke
y otras bobadas como saltar mesas o sillas que muy pocos apreciábamos,
pero ya digo, el bueno de Fred había sido atleta en sus viejos tiempos,
incluso hizo sus pinitos como cantante, y animaba a la gente a que, eso
sí, con alguna copa de más, efectuara las pruebas ganándose una semana
de consumición gratis. Yo, más que por mi físico, por no hacer el idiota
saltando y cantando con música detestable, prefería las pruebas
mentales.
Éstas se hacían junto a la barra, donde se podía escuchar mejor música.
Consistían en acertar correctamente preguntas de diferentes categorías,
y dicho espectáculo cultural, sin saber si era más show que cultura, me
absorbió desde el primer día. Lo más atractivo de todo era el contraste
tras las ventanas, en cada escenario: al aire libre, las juventudes
vivaces y torpes al mismo tiempo, atrevidas, saltando y bailando al son
de la música apropiada para ello: bajo techo, las demostraciones de
sabiduría y erudición de un grupo de intelectuales superdotados como yo.
Dos atracciones distintas, dos formas de vida diferentes unidas bajo el
nombre de Fred.
Confieso que en un mundo en el que la violencia era la única frontera
entre las más que distanciadas clases sociales, encontrar un sitio donde
podía culturizarme, ofreciendo a cambio mi propio saber, todo ello
dentro de una ambiente de diversión, de juerga, en el que no se espera
nada de eso, fue para mí como dar con un amigo perfecto, y lo crean o no
fui el mejor concursante. Durante más de doce años fui imbatible,
pasándome meses enteros sin pagar nada de lo que consumía. Hasta que en
una de aquellas noches de concurso apareció Brian.
Brian venía de lejos, si bien nunca supe de dónde. Hablaba nuestro
idioma correctamente, pero sus palabras siempre finalizaban en un
indistinguible acento extranjero. No olvido aquella noche: estábamos yo,
Cyrano y Jolgorius, mi mejor amigo. Jolgorius, el único de los presentes
que jamás participaba, aunque no por ello dejaba de ser un joven culto y
lector voraz, se ganaba la vida de vigilante callejero nocturno, y
todos, pese a su juventud, lo tratábamos con gran respeto.
El caso es que el recién llegado, con su barba y su pelo oxidado,
decidió participar aquella noche. Y es a partir de dicho momento cuando
mi pequeña historia da comienzo.
Al principio pensé que era uno más, por la forma de expresarse, de los
cientos de buenos rivales que tuve hasta entonces, y qué equivocado
estaba. Brian pasó por encima de las rondas preliminares de las que yo,
por ser el campeón, el ídolo del lugar, estaba exento. Y claro, se jugó
la final contra mí. No voy a aburrir al lector, a los guardias que hoy
me custodian y que leerán esto cuando deje de existir, con la
descripción de cada una de las cien preguntas de nuestro encuentro, pero
puedo asegurarle que, más que nada por lo que sucedió después, no he
olvidado ninguna.
Llegamos al final de la serie empatados a noventa y nueve aciertos cada
uno, y se entenderá que la expectación era enorme. Hasta los de las
pruebas físicas interrumpieron sus ridículas actividades para estar
presentes. Brian en una punta de la barra, yo en la contraria, y Fred,
el juez, en medio tras ella. Éramos como dos pistoleros desafiados a un
duelo. La pregunta número cien era para él; si acertaba, se ganaba, por
lo menos, una siguiente tanda, si yo fallaba la mía, perdería por
primera vez en doce años con un extraño y desconocido forastero. Sentí
que vivía un momento terrible, pues tras las mieles obtenidas hasta
entonces, con una sola pregunta podía dilapidarlo todo, y es que cuando
un campeón pierde su laurel, en el acto deja de serlo y pasa al olvido.
No dejaba de pensar en aquellos a los que humillé, los mismos que ahora
esperaban con clamorosas sonrisas a que llegara mi fracaso. Y Fred
formuló la que hacía cien para él.
''Dime, Brian: sólo una película en la que aparezca el fundador de la
Iglesia de Satán, Anton LaVey''.
Me paralizó su mirada antes de contestar. En sus ojos, sin abrir la
boca, me dijo: << La sé>>…
‘’La lluvia del diablo’’, de Robert Fuest.
Correcto.
Los presentes aplaudieron, vitorearon su nombre, habían encontrado a un
nuevo rey. Y Fred, con mirada apaciguante, me cedió el turno.
¿Cómo se conocieron las obras de Justiniano sobre Derecho Romano,
concretamente aquellas divididas en cincuenta libros y que fueron
fragmentos de las obras de antiguos juristas?
No la sabía. Por primera vez alguien me había vencido. Terminé lo poco
que le quedaba a mi vaso, y paladeando el sorbo respondí.
No la sé.
Digestos o Pandectas.
Reveló Fred.
A partir de ahí, las risas se mezclaron con las caras de asombro,
incluyendo la de mi buen amigo, Jolgorius. Brian fue encumbrado como el
nuevo líder intelectual de los freaks, y yo pasé a un detestable segundo
plano, como había barruntado.
Tras recibir innumerables felicitaciones, el nuevo campeón del saber se
acercó hacia mí, me tendió la mano y, acompañado de un mediador
Jolgorius, comenzó a hablarme.
Me fijé entonces que no era tan hosco como pensé al verlo, aunque cuando
sacó de su bolsillo uno de aquellos cigarrillos trenzados, aromáticos y
de diferentes sabores en cada trenza e inocuos para la salud, mi
aversión se agrandó por unos segundos.
Prefiero uno de mis chester’s.
Le dije con interpretada sonrisa y dándole uno a Jolgorius, silencioso y
observador, como siempre.
Los chester’s te matarán, me dijo.
La vida es la que mata, le recordé yo.
Aunque parezca increíble, y de hecho era lo último que deseaba hacer,
dada la tremenda derrota, hicimos amistad, o lo que quiera que sea
aquello que se crea entre dos o más personas afines en conocimientos y,
como descubrí en las siguientes horas, parejos en gustos. Recuerdo que
entró a saludarnos Ágil Brando, amigo esporádico, con su inmoderada
verborrea y sus temas literarios.
Eh, amigos, os traigo un regalo: es un relato que he escrito y os he
dedicado a Jolgorius y a ti, Ismael. Os dejo una copia, las demás están
en los árboles.
¿En los árboles? Le preguntó Jolgorius.
Sí, he pegado una copia en todos los árboles metálicos de esta ciudad,
así todo el que quiera leerlo podrá hacerlo sin necesidad de pagar o de
pedírmelo.
Vaya, qué original. Le dijo Brian.
Me sorprendió ver lo muy de acuerdo que estaba con Brando.
En verdad me ha parecido un poco así como: ‘’Mirad lo que he escrito
para vosotros, qué grande soy’’. Fueron sus palabras con acento de fuera
cuando Brando ya se había ido.
Seguimos hablando toda la noche: de música y de cine, desde luego. En
casi todas las películas coincidimos, así como también en multitud de
directores y actrices. No obstante, hubo uno en el que no nos pusimos de
acuerdo.
¿Qué te parece Rutger Hauer, Brian?
Sólo vi ‘’Carretera al infierno’’, me parece un actor que tuvo lo que se
mereció por su mediocre carrera. Aseguró con todas las letras.
No me esperaba tal respuesta. Creí que le gustaba tanto como a mí, y en
aquel momento me lo tragué.
Al día siguiente era día laborable, por lo tanto, el pub cerraba. En
esos días de la semana yo aprovechaba para viajar por el camino de los
carvajales hacia la caseta de mi amor, de mi chica: una quinceañera con
la que me veía a escondidas por el temor a sus padres y de la que estaba
profundamente enamorado. Y fue tras uno de aquellos escondidos
encuentros, -como todos los de relaciones desiguales-, cuando la
siguiente etapa de mi vida, la del agua y el alpiste, empieza.
Regresaba en mi viejo utilitario transformable por el citado camino,
cuando observé en la lejanía a un hombre que caminaba en la misma
dirección que yo. El viento hacía esas cosas que suele hacer el viento y
que mi desaparecido amigo Brando describiría mejor. El caminante era
Brian.
Lo saludé y le dije que le llevaría a cualquier sitio, pues el cielo
amenazaba tormenta. Dudó, pero subió. Y jamás olvidaré la palidez de su
rostro y lo sombrío de su estado. Me dijo que estaba bien, sólo que algo
cansado. Cuando no llevábamos ni seiscientos metros de recorrido, se
abalanzó sobre mí, colocando en mi cuello algo punzante, un cuchillo
noté.
Bien, ahora ya sabes quién soy, ahora ya sabes lo que va a ocurrirte.
Voy a hacerte mucho daño. Me susurró con voz satánica al oído derecho y
con la mano libre sobre mi hombro izquierdo.
Y ya lo creo que sabía, -sólo en aquel instante-, quién era. Jolgorius
me había hablado días antes de un asesino de conductores por la zona de
los carvajales y la playa, cosa que no me espantó a la hora de ir a
pasarlo bien con mi pubescente amor. Pero era él. Nadie le conocía.
Nadie sabía de dónde había salido. Parecía un buen tipo, gentil, y hasta
simpático, sin mencionar su intelecto. Todo encajaba con el perfil del
asesino más cruel, cualquiera desde los tiempos del emperador por cuyas
obras yo había perdido mi cetro.
Yo soy la vida. Me dijo sin sentido aparente. Te lo explicaré. Dijiste
que la vida es la que mata, pues bien, yo soy la vida.
Y todo esto con una actitud de sádico, de perverso. Yo seguía mirando a
la carretera más por instinto. Y él, el tipo que me había vencido en la
batalla de la sapiencia, el que se había ganado las adulaciones de todos
los de mi entorno, halagos que siempre fueron míos, continuaba con su
inhumano discurso. Me hablaba de que me iba a cortar el cuello, de que
me enterraría en el bosque, en el mismo bosque al que yo acudía deseoso
de pasión y de vida, y lo decía con una frialdad despreciable.
Ahora ya sabes por qué no me gusta Rutger Hauer, es porque yo soy mejor
actor que él.
Estaba perdido, atrapado por uno más culto que yo y que saciaría su sed
de muerte con la mía propia. Mientras proseguía con su sanguinario
discurso, yo miraba por el retrovisor esperanzado en que otro vehículo
nos adelantara, algo que me liberase de tan demencial situación. Pero en
la carretera más solitaria y limpia no aparecía nadie, y no me quedaba
otra que esperar a que seccionase mi garganta y todo acabara. Histérico,
llorando, sin otra alternativa, cerré los ojos y giré el volante a la
derecha tras pisar a fondo, impactando el coche contra un árbol.
Brian, el asesino, salió disparado por el plástico parabrisas. Me salvó
el cinturón, aunque tenía un golpe en el pecho por el volante. Aturdido,
miré hacia delante, y allí estaba, tendido en el suelo y con
dificultades para incorporarse. En un segundo, tomé la decisión de mi
vida: saqué la barra de acero de las emergencias regalada por Jolgorius
de debajo del asiento, salí y me acerqué a él.
Eh, tío, no me hagas daño, es todo parte de una broma. Me suplicó entre
sollozos.
Tío mierda, creo que le dije, vas a pagar todo lo que has hecho.
No sé si fueron cinco o seis los golpes que le di hasta cerciorarme de
que era un cadáver. Volví al coche, por cuyo destrozo me fue imposible
volver a arrancarlo. Y al empezar a caminar por el bosque, huyendo de la
segura llegada de los vigilantes del carvajal, queriendo llegar a casa
de Jolgorius para contárselo todo, la fina hoja de papel electrónico de
envíos empezó a enroscarse en mi bolsillo. La extraje de su plastificada
funda y, al mirarla, como siempre, las letras comenzaron a aparecer
sobre su color blanco. Era la caligrafía de Jolgorius.
Feliz cumpleaños, Ismael. Espero que no te haya jodido la broma que
Brian y yo te hemos preparado; lo sé, nos hemos pasado, pero el cuchillo
es de goma afilada. Venid a mi casa.
Y aquí estoy, en la que es mi jaula colgante bajo las estrellas, sobre
la atmósfera, como un pájaro al que sin saber por qué han enjaulado,
como un pájaro inocente, pero culpable a la vez por estar en el momento
equivocado.
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