“¡Ehh! ¡Tú y yo! ¿De donde ese
odio estéril?”
Dijo él entre perplejo y atónito
“Es que, nos conocemos desde los principios.
Y somos de igual densidad y sabor”
Respondió ella. Fija la mirada, en esos
0tros milenios
La sombra le nacía desde sus talones y se hundía
oscura en la amarilla arena; el rostro perlado de sudor nuevo.
Contempló incrédulo y extasiado las sensuales-calientes-ondas
del inextinguible desierto dorado que se perdían en lontananza
sin perder el ritmo. Se dejó fluir en unidad con el espíritu del
indómito aire tibio. Que besaba arrogante la arena cálida sin
asomo de compromiso débil, sino como expresión de libre salvaje
amor.
Pasó raudo por su mente el cuando, niño todavía, con
la mordedura en la piel del -viento tenaz e indómito- hijo del
temido simún y de la madre arena devoradora de mil huellas de
agotados viajeros, debía espalda mojada, hombre chico con
responsabilidad de hombre grande, ignorar los infantiles
devaneos y absorber juegos serios de hombre maduro para que, las
arrugas se atrasaran un algo en surcar el correoso rostro urgido
por el seco sol vertical, de su adusto padre.
Estaba él -ahora aquí- de vuelta. Después de
cincuenta y ocho años de espera paciente. De su agenda de
viajes, de los muchos soñados y anotados, había realizado solo
dos. Uno -el primero- pleno de urgencias, al país que lo acogió
cuando debió abandonar padres y patria, bajo cruel dominio
turco. Y este -el segundo y actual- de retorno para respirar una
vez más, sus raíces. Es que –pensó ahora- en verdad era él, de
pocos cambios y no le quedaban ya parientes en “el país” como
llamaban ellos allá en el lugar que lo acogió, a su patria
amada, soñada, lejana. Y nunca borrada del corazón.
Se visualizaba, asido a la humeante taza de café negro y
aromático, en el café donde se reuniría luego de este instante
íntimo, con sus compañeros de viaje.
Retornó porque intuía que no podría reposar en paz “con sus ya
cansados huesos” si no recorría otra vez esas callejuelas
polvorientas o no acudía al zoco a recrear su vista en la ropa
abigarrada de los mercaderes y alegrar el oído con el argentado
tintinear de las esquivas rupias -en su tiempo de niño
asombrado- al cambiar ágiles de mano en conversada transacción.
Verdad, pero no toda. En su fuero interno, quería aunar la
vivencia del niño, que fue con la madurez del hombre de hoy.
Ansiaba oler, visualizar su casa de la niñez arrebatada por el
poder turco y en manos ahora de los nuevos “herederos del
dominio brutal” Estaba en sus planes el ubicar a la actual
dueña, una señora judía creía. Y contarle de la reminiscencia
anidada en su corazón y rogarle que en amistad olvidadora de
agravios y perdón mutuo, le abriera al hogar de otrora para
palpar con emoción esos ladrillos rojo-viejos con la vivencia de
los años primeros, respirar su dormitorio de niño con su olfato
de hombre maduro. Y le invitara al cálido café de la
hospitalidad. La despedida de la nueva amiga -pensaba- sería
imborrable y sacudiría fuera de su corazón el triste recordar
del robo de su casa y la huída +para salvar su vida y que le
desdibujara la imagen de los padres amados.
Sus padres luchadores hijos de la arena y el viento
inhóspito, lo habían forzado a irse para salvarlo de la
hecatombe que sabían, venía. Ellos permanecerían para salvar de
pie: “honor y patrimonio” Perdieron en el acto el último. En
dramática y obstinada permuta, salvaron el intransable honor,
entregaron la vida. Desechó ese pensamiento triste. Por
décadas su compañero pertinaz en cuanto caía su cansada cabeza
en la almohada, luego de la búsqueda a brazo partido de la
huidiza rupia.
Allá en su segunda patria. Aceleró el cansino paso. Limpió
la mente y al llegar donde sus amigos allegó una silla y se unió
al recuerdo tatareando retazos de rescatadas canciones de la
niñez conjunta e impacientes por la demora del dorado espumoso
café bajo el alegre y dictatorial sol de la re-encontrada patria
de sus ahora cantarines corazones.
Rodó con fuerza a su memoria -al ser capturados sus
rientes ojos por la historia que le contaba en sus imágenes
bordadas en hilo de oro y musicada por las evocadoras canciones,
el mantel de la mesita de café- el viejo recuerdo cincelado en
carne viva y recurrente en su alma, del cuando se despedía de su
padre al partir a desconocida tierra y a esperanza nueva. La
infantil mente retozando en aventuras sin fin y no visualizando,
en su egoísmo de niño, el cariño sufriente del padre. Al que
jamás ya vería.
No lo pensó en ese entonces el niño. Le hubiera
bastado para saber, si hubiese escrutado -¿cómo un niño podría?
si solo el dilatado vivir concede ese conocer- la opaca mirada
del hombre que con el alma hendida por el lanzazo del certero
saber oriental “El destino se abate sobre nosotros con la fuerza
avasalladora del simún salvaje” sabía el hombre que lo perdía,
sin que el ansia egoísta e inocente de un niño amado revertiera
el inexorable susurro mortal:
“¡Hombre, Graba en el globo de tu ojo por siempre su
dulce despedir y olvida ya! Déjalo ir y asume tu árido destino,
arbusto del desierto. Que germine la semilla nueva. ¡Deja ya,
sus dulces balbuceos y suaves caricias no te pertenecen ya!”
En el atardecer adormilado de palmeras y sol. Y con
el dulzor flotando en la golosa comisura, del sensual pastelillo
de hojaldre cuyo sabor conocía ya Alejandro “el de los dos
cuernos” y con el amistoso arak arañando sus deleitadas
entrañas, es que contempló con vista nerviosa desde el alto de
la suave colina el nunca olvidado ”aunque pasaron mil años”
perfil de la casa.
Y recordó las historias secretas escondidas en cada
recoveco y en esa sombra movediza que renacía cambiante con el
deslizar cómplice del sol.
Venció ya la última reticencia cobarde y se lanzó
cerro abajo con el ímpetu del otro tiempo, fantasmal y fiel,
esperaron pacientes su retorno en la quietud del valle. Y le
contaban -por si lo olvidó- de las vivencias antiguas.
Bajaron pletóricos en horda loca, danzando en
murmullo ensordecedor y creciente. Los recuerdos enredados entre
los mismos árboles y aromas del ayer que mágicamente se hicieron
de hoy. También iba con ellos, la vivencia del café. Y en su
corazón iba -acunada- la naciente amistad que ya sentía por la
desconocida usurpadora y moradora de la propiedad.
En el rápido descenso se fueron agregando en tropel,
ansias muy ya olvidadas que se hacían presentes, con el sabor al
bosque donde fue gestada o en el rememorar de los rumorosos
besos con sabor de niño tomados presurosos en algún recodo de
agua y hierba, a una u otra de sus cándidas primas.
Así, este ejercito etéreo e imparable, arremetiendo como en
dimensión paralela y arrasando árboles, senderos, agua y
cualquier obstáculo visible e invisible se vio -sin en
modo alguno proponérselo- posesionado de la casa de natural
manera y todo fue mágico y restituido y vuelto al imposible
antes. Elías, mi tío, no percatado del cambio sutil
del que era inocente instigador, recorría - reconociendo con
familiaridad confiada, un clavo aquí, un trozo de muro
descascarado allá- los pasillos amados en busca de la
propietaria para contarle de él y saber de ella. La señora sí
que percibió brutalmente con el alma encogida, el cambio sutil
en el ambiente. Se aterró al vibrarle que la casa le era ahora
-de alguna manera rara- hostil y ajena. Fue repelida. Lo supo.
Se remató su convencimiento al ver a ese extraño
gesticulante dentro de su, ya no, privacidad. Y sin necesidad de
pensar, es que, con decisión ancestral de raza sufrida, emitió
corta y perentoria orden a su único protector, ese perro de raza
fiera que como aceitado portalfanje ejecutor, sin indagar
legitimidad en la orden, se aferró penetrante y desgarrador a la
enemiga y desprevenida pierna del perplejo visitante. Elías
arrastrado a cruda realidad dejando gotas horrorizadas de su
sangre en el pavimento y disipados en el éter; aromas, sabores
de antaño y perdida la lealtad de la horda de recuerdos que bajó
con él para adueñarse por un sólido fugaz instante de la casa y
que le otorgó felicidad vívida por algunos intensos momentos.
Supo que sus re-encontrados etéreos compañeros puestos en fuga
ya no estarían más en su vivir.
Salió al empedrado patio soleado, el que ignorante
del drama de su antiguo dueño, lo contempló impávido. Desde lo
alto de la colina, ella - justiciera y dueña del sitio- con el
ya calmado guardián sujeto a su firme mano, asistía con placer
vengador al alejamiento del que jamás supo quien era o qué era.
Sólo le interesó saberlo como una amenaza sorda y oscura a su
tranquilidad y al honesto sentido de propiedad.
Elías se retiraba con carne herida, cojera nueva y
congoja antigua, que nada tenía que ver con derechos de
propiedad o recuerdos y sí, con humanidad y sentimiento de
amistad entre las personas. El había querido acercar su espíritu
a la mujer, confiarse a ella, volcar su corazón viejo,
espontáneo, entregarle sus penas y recibir -en amoroso canje-
las de ella y así con férreo vínculo, sortear los desencuentros
entre personas y en ampliándose, restañar las de las razas.
No la culpó “primó el ancestral temor a lo
desconocido” se decía y repetía. Sabía sí, que la oportunidad de
abrazarse a su querido hogar, había pasado. Asimismo se esfumó
en lontananza la cálida oportunidad de pasar por sobre el
prejuicio separador y el desamor milenario -ejerciéndolo en una
persona primero y luego ampliar el amor a todos- Estaba
extinguida la posibilidad. Jesús una vez dio el ejemplo, sanando
a solo uno inicialmente, pero amando a todos a su través.
Se retiró rengueando con la pierna pero con rengueo
más profundo en un corazón encogido. Apartó sin ver un guijarro
polvoroso y emprendió lento, con la vista ya en el lejano mar
allá abajo -y con mil cansancios viejos adentro- el descenso de
vuelta al hogar de allá. Su hogar.
“¡Su Hogar!” ¡Sí! Es -ahora- que una asombrosa luz
ígnea se hizo -cual con Saulo pasó- en él. Con estallidos
lumínicos en su interior y sacándolo de cavernas estrechas,
lanzándolo certera a abismos de luz y gritándole e inundándolo
de un gozo casi insoportable:
“El lugar nuestro. Es ese donde están nuestro
cuerpo, mente y corazón. Y ese ahora y aquí es nuestro todo
único y realmente lo que somos y tenemos”.
Emprendió el retorno a sí mismo “a su interior” y a
su patria adoptiva con corazón gozoso, dilatadas esas íntimas
membranas y sereno, asumiendo un vivir nuevo. Ya que el Dios de
todos le indicó ¡ahora y aquí! claramente, la enseñanza perenne
del amor. |