Una mujer triste

Teresa Gallego Arjiz

 

La cena había comenzado. Frente a mí, se sentaba una mujer triste.

 

Llevaba doce años haciendo mi novela, por supuesto una obra única. Soy escritor. Esa es mi profesión y mi carrera universitaria. Requería para finalizar mi historia un personaje clave, el más importante, pero el que nunca aparecía. Necesitaba una mujer triste.

 

Cuando comencé mi labor, me percaté claramente que eran imprescindibles cinco personajes. Hice una selecta clasificación de grandes novelas universales y así, asimilar su lectura y devorar los personajes con la intención de hacerlos míos, para que renacieran nuevamente, pero descubrí con el tiempo y la lectura que no era ese el lugar donde los hallaría sino en la vida misma. Decidí pues sumergirme en ella.

El primer personaje tardé un día en encontrarlo, era un niño. Su sexo era indiferente, quería que simplemente fuera niño y conservara, en cinco años, toda su inocencia. Comencé la búsqueda un lunes a las 9 de la mañana y, a las 6 de la tarde, ese niño jugaba en un parque junto a su hermana y su cuidadora. Me había dado un margen de dos años para encontrarlo, en realidad fue muy sencillo, quizá porque los niños aún abundan. No sé ni su nombre. No importa, me lo he inventado. Se llama Luis y goza en el parque, en los columpios, quitándole la muñeca a su hermana y, cuando ella protesta se la devuelve con un beso. Le gustan los caramelos y las pipas. A veces te da un puñado porque le has mirado con una sonrisa. Entonces su cuidadora le echa una reprimenda, por acercarse a mí, un desconocido que mira a los niños en un parque y absorbe cada movimiento extasiado, perturbado en el deleite de verlos vivir.

 

Mi segundo personaje también era sencillo. Quería una madre que fuera abnegada con sus hijos, que se llamara Rosa. Busqué a la madre de Luis, tal vez ella, con esa criatura tan hermosa, fuera la apropiada. Sin embargo era tosca, aburrida, fea, a pesar de los rubios cabellos que se colgaban sobre sus hombros, de su hermosa cintura, de sus labios carnosos. No me gustó, no me pareció la madre apropiada para Luis. Fue más difícil de lo esperado encontrar a una madre. Recorrí unos cuantos colegios, asistí a reuniones de padres, parques, cines, teatros. Pasó un mes, dos meses y la madre no llegaba. El cuarto mes hice una visita al Hospital Santa Elena. Habían ingresado a un buen amigo mío de un infarto, estaba grave. Hablé largo y tendido con Sonia, la mujer de mi amigo y percibí cansancio. Dada la confianza le propuse que descansara un día entero, que yo me encargaría de atender a mi buen amigo Cristian. Por supuesto aceptó y, agradecida, quedamos al día siguiente para reemplazarla y durante veinticuatro horas permanecer a su disposición. Cuando llevaba dos horas leyendo, vino una monja a supervisar al paciente, me saludó con discreción para no interrumpir mi lectura, no obstante yo cerré las páginas al calor de su presencia y decidí observarla, era una mujer joven y guapa, su sonrisa abierta, sus ojos brillantes e iluminados, – ¿cómo una mujer tan bella podía ser monja en el siglo XXI?. Esa mujer debió ir a la escuela, debió ser pretendida por muchos hombres. Yo la hubiera deseado como esposa y madre de mis hijos. En ese mismo instante comprendí que esa era la madre que buscaba para mi tesis, una monja joven y enfermera.

 

Estaba satisfecho porque en menos de un año ya tenía dos personajes, me faltaban tres: un padre, un hombre buscador y una mujer triste. Decidí viajar. La ciudad en la que tantos años había vivido, de pronto, se volvió pequeña para encontrar a esos tres personajes. Recorrí las grandes ciudades de Europa, Roma, París, Londres, Bruselas, etc... Crucé el charco, estuve en Japón, en Buenos Aires. ¡Me divertí tanto! Durante dos años hasta dejé de buscar buscando. Una vez, conocí a un mujer encantadora que me hacía pasar las noches más excitantes jamás vividas, llegué a creer que podía ser la mujer triste pues se acercaba mucho a ese perfil. Profunda, dulce, una amante adorable. Ella era portuguesa y me propuso formar un hogar en su ciudad natal, Lisboa, estuve tres años amándola, sin embargo el hechizo de la pasión se desvaneció de la misma manera que se creó, de una forma espontánea e indefinible y así comprendí que su esencia simplemente no era global ni universal. Vivía destinada para un único hombre pero ese hombre no era yo. Me sumergí en un letargo de agonía y, a orillas del Tajo, lloré mi desamor. Cerca, había una persona madura, de unos cincuenta  y pico años, pescando. Soltaba el sedal y resignado esperaba un pequeño movimiento entre sus dedos. Yo, como un niño enfurruñado, me quedé observándole.

 

–        ¿Quieres probar joven? Me dijo una voz aguda y firme.

–        Nunca he pescado Señor. Contesté con respeto y admiración.

 

Me explicó generosamente la técnica y, durante una semana, pesqué a su lado. Ese hombre me recordaba al personaje de “El viejo y el mar” y le convertí en el padre ansiado, un padre que yo nunca había tenido y que casualmente pescaba una tarde triste en mi vida y que estaba ahí para aconsejarme en el silencio, paciente y sabiamente. Decidí que su nombre fuera Pedro.

 

Seis años, tres personajes y, yo buscaba a una mujer triste. Mientras tanto escribía. Relatos, poemas, trabajaba duramente como profesor en un taller literario creando otros personajes que no fueran los míos, atendiendo a un público diverso pero, la mujer triste no llegaba. Mis canas empezaban a estorbarme, mis ansias de amar a desvanecerse y perdí la esperanza de encontrarla y de finalizar mi novela con mis cinco personajes. Intenté hacerla con el padre, la madre y el hijo pero no me gustaba nada de lo que emergía. Era leer más de lo mismo, aburrido, sin vida, sin sentido. Quería que brotara savia en la escritura y sólo caía lluvia. Aparqué la ilusión de realizarme y me centré mucho en mi trabajo, presenciando victorias literarias de alumnos, de compañeros, de maestros e incluso, aprendí a ser feliz.

 

Ayer mostrábamos en un pueblo, cerca de Madrid, un libro de relatos de una buena amiga mía. Me había encomendado el trabajo de apertura y cierre de la presentación. Indudablemente recitaría dos de los relatos de su libro, los cuales me parecieron impactantes y de gran profesionalidad. Siempre procuro mirar al público antes de empezar una lectura literaria para saber el grado de énfasis a utilizar y, la primera persona que vi, fue a la mujer triste. Lo supe en un instante. Caí fulminado al mirarla a los ojos, por sus pálidos labios, su aura. Creo que la lectura me salió bien, hubo aplausos y mi amiga Elena me agradeció desmesuradamente mi colaboración. Al ver a la mujer triste, mi esperanza resurgió sola. No necesité hacer ningún esfuerzo por sentarme cerca. El destino, más sabio que nosotros, se encargó por si solo de situarla frente a mí. Antes de finalizar el primer plato ya entablábamos conversación, nos mirábamos, me contaba, la relataba y se interesó por mi escuela de escritores. Ella se dedicaba a la poesía y, en los postres, los poetas nos recitaron sus versos. La mujer triste, vació su voz en mis oídos, y todos mis personajes cobraron vida en Maite, pues su sonrisa era inocente como la de Luis, su mirada abnegada igual que en el caso de Rosa, poseía el semblante sabio como Pedro y, en sus palabras expresaba la búsqueda hacia el interior.

 

Y yo, por fin la encontré.

 

Firma Antonio, el hombre buscador.

 

 
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