El Sol no dejó nunca sus besos de fuego en aquel boscoso y pequeño
andurrial situado a pocos pies de un sendero de piedra. Por el camino
discurrían unos jilgueros. Siempre iban mirándose, vigilantes de su
soledad, como temerosos ante cualquier foráneo que pudiera salir a su
encuentro. Iban medrosos, huidizos, porque se presumían acechados por algo
extraño. Sabían de su existencia, aunque se escondía ante sus ojos. Quizá
sólo fuera el temor, el de aquellos pajarillos, propio de su fragilidad.
El que les habla sabe de ellos. Una vez me fijé en aquel paraje de magia,
de reflejos, de sombras, de color. Y en este instante es como si a través
de mis sentidos estuviera viviendo, otra vez, aquellos momentos.
Y cual picoteando las semillas escondidas en el humedal de arenilla, igual
al sudor pastoso de las piedras, los veo alzar sus cabezas. Gorgoritean,
miran a sus lados y juntan sus cuerpecillos en afinidad, al mismo tiempo
que procuran abrigo y protección.
Uno de ellos, como si fuera la oveja blanca de la familia, camina altivo;
como queriendo destacar entre los demás. No abandona el grupo y va
escudándose entre los otros jilgueros que recelantes, no se atenazan ante
lo indeciso. El que va altanero, pierde alguna de sus plumas sucias de
barro y entonces se avergüenza de ello. Con sus patitas torpes, procura
esconderlas entre la hojarasca para que nadie se de cuenta de su treta o
sepa de su desaliño.
Es cantarín y poco prudente, nada solitario y lo suyo es darse de notar
anunciando siempre su presencia. Es extrovertido y siempre busca la
compañía de otros pajarillos jugueteando en busca del Sol, cobijos bajo
las lluvias y soñeras en las oquedades de aquellos escasos robledos y
encinares al anochecer.
Tiene la cualidad de un pájaro prodigio. Le llaman Amaflor porque los
perfumes le embriagan. Desde siempre, es feliz ante los pistilos, pétalos
y filamentos de quienes se extasía. Siempre está atento a todas las
flores, sintiéndose por ello dueño y señor de aquel pequeño bosque. Sabe
todo y de todas las flores allí encubiertas, y quienquiera que sobre ellas
le pregunta da su cumplida respuesta. No hay ningún secreto para él en tan
exótico lugar y sí alguna flor se marchita otra la remplaza cumpliéndose
el deseo de Amaflor. Es como un ritual, hecho a su afán y nacido por los
designios del creador de tan apacible paraje.
Alguien me contó de aquellos jilgueros. Hubo una vez, en un atardecer, que
una tortuga salió a su encuentro. Su color era el del verde, como la
humedad del entorno. Su cabeza, inhiesta, como las flores de aquel bosque.
Su tamaño, grande, parecido al de un lobo pero sin patas. Amaflor fue el
único pajarillo que no se asustó.
- Hola Amaflor, sube sobre mi coraza y vamos a dar un paseo.
- No te conozco, ni sé tu nombre y jamás voy con extraños.
- Eres muy desconfiado Amaflor. Sin embargo yo sí te conozco y sé de ti,
porque me lo dicen tus amigas las flores. No sé porque me temes, siempre
podrías izar tus alas y escapar. No podría detenerte. Me conocen como
Mydas, y creo que nací aquí porque no conozco otro lugar.
Amaflor no lo dudó, aleteo, tomó un ligero impulso y subió a su espaldar.
- Dónde quieres ir, dímelo Amaflor.
- Flores quiero ver flores, aunque ya conozco todas las del bosque y de
nada nuevo me vas a ilustrar.
- ¡Vamos entonces! Verás lo que te voy a enseñar.
A poco rato y de atrás de una piedra enorme, de paredes lisas en forma de
huevo y del tamaño de un roble, escucharon un pequeño coro cantor. Se
dirigieron a él. Vieron un pequeño madroño repleto de flores, y todas
ellas, alegres, entonaban una bella melodía.
- Jamás había visto a las flores cantar. -Le dijo Amaflor a Mydas.
- Claro Amaflor, porque aunque creamos que lo sabemos todo, no es así.
Siempre necesitamos de alguien que nos guíe, que nos enseñe cosas, que nos
conduzca por el mundo. Por nosotros mismos bien poco podemos aprender.
Cuando alguien nos conduce por los caminos siempre hallaremos algo nunca
visto. Es entonces cuando nos damos cuenta de lo mucho que nos queda por
aprender.
Julio 2006-07-07
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