POBRE HOMBRE

por Camelia

 

Hay días en los que uno preferiría no tener que levantarse de la cama para ir al trabajo.

Son días en los que mentalmente estas todavía con el cansancio del día, de la semana o del mes anterior, que se ha ido acumulando y se sabe de antemano que la carga del día que empieza si todo sigue igual se acumulara también.

Lo que menos te apetece es volver a ver esa cara que tan bien conoces, esos malos modos y tantas circunstancias externas que te agotan y que no dudas que de nuevo hoy van a repetirse.
Es entonces cuando necesitas respirar profundamente más de una vez y pensar: ¡vamos, vamos, vamos, no puedes quedarte en la cama, tienes responsabilidades que atender! Y te levantas y haces lo de todos los días y te diriges al tajo.

La vocación en el trabajo es fundamental. No solo es necesaria para que la vida laboral no te agote al poco tiempo sino que en las profesiones en las que se requiere el trato directo con la gente es imprescindible demostrar que te interesan las personas en cualquier ámbito y mas aún si son enfermos.

La vocación es la que nos ayuda a seguir adelante en los momentos difíciles. La que nos recuerda porque elegimos hacer lo que hacemos y no otra cosa. La que rememora los días buenos, llenos de gratitud, que hace que se vayan olvidando los malos momentos.

Así que todo lo que te hace daño física y psicológicamente es necesario curarlo y apartarlo de nosotros lo antes posible. No debe interrumpir en el nuevo día. El cerebro pone en marcha la memoria selectiva y de este modo podemos seguir tratando temas difíciles, crueles y enfrentarnos a la tristeza y al sufrimiento.

Preferimos recordar lo que nos hace felices pero un pequeño resorte, como es una injusticia, una desgracia, el sufrimiento propio o ajeno, hace que se ponga en marcha esta parcela que revive de nuevo el pasado y que toca la parte de contradicción que cada uno de nosotros lleva dentro. De este modo comparamos distintas circunstancias, valorando lo que se hace con lo que debería hacerse y sobre todo lo que nosotros en primera persona llevamos a cabo.

El hombre de este caso es de los que no se pueden olvidar. Los años pasan pero el recuerdo de las horas compartidas permanece intacto, y las cicatrices que deja son las que te muestran que este pasado fue real.

Gerardo era un pobre hombre.

Un enfermo crónico que cada año y casi siempre para el otoño e invierno pasaba, meses y meses en el hospital.

Tenía el record de ingresos y el más duradero de ellos fue en el que estuvo dos años seguidos sin salir nada más que unas horas.

Era muy conocido por todos. Los mas asiduos se denominaban a si mismos como “ratas de hospital”; porque se conocían todos los recovecos del centro en el que pasaban tanto tiempo.
Se sabían todos los cuchicheos por oído propio o por transmisión de los acompañantes.

En el tiempo libre se dedicaban a pasarse información de unos a otros. Y siempre habia espía doble que pasaba y recogía más información.
Verdaderos expertos que sabían de todo más que nadie. Cuestionaban cualquier maniobra que se les realizaba cuando no conocían al personal sanitario que les atendía.

Conocían las caras e incluso el nombre del personal antiguo y muchas veces exigían ser tratados solo por ellos. Esto no siempre era posible, sobre todo en periodos de vacaciones o festivos en los que era imprescindible que otros profesionales ocuparan por unos días el puesto de los ausentes.
En este caso es cuando se necesita transmitir más seguridad en cada movimiento y en cada respuesta hasta que pasas el examen y dicen:

- Con lo jovencita que se te ve, he pensado…esta será alguna aprendiza. Pero veo que tienes garbo y buena mano.

Terminabas el trabajo y sin entrar a dar explicaciones de tu experiencia anterior decías:

- Bueno ya está, lo dejo que tengo que seguir con otras curas. ¡hasta luego!
Cerrabas la puerta, respirabas y te dirigías al siguiente cuarto.

Gerardo tenía poco más de 50 años y su enfermedad, como otras en Reumatología era genética, crónica y degenerativa. Su deterioro, progresivo, no tenia cura, pero con cuidados paliativos, la medicación adecuada y la higiene mejoraban notablemente tanto su aspecto como su calidad de vida.
En el caso de Gerardo cada uno de los ingresos que se iban sucediendo eran por mas tiempo y más conflictivos.

Pocos días después con atención sanitaria, medicación pautada e higiene escrupulosa se conseguía que el dolor fuese menor e incluso desapareciese durante horas y con ello el estado general daba un cambio radical.

Se le hacían dos curas diarias como mínimo y se le cambiaba toda la ropa que estaba en contacto con él incluida la ropa de cama.

Cuando alcanzaba un nivel óptimo de autonomía se le daba el alta aunque siempre terminaba con la frase:
-No tardare mucho en venir, no os despidáis tanto.

Otros enfermos con el mismo diagnostico que él hacían una vida casi normal dentro de las limitaciones propias de la enfermedad y solo en casos de rebrote agudo acudían para ser reajustados los tratamientos que llevaban. Tras unos días o semanas, se marchaban largas temporadas a casa.

Muchos de los enfermos que llevan años de evolución en su enfermedad, suman poco a poco nuevas patologías que requieren de revisiones habituales y periódicas.
Si es complicado de tratar cuando se siguen las órdenes de tratamiento, es imposible si no se tiene intención de colaborar.

Gerardo en cuanto volvía a casa, no hacia nada de lo que se le aconsejaba, de este modo en poco tiempo volvía a recaer con otro brote mayor al anterior y había que ingresarlo de urgencias.
Gerardo vivía con su mujer casi en la indigencia.

El matrimonio habían engendrado dos hijos que habían muerto antes de nacer. Después ella ya no pudo tener mas.
El único sustento que entraba en la casa era lo que ganaba ella, limpiando durante la mayor parte del día. Pero con ese dinero apenas les llegaba para los vicios que tenía este hombre: bebida, tabaco, comida especial solo para él y cuando estaba mejor se iba con alguna que otra mujer a pasar un rato.

A la mujer hacia años que la maltrataba y le había jurado matarla si lo abandonaba.
El tiempo que él estaba ingresado era cuando podía dormir tranquila y el temor de que viniese borracho y la emprendiese con ella.
En cuanto llegaba a casa, a la mujer se le multiplicaba el trabajo porque le hacia la vida imposible. Hacia lo que habia hecho toda su vida y no llevaba ritmo de comidas, ni de medicamentos y menos aun de higiene, en pocas semanas empeoraba rápidamente y su situación mas aguda obligaba a una nueva visita al hospital y un nuevo ingreso.

Cuando subía a la planta exigía una habitación para el solo. No dejaba descansar porque él llevaba su horario y su trato y su comportamiento eran difíciles de soportar para el que ocupaba la cama de al lado. Si esto no era posible por falta de camas, era el compañero de la habitación el que aborrecido de su compañía pedía el alta voluntaria.
Cualquier cosa antes que seguir en el mismo espacio. Decían:
-Estoy mal, pero es que además voy a salir desquiciado. Prefiero irme a casa y por lo menos allí podré descansar y comer porque desde que esta este señor la comida me cae mal en el estomago.

Al final se opto por dejarlo solo porque era un enfermo que no se adaptaba a las normas aunque se las sabia de memoria.
El alojamiento y los cuidados del hospital estaban supeditados a sus caprichos.

Protestaba por la comida, aunque previamente se le preguntaba que le apetecía comer y se le mostraba el menú. Cuando le entrabas la comida no quería comer. Pero además para evidenciar su rabia, desmenuzaba el contenido de los platos sin probar bocado y después tiraba todo por el suelo, la cama, la mesilla o por el pijama con lo que había que cambiarlo a él y limpiar de nuevo la habitación.

Nunca podíamos saber si comía algo. Cuando intentabas ayudarle a darle la comida, decía que comería mas tarde. Al rato cuando volvías ya había aprovechado el intervalo para revolver todo.
Con lo que cuando se anotaba en su hoja de evolución la cantidad ingerida casi siempre era lo mismo: no quiere comer o ha tirado la comida

Si se le preguntaba respondía:
- Ya he dicho que esto es mierda y quiero comer comida de mi casa que saben mis gustos.

Como era un hombre extremadamente delgado, dejar de comer suponía que su estado general empeorara y a su vez aumentara la estancia.
Los ingresos repetidos y cada vez más cercanos hicieron que se considerase la posibilidad de que trajeran la comida de casa. En el office pusieron un hornillo eléctrico (Entonces todavía no había microondas) y en él le calentaban la comida que le traían de casa.

Tenía una espondilitis anquilosante que había deformado su cuerpo hasta dejarlo como un sarmiento y una la psoriasis que no dejaba ni un espacio de su huesuda piel sin escaras.

Caminaba cada vez mas encogido y muy despacio. Estaba muy envejecido para su edad pero es que además era muy fumador Sus dedos amarillos y sus uñas casi marrones y largas como un ave rapaz daban buena prueba de ello. Había que negociar para que se las dejase cortar; ya que con ellas se hurgaba el resto de los orificios de su cuerpo y siempre estaban sucias aunque se le lavasen a menudo.
Como fumador empedernido desde hacia años no respetaba ningún espacio ni miraba donde encendía su cigarrillo. Fumaba donde quería, había ceniza en la habitación, en el baño y cuando tenia un día mediano de humor se acercaba a la sala de familiares o al recibidor. Su aspecto era sucio aunque llevaba la ropa recién cambiada.
Apenas se relacionaba con el resto de los enfermos que ya podían estar en el cuarto del televisor.

Parecía el patriarca de un clan. Era una familia extraña, huraña. Todos se callaban y tenían asumido este trato desde hacia años como algo normal, que todos tenían que comprender porque bastante tenia con lo que tenia.
Los fines de semana venían todos a verlo, era una familia numerosa y se las arreglaban para pasar por distintos sitios del hospital y en la habitación siempre había mucha gente, hablando todos a la vez y los juramentos y las voces se escuchaban en el pasillo.
Cada día le tocaba a uno u otro irse con algún comentario desagradable como le llevaran la contraria o le indicasen algo para que mejorase antes.

Cuando se quedaba solo vagabundeaba de un lado al otro de la habitación y solo con el roce de la ropa, las pústulas del cuerpo, caían al suelo y si se frotaba o restregaba, la tela del pijama y de la cama se llenaba de sangre o del líquido que supuraban las ampollas.
Rara vez colaboraba a la hora de las curas. O no le apetecía o tenia sueño y había que dejarlo y volver a lo largo del día.

Cuando se presentaba el momento siempre que podíamos íbamos dos personas y de ese modo mientras intercalábamos alguna palabra con él para romper el hielo comenzábamos a preparar todo para la cura. . Se intentaba que durase lo menos posible para que aguantara sin ponerse a despotricar como hacia la mayor parte de las veces.
Se acordaba de todos los santos del firmamento.

De pie y desnudo sobre una sabana en el suelo era el modo más fácil de curarlo y de recoger las escamas de su cuerpo. Una enfermera por la espalda y otra por el pecho con sumo cuidado limpiaban todo su cuerpo plagado de pupas y de ese modo las pústulas mas secan caían y el resto se dejaba limpio y despues se le daba a todo el ungüento que se preparaba en la farmacia especialmente para él.

Al terminar recogíamos lo antes posible y nos íbamos con la boca cerrada pero con la cabeza llena de pensamientos que seguían con perdóname señor.

En los días buenos después de la cura a primera hora le decíamos:
-Descanse si quiere un poco hasta la hora de comer.
Al poco rato los ronquidos se oían hasta en la planta de abajo. Era como un tren cuando entraba en la estación. Ese día parecía fiesta en la planta y las miradas de complicidad eran de: ¡cuidado que no se despierte! No nos importaba que pareciese que estábamos en una estación. Comparado con sus blasfemias este sonido era música celestial.

Evidentemente la psoriasis y la artrosis habían contribuido a su aspecto, pero lo que hacia de él, un individuo que provocaba rechazo era su comportamiento. El no era el único que convivía con esta enfermedad tan común en reumatología y dermatología; los hay y muchos, pero no he vuelto a conocer a un enfermo de estas características.

Sabíamos que su enfermedad, le producía dolor y eso hacia que los malos modos que utilizaba la mayor parte del tiempo se le pasasen por alto en la planta. Aunque cuando te mandaba a la mierda, la paciencia se escondía y le dábamos un toque y le hacíamos ver que no estaba solo y que su comportamiento debía adecuarse a las normas, porque sino no podíamos hacer nuestro trabajo.
Entonces el se tomaba la revancha y no se levantaba al váter y se hacia todo encima.
Siendo conocedor de lo importante que era la higiene para que la psoriasis no se infectase, se pasaba el turno llamando al timbre y teníamos que cambiarlo un número indeterminado de veces.
El timbre de su habitación echaba humo el día que estaba de: “me la haces me la pagas”.

Su mujer era la antitesis, un rostro dulce y unos ojos llenos de dolor y ausencia. Dedicaba la mayor parte del día a fregar y limpiar casas, locales, restaurantes o colegios. Cuando terminaba la jornada acudía con la comida al mediodía y con la cena por la tarde. ¿Cuantos días se quedaría sin comer para poder acudir al hospital? El día que no trabajaba se pasaba las horas acompañando y cuidando de su marido.

Él la esperaba como un lobo enjaulado y siempre tenia algo que decirle.
¿Dónde has estado? ¿Con quien? ¿Cómo vienes tan tarde? ¡Das asco! ¡Inútil!
¿Qué me traes ahí?...

Era imperdonable la crueldad con la que trataba a su mujer es estos momentos. No podía justificarse en ningún caso puesto que no era un loco, ya que el psiquiatra lo había reconocido y sabia hasta donde y con quien podía pasarse. Era un mal hombre, al que se le sumaba esta enfermedad.

La mujer caminaba encorvada como una sierva que se retira de su amo. Y el la trataba con palabras llenas de reproches que no merecía. Esta mujer también tenía una artrosis que habia deformado casi todos sus huesos y sufría sin decir nada. Llevaba la piel siempre roja o amoratada y en el invierno los sabañones y heridas sobre heridas en las manos destrozadas por el agua y el trabajo duro eran visibles porque sus manos eran el resumen de su vida. La vista se iba sola a esta parte del cuerpo

Cuantas veces lloraba a escondidas en el pasillo, cuando el dormía. La recuerdo con su falda marrón y suéter rojo y unas gruesas medias ortopédicas que al llegar a los pies se escondían en unas humildes zapatillas de felpa.

Lo peor de todo era que siempre la había tratado a palos.
Si alguien tenía la tristeza y la desesperación reflejada en el rostro era esta pobre mujer callada que aguantaba todas las groserías de este hombre que jamás había trabajado, había vivido de la caza furtiva, cuando se conocieron pero de esto hacia muchos años. Poco despues cuando se prohibió ya no volvió a hacer nada.

Un día a la pregunta de porque aguantaba tanto su respuesta fue:

- Le tengo pánico y él lo sabe. Soy una cobarde pero o lo aguanto o me mata. Me la tiene jurada.

- Pero él está ahora la mayor parte del tiempo ingresado, como no aprovecha la ocasión y cambia de vida alejándose lo más lejos que pueda.

-Aunque quisiera no podría porque su familia me vigila continuamente. No tengo escapatoria.

Un poco antes de cumplir los dos años de su ingreso, Gerardo abandono el hospital por unas horas para asistir a un entierro. Salió, vestido con un traje que le trajo su hermana y lo llevaron al cementerio.

En el tanatorio estaba el cuerpo sin vida de la pobre mujer que habia compartido más de treinta años de su vida con él y que una tarde a la salida del hospital, acabo arrojándose por una ventana.
Para todos fue una noticia terrible. Nos impacto por lo inesperada y sobre todo porque siempre que conversaba era la resignación la que hablaba y nunca la rabia. Le teníamos cariño porque nos parecía que la vida era muy injusta con ella.

Cuando llego el enfermo de enterrar a su mujer fuimos a la habitación para ayudarle a quitarse la ropa de calle y vestirse con el pijama. Al mismo tiempo que todas le dábamos el pésame. Sentado en el borde de la cama y con la mirada clavada en el suelo sentí pena por él.

Nunca olvidare las rabiosas palabras que salieron de su boca en mi presencia:

- ¡La guarra, la asquerosa, la hija de putaaa!. Me ha dejado solo...repetía una y otra vez.

Ni una lagrima, ni un sentimiento de dolor, ni un pensamiento de amor. Solo era él hasta en estos trágicos momentos.

- ¿Que voy a hacer cuando salga de aquí…?

Y a su propia pregunta seguían los insultos de nuevo.

Es una escena difícil de borrar. El tiempo ha pasado pero en mi se grabó de tal forma que la recuerdo como entonces.

Poco tiempo después me traslade y lo perdí de vista.

Siguió siendo habitual en sus ingresos largos y en su comportamiento. Una de sus hermanas se ocupaba de él y le llevaba la comida.

Sobrevivió a su mujer muchos, muchos años más.

Es lo último que supe la última vez que pregunte por él.

 

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