RETAZOS DE UNA VIDA

por Camelia

 

Cuando el alba iluminó tenuemente la habitación del fondo se levantó con mucho cuidado para no despertar a la persona que dormía profundamente en la cama de al lado. De puntillas llego a la biblioteca para comprobar que hora era.
No había reloj en su dormitorio. El tic- tac del reloj y las señales luminosas de la esfera distraían su ligero sueño y en la oscuridad se hacían cada vez más y más presentes.
Así que un día lo quitó de su mesilla.
Eran las seis de la mañana.
No vuelvo a la cama, pensó.
Se dirigió a la terraza descalza. Cerró los ojos y abrió los brazos de par en par para que el día impregnara su cuerpo.
La mañana estaba fresca y aunque el camisón era ligero permaneció en esa posición durante un largo rato. Era primavera, su estación favorita.
La ciudad tenía un clima extremo que pasaba del intenso frío al calor bochornoso en cuestión de horas. Pero en estos días de clima templado daba gusto pasear.
Vivía en una tierra tan árida y dura como el desierto pero que tenía su oasis particular en la primavera.
Las flores inundaban los balcones como ricos mantos de variados y vivos colores. La vida reaparecía con fuerza en cualquier rincón llenando de alegría a todos.
Por la mañana muy temprano aprovechaba, siempre que podía, para dar largos paseos por el parque que tenía cerca de casa y saborear con todos los sentidos cualquier detalle por muy pequeño que fuera.
Pensando y mirando a su alrededor disfrutaba del aire, de los primeros rayos de sol, de los árboles y del agua de las fuentes en continuo movimiento y del plácido estanque, de las rosas cultivadas y de las margaritas silvestres. No conocía el nombre de la mayoría de las plantas pero se fijaba en todo con calma para poder reconocerlas en los libros y hacerlas más próximas.
Así había aprendido a identificar muchas de ellas sorprendiéndose de lo poco que sabía.
A esas horas de la mañana no había casi nadie. Los pocos que veía llevaban paso firme y decidido o tranquilo y complaciente. Entonces hacía un alto en sus pensamientos para saludar con unos escuetos “buenos días”, “hola” o “adiós” al tiempo que intentaba adivinar a que se dedicarían aquellos que se cruzaban con ella y a los que solo conocía de vista
No le importaba pasear sola, aunque no perdía la ocasión de hacerlo en compañía de un buen conversador.
En esos momentos echaba de menos a su padre.
La mañana transcurrió como de costumbre cuando no tenía trabajo fuera.
Después de comer se pusieron a charrar un rato.
- “Este tiempo esta loco, mira que nubarrones se han puesto en poco tiempo” dijo su madre que miraba por la ventana apoyando la nariz en el cristal.
Al instante se puso a dar vueltas por la habitación como si buscara algo, cabeceando y diciendo ¿dónde las habré puesto?
-¿qué buscas mamá?
-las gafas de ver.
-¿de ver qué?
-Pues las de ver.
-Pero si llevas gafas...
Se llevó las manos a la cara y se echó a reír.
–“Hago yo como el tío Matías que iba muy preocupado buscando al macho y estaba montado encima.”
Hacía tiempo que no la veía reír así. Estaba buscando las gafas y las llevaba puestas.
Cuando se sentaban a leer, coser o simplemente a hablar, la anciana siempre contaba retazos de su vida con la nitidez del recuerdo guardado celosamente.
Repetía las mismas historias una y otra vez dándole de este modo la importancia que para ella tenían todos estos recuerdos.
La hija ponía cara de no saber nada, y como si de la primera vez se tratase, le preguntaba sobre esto o aquello, para no romper su entusiasmo al contar una y otra vez lo mismo.
Otras veces como aquella tarde dejaba volar la imaginación o recorría con la mirada cada rincón de la habitación.
En uno de estos recorridos paró la vista en un punto.
Allí estaba él, le miraba fijamente a los ojos como si estuviese presente, con tanto amor que la emoción recorría toda su piel. Habían pasado muchos años de su muerte pero seguía vivo en sus recuerdos y en lo más profundo de su corazón.
Miraba esta fotografía que fue la última que le hicieron cuando renovó el carné de identidad.
En aquel momento ya estaba muy enfermo.
Cuando murió tenía 62 años pero parecía un anciano. Se apoyaba en un bastón apretando las mandíbulas con fuerza y así se mantenía todo lo erguido que el dolor le dejaba. Siempre había tenido un fuerte carácter pero cuando se le conocía solo un poco se comprobaba el ser extraordinario que era.
Últimamente le había cambiado el carácter. Entonces ella no lo entendía y pensaba que era un cascarrabias que los marcaba continuamente. Después con el tiempo llegó a la conclusión de que su padre se sabía muy enfermo y viendo la muerte cada vez más cerca temía por ellos.
Eran muy jóvenes y le necesitaban.
El siempre había estado a su lado protegiéndolos. Al poco tiempo falleció.
Sus recuerdos también se remontaban a los largos paseos que daban los domingos por la mañana. En su compañía recorría varios kilómetros y hablaban de todo.
Ella le escuchaba con interés. Todo lo que decía y como lo decía. Era didáctico y ameno.
Cada historia era una lección de vida que le regalaba.
Había de todo: tristes y duras como parte de su vida pero positivas como su actitud. Otras veces le hacía reír tanto...
Imitaba tan bien las voces y los acentos, que parecía que estabas escuchando a los protagonistas de la historia.
Cuando todavía existían las chabolas del Canal pasaban por entre el poblado gitano y comprobaba in situ la miseria que rodeaba a niños y mayores.
Había otros menos afortunados que ella que tantas veces se quejaba de que no tenía nada.
En el verano los niños se bañaban en aquellas aguas sucias y lodosas del canal a cuyas orillas se habían levantado casas de cartón y hojalata.
Les vio incluso apedrear a alguna rata que osaba ocupar el mismo espacio que ellos.
Entonces estrujaba la mano de su padre y escondía la cabeza debajo de su ala creyendo que si no veía las ratas ellas tampoco la verían.
Mientras, los gitanillos descalzos corrían de un lado a otro recogiendo piedras y cercando al animal, unos iban totalmente desnudos y otros se sujetaban los calzones cuatro tallas mayores que la suya.
Parecían divertirse porque reían y saltaban cuando veían que por el momento el río volvía a ser solo suyo.
Un domingo que su padre llevaba los prismáticos colgados del cuello, se le acerco un gitanillo y le dijo:
- “ payo haceme una afoto...”.
- “No guapo no te puedo hacer una foto porque no es una cámara, ves... pero espera a ver si llevo otra cosa que igual te gusta”. Mientras se había metido la mano en el bolsillo de la chaqueta rebuscando algo en su interior (siempre llevaba los bolsillos llenos de cosas que creía que iba a necesitar).
- “Si aquí están. Toma unos caramelos.”
Que cara de alegría, una sonrisa de oreja a oreja iluminó el rostro del niño que por unos instantes había sido una mezcla de curiosidad y desconfianza.
Agarró todos entre las manitas y el pecho y se fue corriendo a enseñarlos a los demás. Cuando se abalanzaron algunos, sobre el, que llevaba los dulces su padre comentó:
- “espero que no vengan más por hoy, pues le he dado todos los que llevaba encima”.
Volvieron algunos domingos más y siempre que los veían acudían corriendo.
Su padre decía:
- “pues no sé si llevaré algo...”
Ella sabía que si llevaba. Antes de salir de casa le espiaba como reponía los bolsillos pero le seguía el juego. Y mientras observaba sus caritas y se agarraba muy fuerte de su chaqueta. Era su papá y ella lo adoraba.
Alguna vez le preguntó:
_ ¿Papá, tú eres pobre?
“No, no soy pobre hija, lo que pasa es que no tengo dinero. Tengo muchas otras cosas pero dinero no tengo”.
Su padre les enseñó el valor de las pequeñas cosas, el amor a los demás y el respeto a todos especialmente a los menos afortunados. Ser rico no es solo tener dinero, es también apreciar lo que no se puede comprar con él.
Por un momento mientras miraba su foto se había trasladado muchos años atrás.
Ahora escuchaba a su madre como el tiempo había dejado grabado a fuego el pasado y se llevaba de un plumazo las cosas más cotidianas.
Casi no lee pues dice que ya no se le queda nada en la cabeza o se queda dormida.
A menudo cuando se despierta no sabe si es de día o de noche y sus ojos delatan mejor que nada que ella también se está escapando poco a poco.
Recordaba la niñez y la juventud con todos los detalles y olvidaba rápidamente lo que habían hecho por la mañana, hacía una hora o un minuto.
Tenía una labor empezada hacia meses y la miraba de arriba abajo.
-¿Bueno y ahora que lana pongo, la marrón o la amarilla...?
-Mamá hemos quedado que harías primero la jaspeada sola y después cada color por separado.
Estaba tricotando una pieza de colorines con lana que le había traído su hija a casa para que estuviese entretenida.
Su rostro dulce sonreía todo el tiempo. Es como una niña que mira y pregunta todo con curiosidad.
Por otro lado su rostro arrugado y la falta de todos los dientes le daba el aspecto desvalido de la anciana que era.
Cuando se pone a hablar entorna los ojos como si rebuscase un capítulo de su vida y comienza...
“Siempre he sido muy presumida... recuerdo cuando bajé a la ciudad a hacerme una foto que mi prima me pintó y me peinó como a una artista.
Me puse un traje que me había comprado en el centro y estaba yo muy guapa. La foto esa que tengo con ese vestido tan bonito ¿sabes cual te digo...?”
-sí mamá, estabas guapísima.
- “Pues íbamos las dos andando por el paseo cuando nos cruzamos con una de mi pueblo que era muy alcahueta y que pasó por delante mirando para otro lado. Cuando volvimos al pueblo ya sabían todos que íbamos las dos muy peripuestas por la ciudad.
¡Ay que cosas hace la envidia! Pues mujer si nos has conocido “salúdanos”. En fin es que esa se creía que siempre íbamos a ir con la ropa del campo. Pues mira a mí me gustaba siempre llevar ropa para cambiarme y ponerme limpia cuando volvía a casa del campo.
En el pueblo cuando terminaba de aviar me gustaba arreglarme y bajar al taller con tu padre a hacerle un poco de compañía mientras sacaba a los chicos a pasear y siempre me encontraba a alguna que me decías ¿te vas de viaje...?
En tu pueblo no había esa costumbre. Solo se cambiaban para ir al médico o para bajar a otros pueblos.
Pero mi pueblo esto era costumbre. Claro es que es mucho más grande.
Te ponías muy guapa para ir al baile, a pasear a la carretera o a buscar agua a la fuente.
A mí me gustaba cantar mucho. Cantaba cuando recogía la casa, cuando iba al campo o cuando lavaba en el lavadero.
¡Qué canciones echábamos!
Un carretero fue a misa y no sabía rezar.
Y a los santos les decía
Arre burro, pasa allá.
Y unos dichos que no sé quienes se los inventaría
Anda cochina a fregar
Que el agua ya esta caliente
Y el estropajo da gritos
Que hasta la calle se sienten.
Pasó un rato en el que se hizo un silencio.
-Ha pasado un ángel. Dijo la hija levantando la vista.
Mientras hablaba se había quedado dormida.
-¡Cómo se le notan los años!
Mientras se preparaba un café, miró por la ventana como había empezado a llover después de meses y meses de sequía.
La tierra absorbía el agua con voracidad. Caía de forma torrencial y salpicaba los cristales y las repisas de las ventanas. En la calle arrastraba las hojas y la tierra. Y lavaba casas y coches, bancos y calles y todo parecía más limpio y nuevo...
El cierzo había traído y llevado el polvo de un lado a otro formando una capa blanquecina que ahora estaba desapareciendo.
Respiró profundamente y sonrió. Agradecía a la naturaleza este baño natural que cambiaba cada detalle haciéndolo diferente.
Mientras tanto la anciana de aspecto menudo dormía profundamente en el sofá ajena a la tormenta que estremecía la ciudad.
Suavemente se acercó y la cubrió con una manta.
-duerme tranquila, mamá, ahora estoy yo aquí.
 

(Dedicado a todas las madres)


 

©Escrito por camelia

 

 
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