Mi tío Elías

Jorge Carmi

 

“¡Ehh! ¡Tú y yo! ¿De donde  ese odio estéril?”

Dijo él entre perplejo y atónito

“Es que, nos conocemos desde los principios.

Y somos de igual densidad y sabor”

Respondió ella. Fija la mirada, en esos

0tros milenios

 

 

            La sombra le nacía desde sus talones y se hundía oscura en la amarilla arena; el rostro perlado de sudor nuevo. Contempló incrédulo y extasiado las sensuales-calientes-ondas del inextinguible desierto dorado que se perdían en lontananza sin perder el ritmo. Se dejó fluir en unidad con el espíritu del indómito aire tibio. Que besaba arrogante la arena cálida sin asomo de compromiso débil, sino como expresión de libre salvaje amor.

 

            Pasó raudo por su mente el cuando, niño todavía, con la mordedura en la piel del -viento tenaz e indómito- hijo del temido simún y de la madre arena devoradora de mil huellas de agotados viajeros, debía espalda mojada, hombre chico con responsabilidad de hombre grande, ignorar los infantiles devaneos y absorber juegos serios de hombre maduro para que, las arrugas se atrasaran un algo en surcar el correoso rostro urgido por el seco sol vertical, de su adusto padre. 

 

            Estaba él -ahora aquí- de vuelta. Después de cincuenta y ocho años de espera paciente. De su agenda de viajes, de los muchos soñados y anotados, había realizado solo dos. Uno -el primero- pleno de urgencias, al país que lo acogió cuando debió abandonar padres y patria, bajo cruel dominio turco. Y este -el segundo y actual- de retorno para respirar una vez más, sus raíces. Es que –pensó ahora- en verdad era él, de pocos cambios y no le quedaban ya parientes en “el país” como llamaban ellos allá en el lugar que lo acogió, a su patria amada, soñada, lejana. Y nunca borrada del corazón.

Se visualizaba, asido a la  humeante taza de café negro y aromático, en el café donde se reuniría luego de este instante íntimo, con sus compañeros de viaje.

Retornó porque intuía que no podría reposar en paz “con sus ya cansados huesos” si no recorría otra vez esas callejuelas polvorientas o no acudía al zoco a recrear su vista en la ropa abigarrada de los mercaderes y alegrar el oído con el argentado tintinear de las esquivas rupias -en su tiempo de niño asombrado- al cambiar ágiles de mano en conversada transacción.

 

Verdad, pero no toda. En su fuero interno, quería aunar la vivencia del niño, que fue con la madurez del hombre de hoy. Ansiaba oler, visualizar su casa de la niñez arrebatada por el poder turco y en manos ahora de los nuevos “herederos del dominio brutal” Estaba en sus planes el ubicar a la actual dueña, una señora judía creía. Y contarle de la reminiscencia anidada en su corazón y rogarle que en amistad olvidadora de agravios y perdón mutuo, le abriera al hogar de otrora para palpar con emoción esos ladrillos rojo-viejos con la vivencia de los años primeros, respirar su dormitorio de niño con su olfato de hombre maduro. Y le invitara al cálido café de la hospitalidad. La despedida de la nueva amiga -pensaba- sería imborrable y sacudiría fuera de su corazón el triste recordar del robo de su casa y la huída +para salvar su vida y que le desdibujara la imagen de los padres amados.

            Sus padres luchadores hijos de la arena y el viento inhóspito, lo habían forzado a irse para salvarlo de la hecatombe que sabían, venía. Ellos permanecerían para salvar de pie: “honor y patrimonio” Perdieron en el acto el último. En dramática y obstinada permuta, salvaron el intransable honor, entregaron la vida.     Desechó ese pensamiento triste. Por décadas su compañero pertinaz en cuanto caía su cansada cabeza en la almohada, luego de la búsqueda a brazo partido de la huidiza rupia.

Allá en su segunda patria.      Aceleró el cansino paso. Limpió la mente y al llegar donde sus amigos allegó una silla y se unió al recuerdo tatareando retazos de rescatadas canciones de la niñez conjunta e impacientes por la demora del dorado espumoso café bajo el alegre y dictatorial sol de la re-encontrada patria de sus ahora cantarines corazones.

 

            Rodó con fuerza a su memoria -al ser capturados sus rientes ojos por la historia que le contaba en sus imágenes bordadas en hilo de oro y musicada por las evocadoras canciones, el mantel de la mesita de café- el viejo recuerdo cincelado en carne viva y recurrente en su alma, del cuando se despedía de su padre al partir a desconocida tierra y a esperanza nueva. La infantil mente retozando en aventuras sin fin y no visualizando, en su egoísmo de niño, el cariño sufriente del padre. Al que jamás ya vería.

            No lo pensó en ese entonces el niño. Le hubiera bastado para saber, si hubiese escrutado -¿cómo un niño podría? si solo el dilatado vivir concede ese conocer- la opaca mirada del hombre que con el alma hendida por el lanzazo del certero saber oriental “El destino se abate sobre nosotros con la fuerza avasalladora del simún salvaje” sabía el hombre que lo perdía, sin que el ansia egoísta e inocente de un niño amado revertiera el inexorable susurro mortal:

            “¡Hombre, Graba en el globo de tu ojo por siempre su dulce despedir y olvida ya! Déjalo ir y asume tu árido destino, arbusto del desierto. Que germine la semilla nueva. ¡Deja ya, sus dulces balbuceos y suaves caricias no te pertenecen ya!”

 

            En el atardecer adormilado de palmeras y sol. Y con el dulzor flotando en la golosa comisura, del sensual pastelillo de hojaldre cuyo sabor conocía ya Alejandro “el de los dos cuernos” y con el amistoso arak arañando sus deleitadas entrañas, es que contempló con vista nerviosa desde el alto de la suave colina el nunca olvidado ”aunque pasaron mil años” perfil de la casa.

            Y recordó las historias secretas escondidas en cada recoveco y en esa sombra movediza que renacía cambiante con el deslizar cómplice del sol. 

            Venció ya la última reticencia cobarde y se lanzó cerro abajo con el ímpetu del otro tiempo, fantasmal y fiel, esperaron pacientes su retorno en la quietud del valle. Y le contaban -por si lo olvidó- de las vivencias antiguas.

            Bajaron pletóricos en horda loca, danzando en murmullo ensordecedor y creciente. Los recuerdos enredados entre los mismos árboles y aromas del ayer que mágicamente se hicieron de hoy. También iba con ellos, la vivencia del café. Y en su corazón iba -acunada- la naciente amistad que ya sentía por la desconocida usurpadora y moradora de la propiedad.

            En el rápido descenso se fueron agregando en tropel, ansias muy ya olvidadas que se hacían presentes, con el sabor al bosque donde fue gestada o en el rememorar de los rumorosos besos con sabor de niño tomados presurosos en algún recodo de agua y hierba, a una u otra de sus cándidas primas.    

 

Así, este ejercito etéreo e imparable, arremetiendo como en dimensión paralela y arrasando árboles, senderos, agua y cualquier obstáculo visible e invisible se vio -sin en

modo alguno proponérselo- posesionado de la casa de natural manera y todo fue mágico y restituido y vuelto al imposible antes.           Elías, mi tío, no percatado del cambio sutil del que era inocente instigador, recorría - reconociendo con familiaridad confiada, un clavo aquí, un trozo de muro descascarado allá- los pasillos amados en busca de la

propietaria para contarle de él y saber de ella. La señora sí que percibió brutalmente con el alma encogida, el cambio sutil en el ambiente. Se aterró al vibrarle que la casa le era ahora -de alguna manera rara- hostil y ajena. Fue repelida. Lo supo.          Se remató su convencimiento al ver a ese extraño gesticulante dentro de su, ya no, privacidad. Y sin necesidad de pensar, es que, con decisión ancestral de raza sufrida, emitió corta y perentoria orden a su único protector, ese perro de raza fiera que como aceitado portalfanje ejecutor, sin indagar legitimidad en la orden, se aferró penetrante y desgarrador a la enemiga y desprevenida pierna del perplejo visitante.   Elías arrastrado a cruda realidad dejando gotas horrorizadas de su sangre en el pavimento y disipados en el éter; aromas, sabores de antaño y perdida la lealtad de la horda de recuerdos que bajó con él para adueñarse por un sólido fugaz instante de la casa y que le otorgó felicidad vívida por algunos intensos momentos. Supo que sus re-encontrados etéreos compañeros puestos en fuga ya no estarían más en su vivir.

 

            Salió al empedrado patio soleado, el que ignorante del drama de su antiguo dueño, lo contempló impávido. Desde lo alto de la colina, ella - justiciera y dueña del sitio- con el ya calmado guardián sujeto a su firme mano, asistía con placer vengador al alejamiento del que jamás supo quien era o qué era. Sólo le interesó saberlo como una amenaza sorda y oscura a su tranquilidad y al honesto sentido de propiedad.

            Elías se retiraba con carne herida, cojera nueva y congoja antigua, que nada tenía que ver con derechos de propiedad o recuerdos y sí, con humanidad y sentimiento de amistad entre las personas. El había querido acercar su espíritu a la mujer, confiarse a ella, volcar su corazón viejo, espontáneo, entregarle sus penas y recibir -en amoroso canje- las de ella y así con férreo vínculo, sortear los desencuentros entre personas y en ampliándose, restañar las de las razas.

 

            No la culpó “primó el ancestral temor a lo desconocido” se decía y repetía. Sabía sí, que la oportunidad de abrazarse a su querido hogar, había pasado. Asimismo se esfumó en lontananza la cálida oportunidad de pasar por sobre el prejuicio separador y el desamor milenario -ejerciéndolo en una persona primero y luego ampliar el amor a todos- Estaba extinguida la posibilidad. Jesús una vez dio el ejemplo, sanando a solo uno inicialmente, pero amando a todos a su través.

            Se retiró rengueando con la pierna pero con rengueo más profundo en un corazón encogido. Apartó sin ver un guijarro polvoroso y emprendió lento, con la vista ya en el lejano mar allá abajo -y con mil cansancios viejos adentro- el descenso de vuelta al hogar de allá. Su hogar.

            “¡Su Hogar!” ¡Sí! Es -ahora- que una asombrosa luz ígnea se hizo -cual con Saulo pasó- en él. Con estallidos lumínicos en su interior y sacándolo de cavernas estrechas, lanzándolo certera a abismos de luz y gritándole e inundándolo de un gozo casi insoportable:

            “El lugar nuestro. Es ese donde están nuestro cuerpo, mente y corazón. Y ese ahora y aquí es nuestro todo único y realmente lo que somos y tenemos”.

             Emprendió el retorno a sí mismo “a su interior” y a su patria adoptiva con corazón gozoso, dilatadas esas íntimas membranas y sereno, asumiendo un vivir nuevo. Ya que el Dios de todos le indicó ¡ahora y aquí! claramente, la enseñanza perenne del amor.

 
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