EL MUSGO DE LA ERMITA DEL GODO

por Julio Cob Tortajada

 

 

Cuando noto la tibieza de su cuello en las yemas de mis dedos y la suavidad de sus cabellos sobre el dorso de mi mano, la necesidad de acariciar allí donde nacen y el goce de avanzar mimoso todo su rostro hasta alcanzar el escondido calor de sus pechos es un placer equiparable al del sentir su cálido aliento y húmedos besos sobre las palmas de mis manos. Mas todo aquello, no era sino un grato recuerdo mientras fijaba mis ojos en su retrato sobre la mesita de mi alcoba, al tiempo que con mis dedos sobre el frio cristal, dejaba con ellos un beso nacido de mis labios.

 

Abrí con mis dedos los postigos. La ventana daba al amanecer de un día nublado, que si bien me impedía recibir la caricia del sol, cuyos rayos se veían impedidos en atravesar un cielo acerado, nada reprimía sentir en mis manos la grata sensación de la suave lluvia, que a poco, se estancó en su cuenco que firme y estanco y al beber en él, supo a como si saciara mi sed acariciando la más fina de las porcelanas.

 

La puerta del hostal enfilaba hacia la ladera de una colina emboscada de encinas. La hierba desprendía el perfume del campo mojado y un camino empedrado, que más parecía aquella mañana un pequeño arroyo, era la ruta hacia una ermita de origen godo, que si no bien conservada, sí mostraba su encanto engrandecido aún más al presidir junto a ella un milenario roble que por su frondosidad y corpulencia la cubría toda entera.

 

La lluvia cesó, quizá ya agotada de una noche en la que había mostrado su generosidad y desprendimiento, o quizá se encontraba reponiendo sus fuerzas algo cansadas, mientras el cielo cubierto era el anuncio irrevocable de su marcha, alertando de que más pronto o más tarde volvería a besar la tierra que, romántica y cariñosa, la recibiría en su regazo acogiéndola con agrado cual amor lésbico y sensual.

 

El sendero, suave y de recodos poco abruptos, ascendía entre urdimbres de adelfas y madroños, decorados unos de flores rojas que arracimadas desprendían gotas de lluvia y los otros de ramas repletas de frutos. Los cogí con mis dedos y tras sentirlos en mis manos percibiendo su textura granulada, supe de su sabor agridulce y también exquisito, deleitándome con el frescor del bosque en aquella apacible mañana de campo avivada por los trinos sueltos de cualquier ave que se perdían por la espesura del encinar.

 

Poco me faltaba para llegar a la ermita, que ya la divisaba bajo su roble guardián, cuando una pequeña higuera emergía entre pequeños arbustos, rodeada de muérdagos y acebos. Aupado a una piedra que sobresalía del matorral me hice con media docena de higos gracias a mis manos, que tras comerlos, dejaron en ellas una untuosidad que relamí con mis labios, tan  llenos de gozo, como endulzados tal hubiese sido miel la que impregnara mi boca.

 

Llegué a la cima y me abracé al roble intentando con mis brazos rodearlos para juntar mis dedos y sentirlos unidos, sin conseguirlo tan grande era su robustez. Junto a la ermita, unas piedras viejas, que igual tenían el tiempo del roble, estaban cubiertas de musgo, próximas a una fuente de la que salía un caño, hueco su corazón, que era un tronco incrustado en la roca de la que manaba el agua fresca y dulce. Apoyando allí mi mano, bebí hasta saciar mi sed, que era grande, como la placentera estancia en tan inhóspito paraje. Y con mis manos, sequé mi boca, sintiendo un placer inenarrable en aquel ejercicio tan complaciente como sencillo.

 

Pasé mis manos por el musgo aterciopelado, acaricié las piedras antiguas y las palmas de mis manos supieron del frio temple que emanaba de las graníticas paredes de aquella ermita, en la que monjes godos pasaron parte de sus vidas dedicados al rezo y laborando con sus manos el pan de cada día, trabajando una pequeña huerta que por una planicie junto a la fuente, se adivinaba como el mejor lugar.

 

Aquella tarde, postrado en la cama y ya despierto del quirófano, la historia cuyo sueño albergaba mi mente, tantas veces repetida, ya la veo como posible, como realizable, aunque sólo sea en parte, tras treinta años de un anhelo irrenunciable, víctima de un accidente mortal en el que la perdí para siempre, al igual que mis manos. Los muñones ya son el pasado y mis dedos mi futuro.

 

Junio 2008

 ©Julio Cob Tortajada

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