Quedaban muchos días de trabajo. Podía distraerse un poco y liberarse de
la presión que, en otro, hubiese sido más insoportable.
En aquel enceradísimo salón jalonado de espejos, lámparas, paisajes
pintados y cortinas escarlatas, había varias mujeres sin compañía
dispuestas a ser invitadas al siguiente baile. Pero sólo una de ellas le
interesaba a Ángel Guttendörf. Una que escondía su belleza bajo briosa
mirada y un sobrio, aunque elegante, vestido de noche color negro, y con
ojos de severa e inteligente expresión. Guttendörf no era muy hábil con
las mujeres, pero sí en el campo de la psicología humana, y brío era lo
que advertía en el blancuzco rostro de aquella.
Desde la alejada contemplación de sus quevedos, con su recortada barba,
similar a la de un príncipe árabe, el impecable esmoquin y los finos
guantes blancos, el médico llegado de Bonn no quitaba ojo de dicha dama,
la cual hacía rato que se había percatado de ello.
Con paso lento y elegante, con un saludo aquí y una sonrisa allá, el
prof. Guttendörf se acercó a ella. Vista más de cerca, no resultaba tan
joven como creía, pero si igualmente bella.
- No sirvo para estas cosas, mademoiselle, pero me pregunto qué hace una
dama como usted tan sola.
- Se equivoca, caballero, pero no estoy sola.
- Ya le he dicho que no sirvo para estas cosas. Mi idea es la de
invitarla al siguiente baile.
- En ese caso, tampoco espero estar sola.
Y ninguno de los dos lo estuvo agarrado del otro mientras el baile duró.
- ¿A quién debo agradecer este detalle? – Inquirió ella.
- Soy Ángel Guttendörf. ¿Y usted?
- Me llamo Flor. ¿Y qué le trae por París?
- Soy médico. Soy profesor de medicina en la universidad de Bonn. Asisto
al congreso médico internacional de mañana. Supongo que lo habrá oído.
- Por supuesto; creo que se van a tomar varias decisiones sobre la
guerra en Crimea. – Dijo ella con actuada timidez.
- Así es, no debe comentar nada, pero creo que se está organizando un
grupo sanitario al que mandarán a la misma línea del frente; será algo
que no se ha hecho nunca.
- Eso suena muy peligroso. ¿Y usted espera ir? ¿No tiene miedo?
- Soy el representante germano, creo que iré. Y claro que tengo miedo.
Pero créame, he visto cosas que asombrarían a cualquiera, muy poco puede
ya sorprenderme. Aunque, ciertamente, será la primera vez que esté
presente en una guerra.
- Me gustaría acompañarlo.
- Con todos mis respetos, creo que una guerra no es un marco adecuado
para una mujer como usted. – Afirmó Guttendörf poco delicado, queriendo
serlo.
- Menuda opinión la suya. ¿Acaso cree que por el hecho de ser mujer soy
débil e inexperta? – Interrogó ella enojada aunque sin levantar la voz.
- No, disculpe, me ha malinterpretado. No dudo de que usted podría hacer
cualquier cosa, pero pienso que su lugar está aquí, en un sitio
distinguido y hermoso como este salón, y no en mitad de una batalla
poniendo su vida en peligro. Su encanto no merece dicho trance.
- No trate de arreglarlo, Doctor, ya ha sido demasiado entretenido por
esta noche conmigo. Trataré de olvidar su impertinencia. – Sentenció la
dama, abandonándolo cariacontecido.
Era en esos momentos cuando se daba cuenta de lo poco diestro en sus
actuaciones con las mujeres. Berta, su prometida, estaba muy enamorada
de él, pero a veces pensaba que realmente lo estaba de su genio, de su
intelectualidad en muchos y muy profundos conocimientos y no de sus
exiguas armas de seducción o de cualquier otra característica personal.
<<Nada, ni el más extraordinario de los hallazgos, influirá más en tu
interior que una mujer>>, le solía decir el venerable profesor Larss.
A la mañana siguiente, a la hora de comienzo del II Congreso médico
internacional, Ángel Guttendörf comprobó estupefacto lo muy ridículo que
estuvo en el baile…
‘’Bienvenidos, profesores y médicos de todo el mundo, al II Congreso
Internacional de medicina. Contamos con la presencia de varias y muy
ilustres personalidades y que, con la mayor satisfacción, me complaceré
en presentarles’’
Era la voz del doctor André Laborit, conocido como el gran jefe de la
medicina mundial y por ser el médico personal de Napoleón III, que
inauguraba el congreso. Se encontraban en una amplia sala, sentados
alrededor de una formidable mesa y rodeados de pinturas de los más
grandes doctores y científicos: desde Vesalio, hasta Jean Larrey o
Galvani. En otras circunstancias, Guttendörf, que había sido llamado
personalmente por Laborit, se habría sentido como un niño en una
pastelería sin vigilancia materna. Pero su mirada estaba fija en la
única dama presente en tan prestigiosa convención.
‘’Empezando por mi lado derecho, de los Estados Unidos, el doctor Wolf;
de Brasil, el doctor Pereira; de España, el doctor Suárez; de
Inglaterra, la doctora Nightingale; de Francia, el doctor Herré; de los
Países Bajos, el doctor Kruelen. Y por último, de la Confederación
Germánica, el profesor Guttendörf. He de puntualizar, que la srta.
Nightingale no es médico titulado. Su profesión es enfermera, pero dadas
las circunstancias y teniendo en cuenta su laboriosidad y su enorme
conocimiento, me atrevería a decir que superior al de algunos de los
aquí presentes, confío en que sea reconocida del mismo modo que cada uno
de los demás colegas. Dicho esto, acabando con las presentaciones y
quedando inaugurado el congreso, voy a dar paso al primer y más
importante punto a tratar: el conflicto de Crimea’’.
<<La doctora Nightingale>>…pensaba para sí Guttendörf. Ella ni siquiera
lo miraba.
‘’Como todos saben, hace meses que se está produciendo un grave
incidente, una guerra importante, en la península de Crimea. El antiguo
sueño del imperio ruso de tener un paso hacia el Mediterráneo se está
haciendo real. En noviembre, los ejércitos zaristas vencieron a los
turcos en Sinop. El temor al expansionismo de Nicolás I ha llevado a las
fuerzas británicas y francesas a unirse con las otomanas, en una alianza
que tratará de frenar el avance del zar por el mar Negro y defender a la
débil nación turca. Su objetivo es tomar Sebastopol, la base rusa. Pero
nosotros somos médicos, estamos con las fuerzas aliadas en calidad de
ciudadanos occidentales, ningún interés más que ése, ninguna ambición
política o militar nos mueve. Es por ello por lo que este congreso, por
primera vez en la historia, tiene a bien organizar y poner en marcha la
que será la primera operación médica enviada a un conflicto
internacional. Ustedes serán los encargados de comandarla, y obvien el
término militar utilizado’’.
Los presentes permanecían en silencio, sabedores de estar ante un
momento histórico. Las palabras de Laborit cautivaban.
‘’Hay tres frentes abiertos en esta guerra: el del Báltico, el Pacífico,
y el citado del mar Negro. Los doctores Wolf y Pereira irán al Pacífico.
Suárez, Herré y Kruelen partirán al Báltico. Y Guttendörf, junto con
Nightingale, irán a Crimea (…) Tenemos muy presente que en una guerra
hay bajas, pero está en nosotros, en la medicina y la enfermería, el
hacer que haya las menos posibles’’.
Tras aquellas emotivas y alentadoras palabras, el congreso prosiguió con
los demás temas, aunque en la mente de todos, sobre todo en la de los
que serían enviados, estaba la guerra de Crimea.
Guttendörf ya conocía su primer destino serio como médico. De las
oscuras y abovedadas aulas de la universidad, pasaría a las
desesperantes y crueles trincheras excavadas por el ejército. Sería la
primera vez que viajase tan lejos. Era el 20 de agosto de 1854.
Él y Nightingale tomarían un tren hasta el puerto de Varna en tierras
turcas y base de partida de las fuerzas aliadas. Desde allí, se unirían
a la caravana de doscientos lanceros británicos, cruzarían el mar Negro
y llegarían a la península de Crimea. Se les añadió la compañía de
treinta y ocho enfermeras de diferente nacionalidad. Y dado el pequeño
contratiempo entre los dos, la primera etapa del viaje fue fría. Sin
embargo, Ángel, destacado por no dejar nada a medias, se dirigió a ella:
- ¿Ha leido a Clausewitz, Frau Nightingale?
- ¿Clausewitz? ¿El general filósofo que combatió a Napoleón?
- Sí, el mismo.
- No. ¿Piensa que debo hacerlo, doctor? ¿No es lectura exclusivamente
masculina? – Ángel esbozó una leve sonrisa.
- Independientemente de eso, pienso que una mujer tan valerosa y
seguramente práctica como usted debería entretenerse con algo. No
llevamos ni una hora, y el trayecto es bastante largo. Tengo una copia
aquí de su obra póstuma, ‘’De la guerra’’, la he traído para mí.
- ¿Y por qué me recomienda la obra de un militar?
- Teniendo en cuenta nuestro destino…
- Ya, entiendo, cree que así estaré más motivada, como más preparada
para presenciar una guerra.
- Si va usted a mencionar directa o indirectamente nuestra primera
conversación, prefiero no volver a dirigirle la palabra, aun con las
consecuencias que eso conlleve en nuestro cometido. – Nightingale era
fría en apariencia, aunque una adolescencia encerrada en sus deseos de
libertad le habían procurado algunos rescoldos.
- Admita que no estuvo acertado. Es usted joven, pero no un niño.
- De acuerdo, lo admito. Pero créame si le digo que pocas veces he
hablado con mujeres de su estilo. Acostumbro a hacerlo con damas cuyo
entretenimiento no pasa de una monótona asistencia a la ópera. En la
universidad no tenemos a ninguna mujer, aunque, tras conocerla, pienso
cambiar eso.
- Eso me halaga.
- Dígame, ¿cómo consiguió que la llamaran? – Flor suspiró.
- Fue un pequeño golpe de suerte. Yo era, como usted ha dicho, una de
esas señoritas delicadas de piano y lectura hasta el ocaso. Pero un día,
el conde de Vermont, gran amigo de mi padre, vino a verlo. En la cena,
aburrida de tanta charla sobre caza y comercio, traté de ausentarme,
pero en ese momento, el conde se sintió indispuesto. Cayó de la silla
fulminado por un dolor. Su cara enrojeció hasta ser casi negra; se
asfixiaba. Su asistente, que dijo ser médico, diagnosticó un ataque
cardiaco, y que no era el primero. Pero el muy timorato no hacía nada.
Estaba hecho un flan. Y el pobre conde se moría. Así que, a pesar de la
mirada de mi padre, me arrojé sobre él, encajé su lengua con una cuchara
y golpeé sobre su pecho. La condesa gritó alarmada, mi padre me agarró
por los hombros, y cuando casi me inmovilizan, el conde escupió el hueso
de albaricoque con que llevaba entretenido en la boca hacía rato.
- Así que, logró salvarle la vida a ese conde y por eso va a Crimea.
- Resultó que el conde tiene excelentes amistades en Londres. Me
preguntó, tras brindarme su gratitud con multitud de agasajos, si me
interesaba la medicina, le dije que sí y me recomendó como enfermera de
la casa real. En una recepción conocí al doctor Laborit que, a
instancias del secretario de guerra, Herbert, me recomendó. Y aquí
estoy.
- Es una historia interesante. – Apuntó Guttendörf.
- Oh, no bromee, profesor, es sólo una curiosa historia. Y ahora,
dígame, ¿cuál es la suya?
- Mi historia es la de cualquier médico de hoy en día. Uno que fue un
niño demasiado curioso y que ahora reprime dicha curiosidad con otros
jóvenes.
- ¿Y qué prefiere, enseñar o aprender?
- Afortunadamente, dispongo de la salud y el tiempo necesarios para las
dos cosas.
- Vaya, un hombre que aprovecha todas las horas del día, como Newton. –
Los dos sonrieron.
Hablaron durante todo el día; de medicina, de ciencias, de la vida
misma. El tren cruzó los alpes, llegando a las llanuras otomanas. Al
anochecer del día siguiente, tras casi dos días de viaje, llegaron por
fin a Varna.
El puerto de dicha ciudad había sido el punto de partida del comercio a
través del mar Negro. Ahora era el punto de salida de numerosas goletas,
barcazas y otras naves con dirección a Crimea. Los lanceros ingleses
embarcaron con ellos en un vapor. La niebla marina no dejaba ver la
lejanía de los barcos que habían partido momentos antes. Los capitanes
de cada grupo voceaban sus órdenes al embarcar. Las salidas de los
barcos eran constantes; hasta tres en menos de media hora. En aquel
puerto, los hombres habían organizado y se preparaban para una guerra
que, con el paso de los años, se recordaría por lo absurdo de su causa,
si es que las demás contiendas de la historia no fueron igualmente
absurdas. El profesor, un hombre de pacíficas convicciones, exponía tal
visión. Y Nightingale que, junto a las enfermeras, se sentaba a su lado
en cubierta, -ya que el vapor no tenía más espacio-, exponía señalando a
los soldados:
- Fíjese, profesor en esos hombres: casi todos son muchachos recién
salidos del regazo de su madre. Unos me miran, preguntándose qué hace
una mujer a su lado; los otros piensan en lo que puede ocurrirles en la
batalla. Todos están muertos de miedo, pero ninguno de ellos piensa en
la causa que les lleva a venir a esto. Mientras en el mundo haya un
soldado que, por patriotismo, honor, castigo, o cualquier otra cuestión,
obedezca jugándose la vida, habrá guerras
- ¿Y qué haría en caso de que otro país atacase al suyo?
- Curar a los heridos, pues es el único bien que se puede hacer en una
guerra.
La navegación transcurrió apacible. La neblina, condensada hasta en el
mismo barco, dio paso a una ligera llovizna. Pasaron la noche en la
misma cubierta, arropados con viejas mantas y trozos de vela inservibles
en aquella nave y que, tal vez barruntando dicho uso, fueron cargados.
Al mediodía, la temperatura bajó y empezaron a oírse el sonido de los
cañones; el asedio a Sebastopol se aproximaba. Florence tomó la palabra,
dirigiéndose a Guttendörf y a las enfermeras:
- Según las instrucciones de Laborit, el campamento sanitario está
situado a quince millas al norte del puerto. Es posible que el frente no
esté muy lejos, con lo que podremos tener cerca a los heridos, aunque
también habrá que formar partidas de búsqueda. Será nuestra base de
operaciones.
El puerto que les recibió, - ya en Crimea -, era improvisado, construido
sobre un ligero puente de madera en pocos días para el combatiente
acontecimiento. Numerosas eran las tropas que iban de acá para allá,
bajo las órdenes de sus mandos. Un grupo de Highlanders británicos
esperaban a los lanceros acompañantes en el vapor. Éstos, se despojaron
del nerviosismo y se unieron al cántico de la infantería escocesa, que
hacía sonar una gaita y lograba diferenciarse de los británicos con sus
faldas y sus respectivos tartanes. Guttendörf echó en falta a las
gaviotas que siempre abundan en las playas, pero su duda se resolvió
cuando observó a un grupo de zuavos (infantería francesa), con sus
gorros de borlón y sus grebas, dando cuenta de decenas de aves asadas en
lumbre.
- ¡Qué dios salve a la reina y permita que siempre existan las
enfermeras! – Exclamó Flor al ver a los ingleses.
Todos; franceses, turcos, ingleses y sardos…todos se agrupaban prestos
hacia la beligerancia, al son de los cánticos, la corneta y sus propias
pisadas.
Por un camino casi borrado por el barro, tras una dificultosa marcha,
más las explosiones y las voces de carga en la lejanía, llegaron al
hospital de campaña, situado entre dos colinas que, de forma deliberada,
lo ocultaba. Sobre una de ellas, un grupo de otomanos departía, y no muy
amistosamente. Había varios perros, cuyo aspecto enfermizo logró que la
alerta sanitaria de Flor se volviera roja. No eran más que siete tiendas
de color blanco con manchas de barro en todos lados. Entraron en una de
ellas, una en la que los heridos, colocados en desorden, tirados en el
suelo, rodeados de ratas, abrazados en su dolor, se agolpaban bajo
lastimeros sollozos. Uno de ellos, rubio, jovencísimo, con escalofriada
y sudorosa mirada, tenía la casaca francesa abierta por el abdomen, y
sus manos trataban de sujetarse lo que de su vientre salía entre
abundantes chorros de sangre. La penumbra era notoria y el olor a
infección más aún. Las escasas mantas estaban raídas, húmedas, y varios
cubos de madera se habían hecho poseedores de infinidad de excrementos y
otros restos orgánicos. Nightingale encendió la primera lamparilla que
encontró, dejando que sus ojos, los de Guttendörf y las enfermeras que
habían traído, contemplaran tan abandonado y negligente panorama. En la
siguiente tienda no había heridos. Tampoco infección. Había una media
docena de enfermeras de brozno y rudo aspecto jugando a las cartas sobre
una mesa repleta de botellas de vodka y cigarrillos. Flor se indignó al
verlas, y Guttendörf, que ya presuponía su enérgico carácter, la miró a
ella, temeroso por su reacción. Enfurecida, habló casi con voz de
hombre, marcial:
- Vosotras, las tahúres, venid. – Ordenó en inglés sin favor. – Quiero
que limpiéis todas y cada una de estas tiendas. No quiero ver ni una
sola mancha.
- No somos sirvientas. – Replicó una de ellas, con una botella en la
mano, el pitillo en la boca y talante despectivo.
- Juramento hipocrático. – Y al decir esto, mordiéndose los labios, muy
furiosa, asestó una soberana bofetada a la acomodada y gruesa enfermera.
– A partir de hoy yo seré la superintendente de este hospital de
campaña. Él es el doctor Guttendörf, mi equivalente masculino en dichas
funciones. A partir de ahora, las únicas comodidades serán por y para
los heridos que lleguen a este hospital. – Sostuvo enérgica sin quitar
la vista hacia las demás enfermeras. El profesor la miraba fascinado por
su decisión, aunque nunca hubiese actuado del mismo modo.
Las que jugaban a las cartas, sorprendidas, dejaron de hacerlo,
abandonando su etílico letargo y acatando la orden de inmediato.
Mientras ellas limpiaban el recinto, Flor, Guttendörf y las demás,
comenzaron a atender a los heridos de las tiendas restantes,
repartiéndolos para ganar más espacio.
Los lamentos de alivio en las curas irrumpieron. Se trataba tan solo de
una decena, la mayoría con feas heridas de metralla, huesos rotos y
cortes varios. Se les despojó de los ensangrentados uniformes, los
cuales fueron usados para encender el caldero de la tienda dos. En ella,
Guttendörf halló una caja con multitud de mantas casi nuevas.
- Malditas aves de rapiña. – Murmuró Nightingale al verlas.
El cuadro iba cambiando, aunque no dejaba de ser una precaria
instalación sanitaria en medio de una contienda bélica, con todo lo que
eso suponía. La falta de higiene había desaparecido y la atención era
constante. El mal olor fue absorbido por el del linimento y el
nasalmente inapreciable aroma de la hospitalidad.
El profesor intervino quirúrgicamente al soldado cuyas tripas rebosaban
de entre su vientre, salvando la primera vida. Amputó tres brazos y una
pierna. Mandó a una de las enfermeras traer palos largos de leña, con
los que hicieron improvisadas muletas para los de las fracturas. Fueron
días de infatigable trabajo, al eco de los cañones y el pasar de las
tropas desembarcadas.
Llegó un oficial francés de caballería. Vestía una casaca azul ribeteada
de rojo, polvorienta, vendada por el hombro y manchada de sangre. A
duras penas se sostenía sobre el caballo, aunque trataba de mantener su
porte, debido a sus galones:
- Tengo a un pequeño grupo de mis hombres muy cerca de aquí. Están mal
heridos y necesito su ayuda para traerlos.
Guttendörf se ofreció voluntarioso, llevándose a siete enfermeras, dos
carros y varias carretillas. A un lado del camino, ocultos por la
espesura, estaban los hombres. El oficial dio el aviso y cuando el
profesor y las enfermeras se disponían a atender a los en peor estado,
cargándolos en los carros, apareció un pequeño destacamento ruso. El
sargento, valeroso, desmontó, disparando su fusil sobre el que iba en
cabeza. Los rusos esgrimían sables y puñales; eran mercenarios. Uno de
ellos, atacó a uno de los galos heridos, el sargento le salvó la vida
disparando nuevamente, aunque se había quedado sin munición para un
tercer disparo. El profesor y las mujeres se apartaron de la refriega.
Guttendörf nunca fue un hombre de acción, y máxime cuando tan poco podía
hacer. El oficial estaba herido por el puñal de un enemigo al que mató
con su espada. La acción era vertiginosa. El francés era un hombre
irreducible. Dio un salto para quitarle el fusil a uno de los suyos, que
ya agonizaba, y con el que fulminó a los otros dos, que casi se le echan
encima. Pero la herida del puñal resultó ser mortal. Guttendörf se
acercó a él.
- Lléveselos a ellos, para eso ha venido. – Musitó en su estertor.
Lo dejaron allí, junto a dos de sus camaradas fallecidos también.
Con los galos recién traídos, el hospital de campaña empezó a llenarse.
El profesor jamás había tenido tanto trabajo. En un solo día realizaba
más de veinte operaciones: amputaciones, extracción de metralla u otros
problemas. Florence, en cambio, se ganó ser mencionada como el cerebro
del hospital. Su capacidad organizativa sobresalía. Colocó un panel de
cartón en la pared, en la que iba anotando los nombres de cada uno de
los heridos que iban llegando con su respectivo diagnóstico,
ordenándolos en relación a su gravedad, siguiendo su evolución…Un
brillante ejemplo de estadística por el que pasaría a la historia. Con
dicha tabla no había error. Algunos heridos mejoraban con tan buen
cuidado, pero el temor a ser devueltos al frente de batalla, les llevaba
a engañar al personal, alegando estar aún muy heridos, fingiendo dolor.
Con Flor y su cuadro estadístico de control, no había engaños. Los
heridos que lograban curarse, o simplemente sus heridas no eran tan
graves, retornaban al combate, dejando su camastro libre para otro que
pudiera necesitarlo más, y evitando así, la masificación de enfermos.
Todos, Guttendörf incluido, empezaron a admirar a la ‘’Dama de la
lámpara’’, como la habían apodado dos soldados del bando piamontés. Y es
que, durante la noche, cuando el hospital dormía, ella pasaba de ronda
por las tiendas, asegurándose de que todos evolucionaban favorablemente
y no necesitaban nada.
La guerra duraría una eternidad, si cabe, pero su afán por curar sería
más duradero. El profesor no se equivocó cuando la vio por vez primera,
detectando su inagotable energía, su carisma y su innato brío.
El asedio a Sebastopol proseguía, con el retumbe de los cañones en el
horizonte, el humo que cada día era más madrugador y que, por entre las
colinas, cubría todo el campamento, como si de un puerto del norte se
tratara. Las incidencias del conflicto eran recogidas de boca de los
heridos diarios, algunas sólo eran falsos rumores, otras sería mejor que
lo fueran. Una de ellas, decía que en los aledaños del campamento, al
sur, habían quedado algunos soldados que, en su esfuerzo por llegar al
hospital por su pie, habían desfallecido en el intento, quedándose en
los lados del camino. El profesor regresaba de una de esas batidas en
busca de los caídos. Muchos estaban muertos.
En un temprano atardecer, cuyo gélido viento intentaba secar el barro
predominante en toda la extensión y cuando el concierto de proyectiles
había tomado un descanso, encontró a uno que movía quedamente los
brazos. Desde su posición, distinguió su uniforme de Highlander,
pensando que tenía las piernas cubiertas por cascotes o maleza. Pero, a
medida que se acercaba, comprobó lo peor. Nada cubría sus extremidades
inferiores, simplemente, no las tenía. No había nada de cintura para
abajo en el cuerpo seccionado de aquel, otrora, impecable, Highlander.
Estaba bocabajo y el profesor se arrodilló a su lado.
- Tranquilo, muchacho. No te preocupes, te llevaré al hospital.
El joven lo miraba con un rostro recubierto de sangre oscura. O no
podía, o no quería hablar. En la lejanía del páramo, la silueta de otros
miembros Highlander, inconfundibles, con su bonnet y sus casacas rojas,
cabalgaban ajenos al infortunio de uno de los suyos. Las enfermeras
habían adelantado su paso, siempre lo hacían a recomendación suya. El
muchacho balbuceaba, y era ese balbuceo la única y sorprendente prueba
de que, pese a su terrible estado, siguiera vivo. Con rapidez, sin
apartar la vista de su alrededor por lo que pudiera presentarse, arrimó
la carretilla. Al hacerlo, se dio cuenta de que el desdichado soldado se
había arrastrado lo que pudo hacia su fusil, cuyo cañón puso en su boca.
Guttendörf se arrojó, pero no pudo impedirlo. El Highlander británico
cortado por la mitad, se suicidó, poniendo fin a tan dramático estado.
Se quedó unos minutos a su lado, de rodillas, paralizado. Tal vez pasó
por su mente algún tipo de autocrítica por no haber advertido el fusil y
el movimiento lento de los brazos del moribundo.
- Pobre muchacho. – Murmuró.
Pasado ese instante, cuando la oscuridad ya casi era total, a excepción
de las llamas del horizonte y los fogonazos del retomado concierto de
los cañones y las granadas, emprendió el regreso al campamento. Pero
antes de llegar, un fuerte olor a carne quemada le llamó la atención.
Provenía del margen izquierdo de la senda, más allá de una de las dos
colinas. Sin pensarlo, dejando el carro en el camino, llenándose las
botas de fango con estrías verdes de hierba, subió el cerro,
descubriendo lo que provocaba tan nauseabundo tufo.
La imagen era espeluznante, y una de las fotografías inolvidables en su
mente y que tanta conmoción le dejaron, afectándole para siempre,
comprendiendo, con el tiempo, que ninguno de los hallazgos o misterios
que había presenciado en su vida y que presenciaría, sería tan terrible
como el auténtico horror provocado por una guerra humana.
Tal vez eran cientos. Quizá horas antes habían sufrido una inesperada
emboscada. Eran rusos, por el gris de sus casacas. Yacían amontonados,
cadavéricos, junto a una inapreciable arboleda. Guttendörf pasaba triste
y lastimoso por los huecos de sus fenecidos cuerpos, guerrilleros y
prestos para la batalla días atrás, bajo el sonido de sus cornetas, sus
himnos y las órdenes voceadas de sus superiores.
Hombres con una ropa distinta, pero hombres, cuyas bocas de muerto
abiertas de par en par y los ojos blancos, expresaban el horrible
cántico de agonía que precede al fin. Sus verdugos, soldados como ellos,
habían quemado unos pocos, dejando incompleta la tarea, quizá por la
repentina llegada de otra orden.
Bajo aquella colina, en aquel campo sembrado de muertos, banderas,
cornetas en tiesas manos y un par de buitres, sumido en un apestoso halo
de muerte e inconcebibles puñados de moscas de horroroso zumbido,
Guttendörf asumió que nada podía hacer. Su espíritu humanista, - en
contraposición con su sapiencia científica -, pacífico, más allá de toda
irracional concepción bélica, le hacía preguntarse el porqué de aquella
y de otras matanzas consumadas por la mano del hombre. El profesor era
un náufrago sin isla de respuestas, en un mar de muerte y bocas
abiertas. Ni siquiera su adorada ciencia podía responderle.
Decidió volver, y cuando ya salía de la orilla de aquel mar de cuerpos
inanimados, una mano lo sujetó por el tobillo, haciéndole caer por el
susto y el pesado barro. Miró hacia atrás y vio a un hombre, a uno de
los muertos que, por su mirada y su movimiento, estaba vivo. El supuesto
muerto se incorporó, zafándose primero de los inertes cuerpos que tenía
encima.
- Ayúdeme… - Musitó en ruso
- Espere, ¿de acuerdo? – El profesor no hablaba ruso, pero el soldado
‘’resucitado’’ lo entendió y no por la lógica, precisamente.
- ¿Es usted inglés? – Inquirió en la lengua de Shakespeare.
- No, soy alemán, pero, ¿habla usted inglés?
- Sí, pero soy austriaco. – Afirmó en el idioma de Guttendörf.
- ¿Austriaco?, ¿un austriaco en el bando ruso?
El soldado enmudeció, rogando al profesor que lo llevara al hospital. En
el camino, con el herido en la carretilla y en noche cerrada, le explicó
que su patria de origen era Austria, pero la de su adopción era la del
Zar, por eso combatía en sus filas. Su salud, pese a que su aspecto de
muy mal herido indicaba lo contrario, era bastante buena, por el ánimo
que manifestaba en su voz.
- Nos cogieron por sorpresa. Fueron los ingleses, con su caballería. El
día antes abatimos a muchos de ellos, también sin esperarlo, y creo que
se vengaron. Como ha visto, no dejaron a nadie con vida.
- Usted sí, por lo visto. – Titubeó Ángel al entrar en la tienda y
cuando casi todos dormían. – Voy a hacerle un reconocimiento, no me
gusta esa herida del costado. Y por favor, omita su bando de origen,
aquí hay mucho británico, ¿me entiende? Es una suerte que hable inglés,
ya sabe lo que le digo. – El soldado, que no era muy joven, asintió.
Guttendörf lo desvistió, escondiendo su uniforme para quemarlo. Tenía
sangre por todo el cuerpo, ‘’es un milagro’’, -habría dicho de ser
sacerdote-, que estuviera vivo. Inmediatamente, puso su atención a la
luz de la lamparilla, sobre la herida del costado. Pero en esa parte del
cuerpo no había herida. El profesor, extrañado, chequeó la espalda, el
vientre, el pecho. Nada, el austriaco a las órdenes de los rusos estaba
intacto.
- No piense mal de mí, doctor. – Dijo con algo de preocupación.
- No entiendo. ¿Quiere desertar y se ha hecho el muerto? – Interrogó
- Caí abatido, sentí como el fuego pasaba mi cuerpo de lado a lado, en
un dolor indescriptible. Me desmayé. Debe creerme, de haber querido
desertar no le hubiese sujetado el tobillo. Quise su protección.
Cuando el profesor trataba de dar con una respuesta, ‘’La dama de la
lámpara’’ estaba detrás.
- Has llegado muy tarde, Guttendörf. – Dijo.
- Florence, encontré a este hombre en la entrada.
- Cuando termines con él, ven a la tienda principal, quisiera mostrarte
algo.
- Desde luego.
Florence no había escuchado nada de la conversación con el soldado
misterioso.
- Según mi examen, se encuentra usted en perfecto estado. Mañana deberá
volver con los suyos. Sea de donde sea, estando curado no puede
permanecer aquí mucho tiempo, ¿me entiende?
- Le entiendo, doctor. Sólo quiero volver con los míos. Desperté en el
momento que usted pasaba.
- ¿Y bien, cómo explica que sus ropas impregnen sangre por los dos
lados, se haya sentido muerto y no presente ni un rasguño? – Interpeló
muy tranquilo. – El soldado inspiró, volvió la cabeza hacia el otro lado
y no dijo nada más.
Guttendörf acudió a la tienda principal. Lo esperaba Florence,
ensimismada en sus anotaciones.
- ¿Cuál es el diagnóstico de ese último? – Preguntó, sin levantar la
vista del cuadernillo. Al profesor no le pareció una pregunta con doble
sentido, estaba seguro de que no había oído nada.
- Sólo tiene rasguños y cierto temor. No debe de llevar mucho tiempo
como soldado.
- Pues no tiene pinta de ser un jovenzuelo.
- Sí, pero creo que en su ciudad tiene que ser un ciudadano más que,
simplemente, se ha enrolado invadido por un repentino sentimiento
patriótico. – Florence le sirvió una taza de té.
- Mira, quiero que veas esto. – Le indicó, mostrándole una hoja con una
representación gráfica en forma de rectángulos con sendos cortes en su
interior. El profesor, sin dejar de pensar en el enigmático soldado,
miró con interpretado interés, al amparo protector de sus quevedos.
- ¿Qué es?
- Yo lo llamo, las porciones matemáticas. Pienso revolucionar la
enfermería cuando acabe esta guerra con mis conocimientos matemáticos.
Es algo más que un sistema de registro. Cada cuadro representa un
intervalo o frecuencia. En este caso concreto, he reflejado el número de
heridos por metralla, el de cortes por arma blanca, infecciones, y
enfermedades; tifus, cólera. Como puedes apreciar, el rectángulo de
metralla es el más alto, seguido del de infecciones, enfermedades y por
último el de armas blancas.
- Lo tuyo es el control exhaustivo más que la cura. Hasta pienso que
harás otro cuadro como éste representando a los jóvenes, a los ingleses,
solteros, casados… - Ella rió, sacudida por una fuerte tos que casi le
corta la respiración. Guttendörf la calmó, dándole té. Florence se
sintió mal, escupiendo y con un leve escalofrío. - ¿Estás bien? Deberías
descansar un poco. – Le sugirió.
- Creo que he cogido algún tipo de fiebre. Y es una fiebre muy extraña,
ondulante, sólo me afecta por la noche. Ha debido ser por los perros;
están todos enfermos.
- Has trabajado mucho. Tienes que descansar. – Florence estaba enferma.
Cuando amaneció, los que hacían guardia en la entrada impidieron el paso
a un hombre que ni vestía ni presentaba distintivo militar alguno. El
profesor se interesó por su identidad.
- Me llamo Charles Miller, soy corresponsal del Times.
- ¿Un periodista? ¿Qué diablos hace aquí? – Inquirió Guttendörf.
- Tenga, éstas son mis credenciales. Yo y otros tres hombres hemos sido
enviados por el diario británico para contar lo que aquí ocurra. Está
usted de suerte, amigo, está hablando con uno de los primeros
corresponsales de guerra de la historia. – Aseguró el periodista.
- Vaya, veo que no hemos sido los únicos pioneros en este conflicto. –
Reconoció el profesor.
Era una mañana tormentosa. Al campamento habían llegado rumores de una
inminente gran batalla no muy lejos. El periodista confirmó dichos
rumores. Al profesor le pareció un hombre sensato, con algo de cordura
en aquel universo de locos. Distaba mucho de ser un hombre capacitado
para estar allí, al igual que él mismo. Su delgadez era extrema. Tenía
el pelo largo, y su barba se asemejaba a la de un profeta bíblico, lo
cual denotaba su ya larga estancia en Crimea.
- Las noticias son ciertas. – Decía – En Balaclava se va a desatar la
que puede ser la gran batalla de esta guerra. Pero yo no he venido aquí
por eso. Mi misión es la de entrevistar al profesor Guttendörf.
- Yo soy Guttendörf.
- Acompañaba al convoy de suministros que, imagino, deben de estar
esperando.
- Así es. Suele venir los días once, doce. De alimentos estamos bien,
pero de útiles de enfermería andamos escasos; nuestros botiquines se
vacían diariamente. – Corroboró el profesor ante la presencia de
Florence.
- El convoy y la escolta fue interceptado a unas diez millas al Este. Yo
me agregué a ellos tras huir del asedio a Sebastopol, que aún no ha sido
tomada. Una bala de cañón destrozó el carro con sus provisiones. El
sargento al mando de la expedición, ha considerado que, por la ruta más
segura, la que he tomado yo, podrían mandar alguno de los enfermeros con
un carro y traer hasta aquí el suministro, que no ha sido dañado del
todo.
El profesor miró a Flor y ésta le miró a él. Esperaba a que fuera él el
que tomara la decisión. Pero Guttendörf, cortés, prefería que fuese ella
la que decidiera, y no por evadirse de la cuestión. Le hizo una seña de
asentimiento y Nightingale habló:
- Hay que traer esa carga como sea. – Dijo con su particular brío. –
Guttendörf, quiero que vayas con ellos, llévate a un par de soldados, y
a ese nuevo. – Ángel quiso hablar, pero el citado soldado asintió desde
el camastro, con una colilla en los labios.
- Tranquilo, doctor, no haré nada que pueda perjudicarle. Usted me
ayudó. – Le dijo al tiempo de salir.
El grupo estaba compuesto por Guttendörf, el corresponsal, el soldado
austriaco al servicio de los zaristas y dos hombres más. Todos, menos el
profesor, llevaban fusiles, montados en un par de carromatos tirados por
escuálidas mulas. El mediodía llegaba, conservando el frío engendrado
por la noche. La ausencia de tronido de bombas creaba un silencio cuya
estela expectante inquietaba a cualquiera. Tan solo los constantes
estornudos de Charles, que había cambiado el cuadernillo de crónicas por
el fusil, proyectaban algo de vida en aquel pequeño, pero compacto,
quinteto en misión sanitaria.
Finalmente, llegaron a las inmediaciones de un pequeño bosque cuya
existencia el profesor desconocía. Y es que la península de Crimea era
una tierra de innumerables colinas, de altos, claros entre bosques
desperdigados y un río poco avistado. Junto al ruinoso carro,
encontraron a media docena de soldados sardos.
- Les he dado permiso para que abran varias latas de conserva; estamos
hambrientos. – Indicó el oficial en inglés latinizado.
El profesor, con la ayuda de los soldados de su campamento, cargaba los
víveres en el carro nuevo, momento en el que empezaron a oír los
primeros cañonazos.
- La batalla ha comenzado. – Señaló Charles.
- Será mejor que no nos movamos ahora mismo. – Advirtió el sargento. –
Si alguna de las tropas zaristas se bate en retirada, podría dar con
nosotros y liquidarnos, apropiándose de la carga.
Pero cuando hizo pausar su teoría para añadir algo más, una terrible
explosión lo acalló, matándolo a él y a tres de sus hombres.
- ¡Pónganse a cubierto! – Alertó el periodista.
Alguien, quizá un destacamento posicionado en retaguardia, les había
divisado desde una de las mesetas de la batalla.
- ¡Ocultémonos en el bosque! – Gritó el profesor.
Pero los cañones del zar debieron intuir dicho movimiento, abriendo
fuego sobre la arboleda, haciendo que la imitación de bosque en mitad de
la llanura ardiera. Los sardos corrieron hacia una de las numerosas
colinas. Una cuyas faldas abruptas y pedregosas proporcionaban cierto
escondite bajo las piedras clavadas en la espesura. Desde lo alto,
casualmente, encontraron una magnífica vista de todas las operaciones,
de todo el teatro montado con tropas a cada lado, poniendo en marcha sus
estrategias y avanzadillas. La batalla de Balaclava estaba en su apogeo,
pero Guttendörf sólo tenía pensamiento para el cargamento perdido.
A un lado del panorámico valle, se apostaban las fuerzas grises del oso
ruso, reagrupadas en el extremo, dispuestas con su infantería cosaca y
artillería, limitadas sólo por las colinas del margen oriental.
- Parece que la vista de Lord Raglan tiene un velo. Miren como los rusos
se llevan sus cañones. – Ilustraba el corresponsal haciendo gala de sus
dotes periodísticas. – Ahora deberían hacer avanzar a la infantería.
Lord Raglan está sobre aquella meseta, seguramente, controlándolo todo
con su catalejo.
Sin embargo, dichas operaciones, a las que Guttendörf asistía perplejo,
sintiéndose muy afectado nuevamente por el horror de la guerra,
desembocaron en una de las acciones más absurdas y dementes de la
historia militar. La caballería británica, la llamada brigada ligera,
recibió la orden equivocada de avanzar sobre la fuerza zarista, la cual
los acogió perplejos.
- ¿Pero qué hacen, están locos? – Preguntó el cronista en voz alta. Uno
de los sardos pronunció una especie de ruego religioso en su lengua,
santiguándose a continuación. Guttendörf, que no entendía mucho de
estrategia militar, preguntó:
- ¿Qué ocurre?
- ¿Es que no lo ve?, los rusos llevan consigo su fuego de artillería. La
carga de la brigada ligera es suicida, los van a masacrar.
Y así fue, en unos minutos, las baterías y los rifles cosacos comenzaron
a liquidar a los primeros jinetes ingleses. El profesor contempló como
el primer oficial, al grito de galope y viva la reina Victoria, caía
sobre el polvoroso valle, que en pocas horas sería el sangriento y
humoso valle. Los dos sardos, impresionado ante el supuesto gran valor
de la caballería británica, se lanzaron a la carrera en la misma
dirección, aunque un terrible cañonazo les cercenó tal deseo, además de
sus vidas.
Qué gran desperdicio era una guerra, pensaba en su interior mientras la
carga ligera era aniquilada. Sólo un puñado de hombres, diez o doce más
o menos, sobrevivieron. Había caballos sin jinetes y jinetes sin
caballo. Uno de los corceles seguía galopando con el seccionado cuerpo
de su jinete. Y no eran pocos los soldados que yacían muertos aplastados
por su cabalgadura.
Qué pérdida de vidas tan irracional. Su sensibilidad se oscureció para
siempre, endureciéndolo en el aspecto positivo.
La batalla de Balaclava fue un ejemplo de decisiones caprichosas,
ordenadas y acatadas bajo connotaciones personales y otro tipo de
rivalidades.
- No me lo puedo creer. En esa carga había más de quinientos jinetes,
haré que toda Inglaterra sepa lo que ha ocurrido. El responsable ha de
caer sin compasión. – Expresó Charles, cuyo rictus era de gran
indignación.
Guttendörf guardó en su interior lo que pensaba en aquel instante: << ¿Y
qué más da quien sea el responsable? >> El corresponsal, seguramente un
soldado de trincheras periodísticas, redactor de chauvinistas artículos,
jamás lo hubiera entendido.
El soldado austriaco permanecía imperturbable, con la mirada perdida, o
quizá sabedor de que, pese a la confusa carga y posterior matanza de la
brigada ligera, las tropas zaristas iban perdiendo terreno frente al
avance de la infantería franco-británica. Los rusos, escapando de lo que
ya era el final de la batalla de Balaclava, hicieron hablar de nuevo sus
cañones, y éstos, más próximos de donde estaban ellos, dejaron caer sus
balas. Los globos de una lejana fiesta, - eso era lo que le asemejaba a
Guttendörf tal sucesión de explosiones -, seguían escuchándose, cada vez
más cerca, además del avance de los tambores y las cornetas aliados,
junto con las voces de esporádicas cargas; la palabra de las bayonetas y
de los fusiles; los rescoldos de la batalla. Las banderas de cada
nación, de cada regimiento, seguían manteniéndose enarboladas, siempre
quedaba alguien que la tomaba del soldado caído, anterior portador, y la
mantenía ondeada.
Quizá en la colina donde, según el reportero, los mandos británicos se
encontraban, había una serie de exculpaciones y evasivas en la
responsabilidad de tan inútil acción. Pero qué importaba eso. Miles de
hombres esperaban inertes a que los habitantes de la descomposición
orgánica, les dieran las gracias por el premio.
No se sabía si el sitio de Sebastopol había caído, aunque el desenlace
de la beligerancia no era incierto.
- Hay que salir de aquí, rápido. – Gritó Charles echando a correr.
El profesor y el austriaco lo secundaron. Ya sentían a su alrededor las
explosiones.
- ¡Separémonos! – Vociferó Guttendörf sin parar de correr.
Sus tímpanos estallaban a la vez que uno de los proyectiles. El soldado
austriaco le cayó encima, y los dos lo hicieron sobre el periodista. El
cañonazo les había alcanzado.
Pasó un considerable lapso de tiempo, unos minutos tal vez. La sucesión
de sonidos bélicos era cada vez más inaudible. La contienda, bajo
aquellas polvorientas colinas, tocaba a su fin. El profesor tenía sangre
por todas partes, pero no de su cuerpo. Le dolía la cabeza, y sus oídos
presentaban un fortísimo zumbido, aunque, como buen médico,
reconociéndose a sí mismo, no encontró gravedad alguna.
Estaba sobre el destrozado cuerpo de Charles, el cronista de guerra. Lo
movió, llamándolo, pero pronto se percató de que era un cadáver. Sobre
su espalda, estaba el austriaco. Se lo quitó de encima, y al hacerlo, se
estremeció, pues no había en él parte corporal que no estuviese barrida
por la metralla; las laceraciones eran incontables. Su cabello estaba
rojo; tenía la oreja desprendida, colgándole de un fino trozo de
músculo; había sufrido una muerte terrible, y con ella, le había salvado
la vida.
Se tendió boca arriba con los brazos del muerto aún sobre sus propias
piernas. Se sintió aliviado al ver que estaba vivo, aunque no por el
hecho de encontrarse junto a los inertes cuerpos de los hombres con los
que, momentos antes, había compartido la vivencia de la batalla. Se
incorporó, barriendo en derredor todo el ahumado paisaje. Los batallones
franceses e ingleses ponían rumbo a Sebastopol, donde se pensaba que
acabaría la odiosa guerra de Crimea. Pero él debía volver al hospital,
junto con flor y la, más que segura, inagotable llegada de heridos. Con
varios arañazos en el torso y el cuello, más un fuerte dolor en el codo
por la caída, encaminó sus botas y sus –rotos en una de las lentes-
quevedos, hacia el campamento. Pero no había dado ni cinco pasos,
cuando, detrás de él, la corpulenta figura del soldado misterioso, se
levantó. Guttendörf se volvió pasmado.
- ¡No es posible! – Exclamó – Está vivo.
Miró a un lado, comprobando que la oreja que antes colgaba, estaba en su
sitio. De no ser por las manchas de la ropa y cabellos, se diría que
aquel hombre no había recibido impacto alguno.
- Usted absorbió toda la metralla. Usted, junto con Charles, logró que
yo no recibiera más que rasguños. Él está muerto, como es lógico, pero
usted vive.
- Siento mucho no poder resolver su duda, y la entiendo. Pero créame si
le digo que ni yo mismo conozco lo que me ocurre.
El profesor se le acercó, curioseando, mirándolo con atención. No tenía
ni siquiera una cicatriz; era algo extraordinario.
- Mi cuerpo es así, y no sé por qué. Nací en Austria. – Relataba – Fui
el hijo único y póstumo de un pastor. Mi madre, al quedarse viuda, se
trasladó a Salzburgo. Allí, pobres y desdichados, para que su hijo no
muriera de hambre, me dejó bajo la custodia de un pariente. No olvido el
día que la vi por última vez. Fue una tarde muy triste. El pariente era
bebedor, muy violento con su sumisa esposa. Una noche, harto de escuchar
los gritos de la pobre mujer, me enfrenté a él. Sólo era un niño de doce
años. Le agarré del brazo y le propiné un puñetazo. El tipo cogió la
espada que colgaba de adorno en la chimenea y me hizo varios cortes. De
repente, los cortes se cerraron rápidamente sin dejar rastro. El
borracho se asustó tanto, que salió huyendo de la casa. Lo más
sorprendente fue la reacción de la mujer. No me agradeció nada. Me llamó
brujo. Monstruo. Escapé. Lloré. Vagué solo durante días, hasta que una
familia de nómadas rusos me recogió, llevándome a un orfanato. De allí
pasé a la academia militar de Kiev.
- ¿Y nunca más volvió a experimentar tal hecho?
- Claro que sí, pero hasta hoy, nadie se había dado cuenta de ello.
Durante las maniobras del ejército o la dura instrucción, siempre me
hacía heridas, heridas que, ¿cómo decirlo?...
- Se regeneraban. – Reveló Guttendörf.
- Eso, eso es. – Dijo el soldado muy efusivo. Llevaba años queriendo
conocer o pronunciar la palabra que definiese su extraña característica.
- Supongo que no habrá sentido miedo a lo largo de esta guerra.
- La verdad, mucho miedo no. Deseaba venir y probar mi problema, aunque
en algunos momentos me he preguntado qué ocurriría si un cañonazo o una
espada, me cortase la cabeza.
- Esperemos que ese momento no llegue. – Añadió el profesor sin ocultar
la fascinación a medida que lo examinaba.
Tras el diálogo, el cual hizo que la batalla y la absurda acción de la
carga ligera pasaran a un segundo plano, llegaron al hospital de
campaña. El ajetreo era espectacular.
- ¡Guttendörf! – Gritó Florence – Nos han llegado noticias de una gran
batalla, casi al tiempo de los heridos. Creí que te habíamos perdido.
- Ya ves que no.
Las curas se sucedieron durante las siguientes semanas. Las tiendas
estaban abarrotadas. Ya no había camastros y muchos heridos, los de
menor gravedad, se ubicaban en el mismo suelo. El soldado, el cual dijo
que se llamaba Andrei, se ofreció como camillero.
El duro invierno se abalanzó sobre el campamento. A principios de 1855,
Sebastopol cayó a manos de la coalición anglo-francesa. Las noticias del
final de la guerra caían como tesoros esperados. Muchos murieron durante
su estancia en el hospital, así como también muchos sobrevivieron,
atendidos por Florence Nightingale y Ángel Guttendörf.
La noche antes de abandonar el hospital, cuando todos los heridos fueron
evacuados y la mayoría del personal militar trasladado a sus países de
origen, Florence anunciaba su marcha a Turquía, adonde habían sido
llevados la mayoría de los heridos de la contienda, y donde se rumoreaba
que las condiciones sanitarias era deplorables.
- Tendré que poner orden allí. – Aseguraba sin dejar de toser. Ella y el
profesor sabían que estaba enferma.
- Las fiebres te acompañarán toda tu vida. – Profetizó Ángel.
Y así fue, Florence Nightingale padeció de la enfermedad contraída en la
dura guerra de Crimea.
Cuando ella se quedó dormida al calor del último fuego del hospital de
campaña, Guttendörf se interesó por el futuro de Andrei.
- Volveré a mi casa de Kiev. Tengo una esposa y un hijo. Dejaré el
ejército. – Decía con su inglés de acento ruso.
- ¿Sabe si su hijo lo ha heredado? – Inquirió el profesor.
- ¿El qué, mi problema? No lo sé y no quiero comprobarlo, ¿me entiende?
- Por supuesto. No haga daño a su hijo como prueba, deje que sea la
propia naturaleza la que lo haga.
Afuera, el escocés agarrado a dos muletas que hacía la guardia, gritó:
- ¡Cosacos, nos atacan!
No eran más de cinco o seis. Quizá huían del sitio de Sebastopol.
Florence despertó. No tenían más que el fusil de Andrei y el del escocés
que, tras dar la voz de alarma en la oscuridad de la noche, fue abatido
por una lanza inesperada.
- Mantened la calma. – Susurró Guttendörf – Prepárate Andrei, al primero
que entre dispara. – Advirtió, agarrando uno de los palos del fuego.
Florence se escondió tras la mesa.
Los rusos entraron rápido. El primero fue muerto, pero el segundó en
entrar lo hizo arrojando su lanza, la cual se clavó en la garganta de
Andrei. El profesor le hizo frente con la antorcha, viendo como los
otros también entraban. Uno de ellos pronunció algo en su idioma, y el
de la lanza, tras desclavarla del abierto cuello del soldado, se
disponía a hacer lo mismo con el profesor. Iba a morir. Ése era su fin.
En la última noche en Crimea, tras presenciar los horrores que habrían
de marcarle para toda la vida y sobrevivir ileso a todos ellos, su vida
se extinguiría a manos de un cosaco de vidriosa mirada. La misma que los
otros dirigían a Florence, la enfermera de enérgico carácter, a la que
cualquiera sabe qué atrocidades irían a cometerle y que se había
desmayado.
Pero el cuello de Andrei ya estaba regenerado, y ante la estupefacción
de los cosacos, se levantó. Al que iba a ser el verdugo del profesor lo
agarró con las dos manos, partiéndolo por la mitad. Los demás se
abalanzaron hacia él con lanzas y sables, provocándole heridas por todo
el cuerpo. El austriaco, como un colosal oso de las montañas, se los
quitó de encima, aplastando sus cabezas uno a uno y con un infrahumano
alarido. Cuando ya vio que todos estaban muertos, cayó al suelo
desfallecido, a la espera de que sus nuevas heridas regenerasen. El
profesor estaba muy impresionado. Demasiadas emociones en tan corto
intervalo de tiempo. Se había visto muerto.
Los cortes del hombre ya se habían cerrado.
- Debemos salir de aquí cuanto antes. – Opinó Guttendörf. – Puede que
vengan más.
Andrei asintió. Florence no recuperaba el conocimiento, pero estaba
bien. El profesor tomó lo necesario; medicinas, vendas, el fusil y la
antorcha. El soldado cogió en sus hombros a Florence
Anduvieron toda la noche, sin más compañía que la de sus pisadas, sus
jadeos y algún que otro disparo.
Al amanecer, con entusiasmo, bajaron de la colina hasta alcanzar un
convoy de soldados aliados, los cuales se dirigían al puerto. Florence
ya había despertado. Por fin la guerra, para todos, había finalizado.
Nightingale preguntó por el barco a tomar para Turquía; a pesar de lo
ocurrido, su espíritu, su deseo de curar y salvar vidas, era
inquebrantable.
- Jamás volveré a dudar de la capacidad de una mujer para cualquier
empresa. – Le dijo el profesor en la despedida – Haré que en mi
universidad haya más alumnas.
- Ni yo seré tan pesimista a la hora de imaginar una época de igualdad
laboral entre hombres y mujeres. Gracias, Guttendörf, ni en el baile, ni
en la guerra, estuve sola a tu lado.
- Adiós, Florence Nightingale.
Y así, tras despedirse también del enigmático Andrei, al que no quiso
molestar con un examen a fondo, el profesor dejó la península de Crimea,
la guerra de Crimea, la cual, con su labor, la de Florence, la de las
demás enfermeras, el periodismo y las nuevas armas, pasó a la historia
por ser la primera de las guerras modernas. El punto final de una vieja
forma de hacer la guerra.
Para él, fue una idéntica forma más de ver matarse a cientos de hombres
sin saber por qué. Hombres que seguían los colores de su bandera,
colores que no eran más que su vivo reflejo pues, con el paso del
tiempo, las banderas cambiarían, así como el rostro de los hombres. Y
unos y otros, hombres y banderas, seguirían matándose. Y, seguramente,
nunca volvería a existir un soldado indestructible como Andrei. Pero
eso, como casi todo lo que acontecería en el futuro, ya no formaría
parte de las historias del profesor Guttendörf.
FIN
©Eminente prof. Keimplatz.
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