A mi gran amigo Dualeking.
Por su desinteresada e involuntaria inspiración.
El olor a césped recién cortado siempre le evocaba a su infancia. Y es
que Ángel Guttendörf –como ya dije en una ocasión- padecía de un
esporádico caso de sinestesia, es decir, sin estimulación psicotrópica
alguna, percibía olores o sabores de forma involuntaria al oír o
pronunciar ciertas palabras. Sin embargo, cuando en un jardín el césped
estaba recién cortado, la sensación era contraria, y era el aroma de la
verde hierba regada y pelada el que le creaba en su intenso
subconsciente, el recuerdo de una edad temprana.
El jardín, en el que un afanoso jardinero trabajaba, rodeaba toda la
villa, a excepción del serpenteado camino adoquinado de la entrada.
Dicha villa, que no por ser más grande y fastuosa era menos
destartalada, pertenecía a Friedrich Guttendörf, abuelo por línea
paterna de Ángel. Y era a él, a su idolatrado abuelo, a quien esperaba
impaciente tras los ventanales de la biblioteca, y tras los cuales, a la
tenue luz del atardecer, el rojizo horizonte se divisaba particularmente
hermoso. Los recuerdos de juventud bullían en su mente cada visita al
abuelo, y la biblioteca, era el centro de dicho recuerdo.
A sus treinta años, tenía la suerte de poseer idéntico número de
volúmenes que los contenidos en aquella cuidada sala de lectura. Incluso
más, si se añadieran los tratados médicos y compendios científicos
atesorados por su carrera. Pero los del abuelo siempre le atrajeron más,
ya fuera por la rememorada juventud, por el acabado dorado de las tapas,
la piel de sus cubiertas, o el incalculable valor de algunos de los
incunables.
Sumido en dichos pensamientos, vio llegar el coche de caballos
particular del viejo. El chofer le abrió la portezuela del mismo, y
éste, al salir, miró hacia la ventana, pues era allí donde siempre se
encontraba todo aquel que lo visitase, y cuando el principal mayordomo
le anunciaba de quién se trataba, normalmente él ya lo sabía. Al ver los
quevedos de su nieto, hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo, y él
le devolvió el mismo.
El abuelo pasaba por ser un hombre menudo, seco. Había nacido en 1769,
el mismo año que Napoleón, al cual combatió en Waterloo como capitán, lo
cual le servía para presumir, casi siempre en recepciones y galas, que
había nacido en el mismo año que el emperador corso, lo había vencido, y
aún vivía para contarlo.
Vestía un sencillo traje gris con chistera a juego. A pesar de sus
ochenta y un años, subía los escalones de la entrada con la agilidad de
un mozalbete. Su estampa era esbelta, aunque su baja estatura no le
escondía de parecer, a ojos de un proceroso fanfarrón, un alfeñique.
El abuelo de Guttendörf era un erudito inigualable, pero eso sí, dicha
erudición viraba más por el campo de las artes que de las ciencias, al
contrario que su nieto, que, no obstante, resultaba ser más omnímodo en
dicho aspecto.
La música –cuyo amor inculcó a Ángel- , la escultura, la pintura, la
arquitectura y, sobre todo, la literatura, eran sus más señaladas
pasiones, a las que, con poco reconocimiento, se dedicó desde niño.
En la biblioteca, a parte de las numerosas obras literarias, destacaban
un par de autorretratos; el primero era uno de los muchos que se hizo el
holandés Rembrandt; el segundo era del grabador alemán Lucas Cranach, el
viejo. Así mismo, en el interior de una hermosa vitrina, con un ajedrez
oriental en la parte superior, cerrado como el más apreciado tesoro de
la estancia, el abuelo poseía un busto de San Lorenzo, obra de Bernini,
artista que admiraba. Y es que el viejo Friedrich se consideraba un
crítico de arte portentoso, además de un talentoso creador, solo que su
genio aún era incomprendido. Guttendörf sabía que en los desvanes
guardaba miles de acuarelas y grabados, y en la misma biblioteca, junto
a las reliquias literarias de Goethe y Rousseau, se podían encontrar
muchos de sus poemas y narraciones, las cuales él mismo había crecido
leyéndolas.
Su vivacidad para la palabra y su elocuencia, cercana a la locuacidad y
la, a veces, molesta verborrea, resultaban pedantes para alguno de sus
interlocutores. Sin embargo, en presencia de su nieto, más por el
orgullo de ser su abuelo, que por un cambio servil en el carácter, todo
ese rasgo se comedía.
- Querido Ángel, ¿cuándo has llegado? – Saludó al entrar, en cálido
abrazo recibido con ternura.
- A Bonn hace una semana, a tu casa hace media hora.
- Siento haberte hecho esperar; los chicos de la galería me atan con sus
intentos de que me asombre con sus supuestos genios, y sí, hay alguno
con gran talento, pero deben descubrirlo por si mismos. Un genio
descubierto antes de ser genio, nunca será un genio. Mozart sólo habrá
uno. – Guttendörf esbozó una leve sonrisa. Una de ésas de conocimiento y
comprensión hacia la persona que se tiene delante. – Y dime, ¿cómo está
ese loco de mi hermano? – Quiso saber mientras los dos se sentaban y el
anciano se encendía un gran puro, luego de descubrir su testa y
despojarse de la chaqueta.
- Ha muerto. – Respondió con su frialdad, -sin crueldad-, habitual. Su
abuelo pareció no afectarse, exhalando el humo del puro, mirándolo con
placer.
- ¿Y cómo ha muerto ese botarate?
- En paz, junto a los suyos alrededor de su cama. Muy tranquilo. Muy
mayor.
- Hasta para morir ha sido perezoso: recuerdo cuando éramos unos
chiquillos, nuestro padre se irritaba ante su vagancia. La pierna
derecha le pedía permiso a la izquierda, y viceversa para echar a andar.
Era el tipo más gandul que he visto en mi vida.
- Sin embargo, se fue a América, y allí se quedó. – Terció Ángel.
- Yo creo que de haberle salido mal los negocios, hubiera aguantado lo
que fuese por no moverse de nuevo; celebro que haya muerto como él
deseaba. ¿Y dime, cómo están mis sobrinos?
- Karl tiene previsto marchar a lo que allí llaman, ‘’la conquista del
oeste’’. Es padre de diez hijos y piensa establecerse en una tierra
llamada Utah, muy lejos de Baltimore. Martha se queda en Maryland. Te
envía su más afectuoso saludo. Prometió venir a verte muy pronto.
- Ya veo que empiezan a echar raíces en Norteamérica. Sinceramente, me
costaría habituarme a ese país construido a retazos. Yo pienso que un
estado tiene, o debe tener, su rasgo, su sello particular. América es
acogedora de mucho, pero creadora de nada propio. Pasarán cientos de
años y no habrá en ellos nada puramente americano.
- Abuelo, permíteme no estar del todo de acuerdo con tu apreciación.
Incluso esa misma identidad de no tener nada característico, es ya un
sello específico. Con el tiempo, será reconocido como auténtico
americano. – Dijo Guttendörf con su melodiosa voz. El abuelo sonrió
bruscamente. Teniendo en cuenta que acababa de recibir la noticia del
fallecimiento de su hermano, dicha risa resultó inadecuada, aunque
claro, había que conocer y entender su mentalidad. Sentado cómodamente,
sirviendo para los dos una copa de coñac, como si tertuliara en un club
social, el abuelo sentía, a su modo, tan triste pérdida.
- Puede que tengas razón sobre ello. – Habló, paladeando el licor – Pero
yo, como europeo, siempre me inclinaré por las peculiaridades de aquí,
como este coñac francés, que viene a decir que es lo mejor que existe en
ese país de revolucionarios. Ahora cuéntame, ¿qué tal tu estancia en
Baltimore? ¿cómo es?
- Es muy inglesa. Está llena de emigrantes, sobre todo irlandeses. En
casa de tío Alfred no había sitio, así que hube de alojarme en un
pequeño hotel situado en una de las calles más emblemáticas, la calle
Lafayette. Y de la experiencia en dicho alojamiento es de lo que quiero
hablarte. La noche en que llegué, cuando pedí en la recepción una
habitación, al lado, en un banco de madera, dormitaba un hombre ataviado
con un largo y harapiento abrigo, más un gorro de lana que hacía cubrir
su rostro:
<<Vamos, sí, Helen, acoge a otro extranjero más, y haz que se sienta
como en su país, del que nunca debería haber salido>>
Fueron sus maleducadas palabras. Por el tono intuí su ebrio estado, y el
matrimonio que regentaba la pensión, me avisó de que no tomara en cuenta
lo que el señor Reynolds me dijera. La mujer, una de esas señoras
grandes y pecosas, me hizo la señal de beber con el pulgar hacia arriba
y con cara de asco.
Subí a la habitación, la cual, por su austeridad: (un robusto armario,
una mesita de noche, una lámpara algo oxidada), encontré bastante
cómoda; ideal para mí. La ventana miraba al puerto, donde el devenir de
mercancías y más emigrantes, harían que mis paréntesis de una materia de
estudio a otra, fueran más entretenidos.
- Imagino que no haría buen tiempo, hasta creo ya visualizar la escena.
– Insinuó Friedrich, que atendía curioso.
- Así es. – Confirmó el profesor. – Te soy sincero, abuelo, poco podía
hacer por la salud de tío Alfred, si acaso, esperar a que su final, como
así fue, fuera plácido. Así que, estuve casi todo el tiempo en la
habitación. Con los cristales de la ventana perpetuamente empapados y el
eterno gris oscuro del cielo de Baltimore. Recluido entre mis tratados.
Encerrado, con el sonido del puerto y la luz de la lámpara, junto a
ensayos sobre la anatomía de las múltiples razas humanas que iba
encontrando en un lugar tan cosmopolita. Y es ahí adonde quiero llegar
con este preámbulo, pues ya conozco tu predilección por los relatos de
misterio y las narraciones de terror.
- La novela gótica, como la están llamando en ciertos círculos.
Precisamente, el mes pasado recibí un tesoro literario incalculable, la
edición original de ‘’El castillo de Otranto’’, de Horace Walpole, la
novela que inauguró en el siglo pasado dicho género. Y…pero, discúlpame,
tú ya conoces mi divagación. Dime, ¿has vivido en América uno de esos
hechos misteriosos, dignos de un relato? – Preguntó el abuelo,
levantándose y corriendo las cortinas, encendiendo una sola vela. – Tu
historia necesita algo de profunda penumbra. – Guttendörf sonrió:
- No, exactamente. – Negó, ajustándose los quevedos. – Verás, una de las
noches en las que mi estudio era interrumpido por la lectura de la
noticia en el diario de una serie de crímenes, oí hablar a voces al
inquilino de la habitación contigua a la mía.
<<Vete de aquí, maldito borracho>> Bramó con voz estridente.
Al segundo, alguien golpeó en mi puerta. Abrí, y allí estaba, el
mismísimo señor Reynolds, el que dormía en el banco del hall, con su
abrigo gris, la gorra de lana del mismo color…
- ¿Y qué quería, dinero, tal vez? – Aventuró el abuelo.
- Acertaste. Excelente sagacidad. – Ratifico Ángel. – Era un hombre cuyo
rostro demacrado y purulento impresionaba funestamente. Tenía una frente
enorme, igual que los ojos, grandes como una ensaladera. Su mirada era
penetrante, y poseía un exiguo bigote que más parecía una fina raya
hecha con tinta.
<<Déme unas monedas, caballero. Las necesito para el coche de Boston>>
Me dijo. Su voz se asemejaba al piar de una alimaña enfermiza. Sentí
cierta compasión; sabía que me estaba mintiendo, y que el dinero lo
quería para alcohol, pero le di medio dólar. Cuando saqué del bolsillo
las monedas, comprobé que no dejaba de mirar hacia el interior de mi
habitación con suma atención. En dicha mirada, tal vez menos malévola
que la primera, quise hallar algo diferente, algo que no tuviera
relación con su desastrosa apariencia.
<< ¿Es usted escritor? >> Me preguntó. Le dije que no, que era médico.
Desee invitarle a pasar, sin importarme su alcohólico tufo o la presunta
mala condición advertida por los dueños. Empezaba a sentir una gran
curiosidad por aquel extraño. De pronto, sin pronunciar nada más y
evitando que yo lo hiciera, dio media vuelta, esfumándose con endiablada
velocidad y murmurando algo sobre los hielos del polo. Regresé a mis
tareas, encontrando dificultad a la hora de dormir, sin dejar de pensar
en el misterioso señor Reynolds.
- Pero al día siguiente, lo volviste a ver.
- Sí, pero en pésimas condiciones. Yo bajaba temprano, y lo encontré en
el rellano de la escalera, derrumbado por la bebida. Pernoctaba
totalmente desapercibido para los dueños en la recepción y demás gentes
que entraban y salían. Volví a subir, y bajé uno de mis abrigos,
echándoselo encima para arroparlo, pues era una mañana fría y debió de
haber perdido el suyo. Los presentes me miraron como si acabara de hacer
algo deshonroso. No les dije nada. Abrí el paraguas y salí a la calle.
Me dirigí al centro de la ciudad; tenía ganas de probar las infusiones
de un célebre café. Sin embargo, una muchedumbre formada alrededor de
una de las casas, me detuvo.
- ¿Otro crimen?
- Claro. Ves, abuelo, sabía que esta historia te gustaría.
- Tiene todos los visos de ser una buena narración de misterio.
Continúa, por favor.
- La víctima era la hija de un conocido banquero. En el cuarto donde se
encontró el cadáver, había desaparecido una considerable suma de dinero,
por lo que, según la policía, el móvil debía de ser el robo.
- ¿Y tú empezaste a sospechar del extraño señor Reynolds? – Dejó caer el
anciano, muy intrigado.
- Era obvio. – Correspondió Guttendörf. – Primero, la desaparición del
dinero con el que podría adquirir alcohol, segundo, su estrafalaria y
desdeñada imagen, y tercero, su luciferino rostro. Según el diario, los
asesinatos eran cometidos durante la noche. En todos hubo una, no muy
grande, desaparición de dinero. Y lo más importante, la tétrica
coincidencia, pues en las noches en las que él solía salir tras mendigar
dinero por las habitaciones del hotel, alguien era encontrado muerto en
las cercanías de la calle Lafayette al día siguiente. Las noches en las
que, por una temprana cogorza, no salía, nadie resultaba asesinado,
aunque esto lo conjeturé después. Al volver al hotel, la dueña que, pese
a su irracional desprecio por el señor Reynolds, parecía buena persona,
me contó su historia. Por lo visto, era hijo de un actor aficionado de
Boston. Con sus padres había viajado por casi toda Europa: Londres,
París, Roma…hasta que éstos murieron, quedando a vivir con un pariente,
un hombre colérico del que, quizá, heredó su afición a la bebida. El
familiar, harto de sus precoces borracheras, lo echó de casa. Tras ello,
deambuló de acá para allá sin rumbo fijo, hasta que conoció a su joven
sobrina, con la que se casaría muy enamorado. Lamentablemente, la chica
murió semanas después de una terrible enfermedad.
- Haciéndolo caer de nuevo al pozo del alcohol. – Agregó el viejo
Guttendörf.
- Se dejó arrastrar por la botella, vagabundeando, como un pordiosero
por las empedradas calles de Baltimore. Con una exigua pensión, la cual
era cobrada íntegramente por la dueña del alojamiento como pago por el
hospedaje, lo que llevaba a la mujer a decir que, en realidad, lo que
hacían era un gran favor.
- Esta historia me está atrayendo cada vez más.
- ¿Sabes? Yo a veces creo que la realidad es más dura y terrorífica que
cualquier fabulada historia. La vida del extraño pudibundo no había sido
fácil. Paseaba su tormento, su pena por la pérdida de su amada. Y en su
suplicio había algo de razón de ser y hasta de comprensión. En una de
aquellas noches en las que solía pedir limosna en mi puerta, comencé a
dar forma a mis sospechas. Tenía que, esta vez urgentemente, ir de nuevo
a Boston. Aún no he olvidado su fría y angustiosa mirada en aquella
relampagueante noche. Sus ojos eran cuchillas hundiéndose en mi
interior, el cual había sido invadido por una desesperante comezón por
salir de aquella escena; de que el suelo del hotel se abriera y me
tragase. Mi cuerpo temblaba de forma ostensible.
<< ¿Sabe qué es peor que la muerte? >> Me preguntó con voz de duende del
mismo infierno. Sólo me atreví a negar, impávido. <<Lo peor es la
seguridad, la certeza de que se va a morir. Su preludio. La certidumbre
de que su tártaro manto le envolverá, y le llevará para siempre>> Fueron
sus palabras exactas. Cuando ya, con un inaudible adiós, me disponía a
cerrar la puerta, una nueva pregunta lo imposibilitó: << ¿Y sabe cuál es
la peor de las muertes? >>. Formuló, enarcando las casposas cejas,
agudizando la vista de manera muy tenebrosa, pese a que no nos separaban
más que unos centímetros. Entre su nueva cuestión y mi segunda negativa,
se oyó un cercano trueno, dotando a la escena de algo más de terrorífico
suspense. <<Enterrado vivo>> Respondió por mí. Bajó la lúgubre guardia
de su mirada, y siguió hablando: <<Sale de un profundo letargo, abre los
ojos y la oscuridad le domina. No hay nada que pueda hacerle daño. Está
solo, y una apuntillada tapa de madera, bajo dos metros de tierra y una
inamovible losa, tan fría como un muerto de varios días, es lo único que
hay entre usted y la vida. No hay ente que aterre tanto. Al final, se
ahoga en sus propios aullidos, los cuales le despellejan la garganta,
hasta que la sangre también le asfixia. Quizá un forense, un médico,
como usted, dictamine muerte por esa misma asfixia, pero en realidad, de
lo que se muere es de miedo. Del terror que sólo el ser humano es capaz
de provocar en su intrínseca mente. Eso es el miedo>>. Disminuyó el tono
de su voz. Me había hipnotizado, hechizado o no sé qué, abuelo.
- Y ya no albergabas duda, él era el asesino.
- Sí, no había otra. Pensé que su desastrosa vida de indigente sería la
mejor de las coartadas. ¿Quién iba a preocuparse de un pobre errabundo
andrajoso que ni dormía en su pagada pensión?
- Pues yo, sin saber aún nada más de tu relato, creo que estabas
equivocado. – Afirmó el abuelo. – Normalmente, los mendigos apegados a
la botella, en el caso de que se atrevan a robar, lo hacen por unas
pocas monedas, y no sería un robo con violencia y ni mucho menos con un
crimen. Ha de ser un hurto, un descuido de un tendero al cobrar una
venta, o de una compradora al olvidar el cambio del producto adquirido.
La vida de esa clase de gente se tutela bajo la batuta, el sonido, que
produce el descorche de la próxima botella en su mente, el aire que se
escapa al abrirla, y el melodioso canto del líquido derramándose sobre
la copa. Ésa es su vida.
- Está bien, estoy de acuerdo. Pero permíteme recordarte las extrañas
coincidencias y su funesto discurso. – Alegó Guttendörf, sirviendo otra
copa de coñac a los dos y encendiendo su pipa de hueso de morsa. –
Piensa en que podría ser un claro caso de asesino a sangre fría, capaz
de llevar una doble vida, escondiéndose tras el harapiento abrigo y la
apariencia de un ser prescindible, pero que, por las noches, cuando
nadie lo espera, se transforma en un criminal de lo más abyecto. Pero
tienes razón, él no era el asesino. – El abuelo de Guttendörf sonrió
orgulloso. – El día siguiente de la muerte de tío Alfred, hubo comicios
locales, y nuestro extraño amigo, como casi todos los pedigüeños
alcohólicos de la ciudad, acudió a la plaza donde daban los candidatos
sus mítines, para, con su promesa de voto a cada uno de ellos, recibir
una pequeña gratificación. Horas después, y esto, según la versión de la
propietaria del hotel, sufrió un delirio que desembocó en una aparatosa
caída, provocándole un fuerte traumatismo en la cabeza. Fue llevado al
hospital, en el que se habló hasta de que podía padecer la rabia. Y yo,
ya sabes, animado por la curiosidad médica, acudí a dicho centro.
Presenté mis credenciales, aduciendo estar muy interesado en su caso y
ser un viejo amigo. Lo visité encamado, muy calmado, pero muy grave. No
dejaba de susurrar algo sobre el antártico y un explorador llamado
Reynolds. Entendí que era por eso por lo que lo llamaban señor Reynolds,
intuyendo que no era su verdadero nombre. Le pregunté por su estado, y
él se interesó por el mío, como si fuésemos dos amigos que conversaban
amigablemente en la calle. Seguía manteniendo en su forma de hablar algo
que cautivaba. No se parecía a los otros vagabundos que vi en la ciudad;
cambiaba el tono de su parloteo adrede. Pregunté a los médicos que lo
atendían, esperaban a la llegada de un pariente, pues no sabían aún
quién era. Caída la noche, fui a casa de tío Alfred para su homenaje,
cuando me dijo algo que me impresionó: <<Espero que ese asesino no deje
de matar, así, ni usted, ni nadie, volverán a sospechar de mí>> La
verdad, no supe qué decirle; nunca pensé que mi sospecha fuera tan
indiscreta.
- O eso, o podría ser que se tratara de un hombre de discernimiento
excepcional. – Consideró el veterano de Waterloo.
- Sí, el caso es que me dispensó: <<No se preocupe, volverá>> Profetizó
al salir. Por la mañana, después del velatorio, regresé al hotel.
Necesitaba descansar, poner mi cabeza en orden y preparar mi vuelta a
Europa. Cuál fue mi sorpresa cuando un montón de gente se aglomeraba en
la entrada. Decenas de personas encontré en la recepción. Oí a una
ciudadana decir: <<Pobre Helen>> gimoteando. El dueño estaba sentado,
cabizbajo, llorando igualmente, consolado por varias vecinas. Uno de los
policías me informó: <<Helen, la dueña, ha sido encontrada muerta. El
señor Will salió a pasear, como cada noche, y el asesino aprovechó la
nocturnidad, irrumpiendo en recepción para matarla de un duro golpe con
un martillo y llevarse el dinero de la caja>> Me quedé helado, cuando vi
el cadáver de la mujer tras el mostrador y con los cabellos embadurnados
de sangre.
- Por lo tanto, tu extraño amigo no podía ser el autor de los crímenes.
- Efectivamente. Es por eso por lo que, sintiéndome en deuda con él,
sabedor de su difícil situación y a pesar de mi fatiga, volví al
hospital. Lo encontré mucho más desmejorado que la tarde anterior. El
personal me permitió examinarlo; su continuas ganas de orinar, el olor
dulce de la orina, la deshidratación y la disminución de la presión
arterial, me llevaron a afirmar que había contraído una especie de
diabetes provocada por el abuso del alcohol; se estaba muriendo. Ya no
articulaba con la misma presteza: <<He escuchado que ha habido otro
crimen. Perdone mi macabro humor, pero para mí es todo un alivio>> Habló
con entrecortada voz y muy esforzado. Imaginé que era consciente de su
inminente final. Le comenté que la defenestrada había sido la dueña del
hotel. Y no hallé en él sorpresa alguna en su semblante. Manifestó
nuevamente, casi en susurro: <<Puede que ahora alguien inteligente como
usted, descubra quién es el culpable. Quizá esa foca descubrió o vio
algo que no interesaba que viera, y ha tenido que ser sacrificada>> Le
pregunté si él sabía o sospechaba de alguien. De repente, sonrió con
aquella maléfica sonrisa suya: <<Tal vez usted lo vea antes que yo>>
Nada más decir eso, volvió a entrar en estado de shock, junto a un nuevo
delirio, gritando: << ¡Capitán Reynolds, ponga rumbo al sur, pasemos por
encima de estos fantasmales hielos y detengámonos sólo cuando la
cegadora luz de la muerte nos lleve!>> Falleció una hora más tarde.
Presa de sus propios delirios. Ahogado entre sus alaridos, casi como me
describió días atrás, aunque, supongo que su existencia era su único
féretro. Algo afectado, para serte sincero, regresé al hotel, en el que
el sobrino de los dueños me recibió. Era un jovenzuelo entretenido con
una baraja. Su tío descansaba por tan terrible pérdida en la habitación
de la planta baja. En un segundo, concebí el deseo de investigar la
habitación del señor Reynolds. El muchacho, tras comunicarle el
fallecimiento y asegurarle ser gran amigo, deseando no distraerse más de
su solitario juego, me dio las llaves. Sin dilación, entré en dicho
cuarto. El olor a cerrado abofeteaba de forma opresiva. La cama estaba
intacta. El ropero, idéntico al mío, como toda la estancia, se
encontraba vacío, a excepción de unos viejos zapatos. Me costó
distinguir qué era mayor, si el clausurado olor, o el turbador mutismo
en la penumbra, sólo iluminada por la lámpara del pasillo, ya que la de
la mesita estaba rota. Encendí un fósforo con la esperanza de encontrar
algo antes de irme en los cajones de la mesilla. El primero estaba
vacío, pero en el segundo hallé un tintero, una pluma y una hoja escrita
por una cara.
- ¿Una nota póstuma, tal vez? – Elucubró el abuelo.
- Eso creí yo, pero no. Lo cogí y lo traje en mi viaje de vuelta, y es
mi presente de América para ti. Puede que no obrase correctamente, pero
no lo hice con mala intención, ya me conoces. – Guttendörf extrajo de su
bolsillo la nota manuscrita y plegada tres veces.
- ¿Qué es? – Curioseó el viejo Friedrich impaciente por verla.
- Es algo así como una de esas pequeñas narraciones que tanto te gustan.
Y así mismo, la señal que me indicó hasta el verdadero culpable de los
crímenes.
- Vaya, vaya…me gustaría que me lo leyeras, si no te importa Ángel. – Le
pidió, examinando el amarillento papel. – Me gusta tu forma de leer
desde siempre y quiero seguir tus mismos pasos, por favor.
- Desde luego. – El profesor carraspeó un poco, y empezó a leer:
‘’No recuerdo la hora en la que caí vencido por el cansancio y la
maratoniana sesión de escritura. Llevaba dos días sin salir de la
habitación. Escribiendo la carta de amor que nadie más que yo leía.
Mi mujer entraba, abría o cerraba la ventana, y dejaba sobre la mesa la
comida; apenada por mi falta de atención. Desconsolada, porque yo ya no
era el hombre que fui.
Cuando desperté, era medianoche, y lo único que vi, fue mi inacabada
carta y mi esposa durmiendo plácida. Me despejé con una colilla y té
frío.
Me cambié de ropa. La besé. Apagué la lamparilla y salí a la calle.
Era una noche más silenciosa que de costumbre. Hacía calor.
Anduve un poco, estirando todo el cuerpo, recomponiéndome de tan
literaria hibernación.
Al llegar a la esquina de los cazadores, comprobé que su club ya había
cerrado, así que supe que no fumaría, ni bebería, hasta el día
siguiente.
Me senté en un banco junto a la fuente, contemplando perezosamente la
noche en la plaza.
Cuando ya mi trasero se sentía incómodo por la dureza de mi asiento,
caminé de nuevo. Alejándome un poco más de mi domicilio.
Pasé bajo el puente de los narcisos, y allí estaba, la mujer irreal e
idealizada a la que le escribía mi amorosa carta.
Vestía de forma licenciosa, aunque sabiendo su profesión, no era nada
anormal. Me acerqué a ella con parsimonia y las manos hacia atrás.
Fumaba, y de haber sido un hombre, le habría pedido un pitillo.
Un coche de caballos me sobresaltó. Algunos, aún se mantenían despiertos
como yo y mi lozana ave nocturna.
A pocos metros, la observé con atención, y me miró. Nos miramos, aunque
yo miraba también a mí alrededor, pues mi reputación era de sobra
conocida. Finalmente, más espabilada que yo, habló:
¿Busca compañía, caballero?
Yo tosí sin ganas. Anduve un par de pasos más. Ya la tenía a mi altura.
Su perfume era exquisito. Y su vestido de gasa no podía ocultar un
cuerpo de mujer perfecto. Me moría en deseo de hablar con ella.
Voy a caminar hasta aquella puerta alumbrada. La abriré y la dejaré
entreabierta. Si pasan unos minutos y no me ha seguido, la cerraré.
Volvió a decirme.
Con paso elegante y tentador, se alejó hasta el umbral del edificio que
había señalado. Yo volví a mirar en redondo. Nadie podía verme, y una
noche en el paraíso estaba a mi alcance. Aquella era la mujer de mis
sueños. El hermoso destino de la carta que llevaba años sin terminar.
Con ansia por llegar y preocupación por ser visto, abrí la puerta que
ella dejó sin cerrar, y entré.
Era una estancia sencilla. Con una vieja y enorme cama, un descuidado
armario y un perchero repleto de vestidos. Una botella de Bourbon y un
vaso vacío me animaron a mojarme los labios, pues los nervios habían
secado mi boca. Pero no había rastro alguno de la mujer. Supuse que la
puerta cerrada era la del aseo, y ella, como profesional en su oficio,
se estaría acicalando para un buen servicio.
Me senté en la cama y me desabroché la camisa. Me tumbé sin desnudarme
del todo y esperé.
Pasados unos minutos, tiempo de absoluto y espantoso silencio, me
levanté y golpeé la puerta del supuesto baño. Nadie respondía, y el
sonido delató un eco inusual para lo que se creía era un pequeño aseo.
Con arrojo, la abrí y una inesperada oscuridad, junto con un golpe de
aire, me recibió. Apagué la luz de la habitación con la intención de
distinguir mejor en aquella negrura, atisbando una escalera que bajaba.
Mi primer instinto fue el de salir, evitando lo que con suerte podía ser
solo una broma pesada. Pero no. Calcé mis desnudos pies y bajé por la
escalinata.
Abajo me encontré con una especie de sótano ardiente y lúgubre,
iluminado por un débil halo mortecino. Era casi la misma sensación de
cuando visitaba la cripta del Sr. Monroe.
Al fondo, mis dudas se despejaron. Allí estaba la libidinosa mujer.
Desnuda totalmente. De pie. Con ostensibles gestos obscenos y pidiendo
con promiscua voz que la tomara.
Me arrimé sin premura, pues su embrujo me arrastró hacia ella como la
sal a las cabras.
La abracé. Sentí la física esponjosa de sus pechos sobre mí. Su perfume
me envolvió con un placer indescriptible. Pero al ir a besarla, su cara
empezó a descomponerse. Su piel caía a tiras, dejando la palidez de los
huesos al descubierto, y la rojez de músculos y sangre en movimiento. Se
aferró a mí con violencia. No podía zafarme de ella. Hube de sacar toda
mi fuerza, y de un empujón, la lancé contra la pared.
Comenzó a reírse de forma histérica con su cadavérico rostro. A mi
derecha, vi un pequeño martillo de herrero. Lo cogí y la golpeé con
furia en la cabeza. Seguí golpeando hasta que sus huesos estallaron y la
cabeza no era más que una especie de saco vacío y peludo. Caí rendido
por el frenesí.
Desperté, y mi mujer yacía muerta junto a mi cama, con la cabeza
aplastada. Tenía un martillo en mi mano izquierda y la pluma en la
derecha. Aún sigo sin saber a quién le escribo esta carta. ’’
- Y así acaba. Hay una firma al pie.
- Seguro que su verdadero nombre. – Intuyó el abuelo.
- Diría que sí.
- ¿Y qué nombre es?
- Edgar Allan Poe. ¿Te dice algo ese nombre? – Indagó Guttendörf, al ver
la sorpresa de su abuelo.
- Por supuesto que sí. – El octogenario descorrió las cortinas. Encendió
una de las lamparillas, alumbrando con ella los estantes de la librería.
– Déjame buscar…Sí, aquí está. – Exclamó, escogiendo un pequeño libro,
el cual ofreció al profesor.
- ‘’La narración de Arthur Gordon Pym’’, por Edgar Allan Poe. – Leyó en
voz alta - ¿Quieres decir que aquel errante alcohólico era este
escritor?
- Estoy seguro. – Respondió el abuelo – Yo sabía que era norteamericano,
pero no de dónde. Tendría que comparar su expresión, su forma de
escribir, pero con lo que me has contado, lo del explorador polar y lo
que has leído, no tengo duda de que se trata del mismo. Si tuviéramos
ejemplares recientes de las gacetas literarias americanas, tal vez
sabríamos algo más.
- Siempre noté en él algo distinto.
- Has tenido el honor de conocer a un gran personaje, un excelente
poeta, según tengo entendido en el club. Pero dime, ¿cómo descubriste al
asesino?
- Tras leer la narración que acabas de escuchar, mis sospechas se
centraron en el afligido viudo de la dueña de la pensión. Podía ser que
dicho escrito no fuera más que fruto de la supuesta imaginación de tan
atormentado individuo, pero mi instinto me convenció para vigilar más de
cerca al marido de la pobre señora Helen. Es por ello por lo que mi
estadía en América se prolongó unos días más de lo previsto. Pergeñé la
idea de dormir durante el día y salir a las encharcadas calles de
Baltimore durante la noche. En las tres primeras sólo me encontré con
noctámbulos y las señoritas del prostíbulo de Kirby. Pero a la cuarta,
vi a mi nuevo sospechoso salir del hotel. Lo seguí. Su caminar era
felino, muy atento a cada paso. No dejaba de verter miradas a su
alrededor, temeroso de ser acechado. Tuve que ser muy sigiloso. Llegó a
las afueras de la ciudad, más allá del parque Patterson. Se paró en una
casa en concreto, dejando patente que ya sabía dónde hacerlo, sin dejar
de observar en derredor. Cuando se vio seguro, al amparo de las sombras,
las goteras de los tejados y un escondido grillo, golpeó en una ventana,
rompiendo el cristal sin hacer demasiado ruido, y entró por el hueco. En
ese instante, la suerte se alió de mi lado, aunque yo aún ni imaginaba
lo que el viudo pensaba hacer. Un policía de ronda nocturna dobló la
esquina. Portaba un candil, una capa chubasquera y un revolver. Dudé si
acercarme y ponerle en conocimiento de todo, o adentrarme al pasar por
la rota abertura y evitar lo que me temía. Finalmente, opté por lo
primero. Le dije al guardia que regresaba a mi hotel tras un furtivo
encuentro amoroso con una dama, cuando vi a un hombre romper la ventana
de una casa y meterse por la misma muy sospechosamente. El policía me
miró de arriba abajo, dudó por un momento, pero mi apariencia debió de
resultarle sincera. Encendió el candil, arrimándolo a la ventana. Era un
hombre muy decidido, con uno de esos grandes bigotes, ya sabes, y muy
corpulento. Me sentí muy seguro a su lado. <<Voy a entrar>> Me dijo.
<<Usted quédese aquí, si ve salir a alguien apresuradamente u oye algo,
avise a la brigadilla>> Sin embargo, al dejarme allí, solo, sin poder
hacer nada, me dejó también con algo de curiosidad indomable. Era yo, el
que, gracias al manuscrito del extraño señor Reynolds…
- Poe. – Corrigió el abuelo, que escuchaba atento.
- Poe sí. Yo debía descubrir la verdad de todo aquello y exculpar en mi
interior al señor Poe. En los minutos en los que permanecí en la lóbrega
calle, comprendí que el señor Poe fue un maestro del miedo. Olía el
terror sin verlo antes que nadie. Creo que era muy capaz de ver la cara
de un asesino mucho antes que el mejor de los detectives.
Indirectamente, dijo quién era el malhechor, y muy probablemente, sin
verlo con sus penetrantes ojos. Así que, osado, quizá irresponsable,
entré por la abertura. Casi caigo en la oscuridad, tropezando con sabe
qué. De pronto, se oyó un disparo, seguido de un chillido de mujer.
Venía de la planta de arriba. Con la sola luz del exterior que entraba a
través de las ventanas, subí. Llegué a un cuarto. Una mujer preguntó
quién anda ahí. <<Soy un transeúnte que ha avisado al policía>> Dije muy
nervioso. La mujer encendió la lámpara, gritando al ver el cuerpo caído
del policía, el cual portaba el arma disparada y tenía la cabeza
cubierta de sangre. <<Avise a la brigadilla, corra a la oficina del
sheriff>> Me pidió, malherido. El supuesto asesino le había atizado con
un objeto contundente, y el agente había disparado en la oscuridad sin
suerte. Le hice caso. Veloz, me dirigí al sheriff, el cual puso en
alerta a todos sus hombres. En menos de una hora, un grupo de policías
armados y con perros, hicieron despertar a toda la ciudad. El herido
aseguró haber oído la voz del dueño del hotel al efectuar el disparo. Ya
no había duda, era él el culpable. Se encerró en su casa, creyendo que
todavía podría no ser descubierto. El sheriff irrumpió en la recepción,
en la que su sobrino dijo que su tío había salido a dar un paseo. No
olvido la cara de vergüenza y susto que tenía en el momento de su
detención, confesándolo todo. Finalmente, se descubrió que, por una
extrema afición al juego adquirida años atrás, contrajo abultadas
deudas, y eran muchos los que lo visitaban pidiéndole cuentas con la
amenaza de matarlo. Y ése, según el diario matutino del día en que
embarqué para volver, fue el móvil de su serie de crímenes. Entraba en
las casas por la noche, en domicilios donde sabía que podía encontrar
dinero o joyas. Y como, seguramente, no fue más de un robo, cuando
alguien lo veía, normalmente mujeres solas, asesinaba a sangre fría a
martillazos. El señor Poe tenía razón. La lógica es incuestionable. La
esposa debió enterarse de algo, y por eso le quitó la vida. Cierto es
que lo que escribió fue antes de tales sucesos, cosa que viene a
demostrar de forma clara, la agudeza con la que el extraño de Baltimore
detectaba el crimen y toda su naturaleza.
- Realmente es una historia fascinante. – Afirmó el abuelo Guttendörf. –
La solución al caso fue la más próxima y sencilla. Ocurre que, de vez en
cuando, los métodos detectivescos viran y se rigen por patrones,
directrices, más enmarañadas y escabrosas, y aunque la realidad sea,
incluso, más atroz, queda demostrado que la resolución es, como digo, la
más directa. He vibrado con lo que me has relatado, te lo aseguro. Te lo
agradezco enormemente. Ha sido como vivir en persona una de esas
historias que tanto me gustan.
El profesor Guttendörf sonrió complacido. Así como no albergó duda
acerca de la distinción del erróneamente llamado, señor Reynolds, no la
tuvo a la hora de pensar en lo feliz que haría a su abuelo contándoselo.
Al cabo de un rato, los dos, abuelo y nieto, genio artístico y eminente
cerebro científico, diferentes polos unidos por la necesidad de sus
particulares mentes curiosas, se despidieron. Al montar en el carruaje
de la entrada a la casa, el profesor miró al ventanal de la biblioteca,
igual que el abuelo Friedrich al llegar, y contentos, en mutua
admiración, se dijeron hasta pronto. Ángel marchó alegre, satisfecho por
haber vuelto a ver a su querido abuelo, y porque, gracias a él, supo que
había conocido al señor Allan Poe, cosa que no usó para presumir en
recepciones y galas, pero sí para seguir aumentando su experiencia de
hechos, acontecimientos extraordinarios, dinámica que no se detendría en
sus años venideros. Pero ésa es otra historia del profesor Guttendörf.
FIN
©Eminente prof. Keimplatz.
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