Cristina era
ciega desde que nació. Vivía en una de las fincas andaluzas de mayor
extensión y renombre de mediados del S. XIX, y como única hija del dueño
de aquellas tierras, era el centro del universo de la nombrada
residencia.
El mundo de la joven giraba en torno a sus prolongados momentos de
soledad y a sus clases. Las de piano eran las que más le entusiasmaban,
sobre todo por la voz de su profesor, un napolitano cuarentón al que
ella había idealizado en su mente como un jamás visto príncipe azul, y
que no era más que un orondo señor con aspecto de fraile dentudo y
tragón.
Sin embargo, pese a todas las consideraciones y todos los privilegios de
los que disfrutaba, su existencia no dejaba de ser aburrida, o como se
decía en sus provechosos minutos de aislamiento: ‘’una vida de encierro,
en un arco iris de hierro’’.
Era en esos instantes en los que, con un fuerte nudo en la garganta,
como una espada clavada en la misma, Cristina cerraba su libro de
cuartillas en Braille sin soltarlo y se ‘’arrancaba’’ los ojos,
dejándolos en el platón de la cena, junto a la lámpara de aceite,
intentando ver, por ejemplo, la hoja de palma que adornaba su habitación
con lo único que podía hacerlo; su corazón y su imaginación. Y con tal
ejercicio, se inventaba un cuento en su interior. Desde niña, cuando le
preguntaba a su padre por qué no veía, dejó claro su espíritu inquieto e
inconformista.
Su espacio era una cortina negra con rajas de luz temporal. Su mundo era
el sonido del piano y la voz de Don Berto. Un cosmos singular y muy
particular, en el que el agua era un repiqueteo líquido y grácil. El
aire, un amigo que le susurraba secretos. Y la tierra, el libro que aun
había que seguir leyendo para no extraviarse.
Todos los elementos que la creación ponía a su alcance, los usaba como
el mejor de los entretenimientos, cuando, al borde del amanecer, se
despertaba al oír el suave tamborileo de la lluvia matinal, la joven
llamada del amistoso viento y la invitación a la diversión que la
siguiente página del novelado suelo, le dejaba a los pies de la cama.
Entonces, descalza, corría y corría sobre la mojada hierba de la finca,
en una aventura sin par; sólo relatada en su interior. En esas mañanas,
en las que siempre lograba divisar lo más invisible, el padre, la madre
y demás habitantes de la hacienda, la buscaban con preocupación,
logrando con ello, que todos formaran parte de su cuento, además de
llamar la atención.
Y así pasaba su tiempo, entre esporádicas sesiones de universos
imaginarios, notas de piano, lectura, y las amables consideraciones,
demasiado mimosas para su edad, de una querida e incomprensible madre.
La sensación de que a su vida le faltaba algo que ni con la mejor de las
vistas se podía tener la asfixiaba, moldeándole el carácter en la
cuestión más positiva.
‘’Tienes todo lo que una chica de tu edad desearía’’, le dijo su padre
el día que cumplió los quince años y le regaló una bonita potra. Aquel
día, mientras acariciaba las crines alazanas del animal, comprendió que
lo único que le faltaba para ser feliz era buscar serlo. Los regalos,
las pleitesías y las hermosas palabras de todos entraban en sus oídos
como caídos del cielo, sin saber en ningún momento si realmente las
merecía, y con la certeza de no poder decírselo a sí misma. Deseaba
reconocimiento, no piedad. Respeto, no compasión. Y un poco de mano dura
y no chocolate suizo como constante premio. Cristina heredaría un
pequeño imperio o un gran condado, según se viese, pero lo que siempre
llevaría consigo era la facultad y el ansia de buscar una vida más
realizada y feliz. Cristina quería liberarse de lo artificial,
ganárselo, y contarse en su eterna oscuridad, lo plenamente satisfecha
que se sentiría al hacerlo.
Una noche, con tal de no soportar más su hastiada y seca actitud, su
padre la llevó a la ópera. Durante el transcurso de la representación
musical se sintió sobrecogida, perturbada al imaginar el montón de
rostros que se cruzarían con sus ojos color tierra; miradas que ella
nunca podía devolver. Era la primera vez que se encontraba rodeada de
tanta gente, y el teatro dejó de ser un amplio lugar para convertirse en
la pequeña jaula de un simpático canario. Tomó la decisión de hacerse la
indispuesta, pidiendo a Doña Eulalia, su inseparable yaya, que la
llevase. Cuando notó que el aire se hacía más frío y con la obertura
operística de fondo, pensó en salir corriendo, suponiendo que tal frío
provenía de la calle, la cual era su idea. Pero Eulalia era una mujer
buena y su delicado corazón no se merecía aquel susto.
- Eulalia, llévame a la calle. Por favor. – Le rogó.
- ¿A la calle? ¿Y para qué quieres ir a la calle? Es de noche y hace
frío, niña. – Sostuvo la mujer.
- Sé muy bien que es de noche y noto el frío, pero no hará más que en tu
corazón si no me dejas ir a la calle un rato. – Cristina solía ser muy
directa y firme con sus palabras cuando se le negaba lo que pedía, cosa
que no solía ocurrir. Eulalia la miró con ternura; pese a la fuerza de
su afirmación, no podía negarle lo pedido. El cochero estaba fuera y no
habría nada qué temer.
- Está bien, vamos a la calle, pero no olvides que si tu padre se entera
será a él al que le digas esas cosas. – Ella se sintió orgullosa de
haber logrado lo que se había propuesto, sabiendo que con su padre, el
mejor aliado que tenía, no habría problemas.
Por fin pisaría las adoquinadas calles de la ciudad. Por fin oiría a la
gente. Por fin sentiría algo diferente a la bucólica y sobria
tranquilidad del jardín.
Eulalia la llevaba de su brazo en todo momento, la anciana, robusta y
tranquila, confió en ella, esperando a que en cualquier momento
decidiese volver.
- ¿Y si damos un paseo más grande? Aquí sólo se oyen carros. Yo quiero
oír a la gente. Quiero pisar un parque y escuchar a los enamorados
sentados en los bancos.
- Tu padre ya debe andar buscándonos. Volvamos.
- Eres una gallina. – Y Cristina, en un alarde inesperado de pérdida de
control, soltó su mano de la de la vieja y echó a correr. Un cochero
hubo de frenar y no tropezó con la acera de enfrente de milagro.
Cuando el sonido, auténtico faro y guía, le indicaba su posición de la
de la nana, decidió correr un poco más calle abajo. Un hombre trató de
pararla y más cuando se percató de la pobre Eulalia, que la perseguía a
gritos. Pero la muchacha, muy astuta, se zafó del señor y continuó
corriendo, siempre en línea recta y aprovechando la gran largura de la
vía. Nada podía detenerla, igual que en su casa, cuando hacía lo mismo
pero rodeada de árboles y fuentes conocidas, sólo el cansancio de su
imaginación lo haría. Inesperadamente, contraria a su deseo, se detuvo.
Fue una voz, joven y masculina, la que lo hizo.
- ¡Compren su boleto, damas y caballeros! Colaboren con una buena causa
y ganen dos mil reales de premio. – Exclamaba la voz.
Ella se acercó.
- ¿Dos mil reales? ¿Y qué he de hacer para ganarlos?
- Es bien sencillo, señorita. Sólo cómpreme un boleto y lea mañana el
resultado en la gaceta de mi asociación. Si su número corresponde con el
premiado, habrá ganado los dos mil reales y yo seguiré trabajando. –
Respondió el joven con amable sonrisa y una gorra de lana.
- Dame uno. – Pidió un viandante acompañado de su mujer. – Pobre chico,
tan joven. – Murmuró la señora.
- Muchas gracias, señor. Y buena suerte.
- ¿Por qué esa señora ha dicho pobre chico? ¿Te pasa algo? – Inquirió
Cristina curiosa.
- Ya lo he oído y estoy acostumbrado. No me afecta. ¿Acaso no te
preguntas por qué llevo anteojos negros a esta hora de la noche?
- Lo siento. Soy ciega. – Expresó con serenidad
- Vaya. Pues encantado. Ya somos dos. – Dijo el chico cuando Eulalia ya
los había alcanzado.
Cristina ni se percató de la regañina. Sólo había lugar en su
pensamiento para la forma de hablar de aquel chico que, en aquellas
horas y con aquel frío, estaba encantado de haber conocido a otra
persona invidente como él, afirmando con positivismo, el estar
trabajando sin perder la sonrisa. Tan insólita escena, la conmovió
profundamente.
- Me tengo que ir. – Le dijo.
- Te vas sin comprar un boleto, pero me ha gustado hablar contigo.
Espero que vuelvas. – Y Cristina y su yaya se alejaron en dirección a la
ópera, con la voz del muchacho vendiendo sus boletos quedándose atrás y
la sensación de haber descubierto otra forma de vida.
Al llegar a casa, ninguno de los reproches paternos y maternos lograron
que la breve conversación con aquel vendedor abandonara su mente. Había
avistado un nuevo sentimiento. En una acción de desobediencia y
rebeldía, se topó con la otra cara de la luna, y por un momento, logró
escapar de su aprisionada existencia, revelando otra más real,
sacrificada, y a la vez, más satisfactoria. ‘’Sólo había que percibir la
alegría en sus palabras’’, le decía al padre pasados los días del
enfado. ¿Por qué no me llevas a verle? Me encantaría hablar otra vez con
él, pidió cuando ya su curiosidad se convirtió en deseo. Y como no se le
negaba nada, volvió con su padre al mismo sitio y a la misma hora,
aunque la voz ya no era la misma.
- Señoras, señores, dos mil reales de premio, dos mil reales. Compren el
boleto.
Se trataba de un timbre mucho más grave y ronco, con menos alegría y más
seriedad.
- Ésa no es la voz que habló conmigo, papá. Pregúntale dónde está el
muchacho.
El nuevo vendedor, un hombre ya maduro e igualmente ciego, le dijo a su
padre que el chico ya no trabajaba en esa calle. Lo habían trasladado de
punto, pero él no sabía dónde.
- Pregunte en nuestra asociación, en la calle Hueso, junto al vendedor
de carros.
La asociación era un pequeño edificio de reciente construcción. En su
entrada, dos ancianos jugaban al ajedrez bajo la luz del farol. Uno de
ellos mantenía un par de muletas sobre sus dobladas piernas, y el otro,
movía las piezas sólo con la mano izquierda, ya que no tenía la derecha.
El padre de Cristina golpeó en la puerta sin interesarse por la mirada
que los veteranos ajedrecistas le dedicaban a él y a su hija.
Una mujer, que por la forma de abrir demostraba claramente su
disminución ocular, preguntó quién es.
- Buenas noches. Verá, mi hija y yo buscamos al vendedor de boletos de
la calle del teatro. Es un muchacho joven y ciego.
- Aquí casi todos somos ciegos. – Habló la mujer – ¿Ha tenido algún
problema con él?
- No, por supuesto que no. Mi hija es también invidente y lo conoció
hace un par de semanas. Quería hablar con él.
- Todavía no ha terminado su jornada, pero no tardará en volver. Si lo
desea puede pasar y esperar en el comedor de la casa.
Cristina y su padre se sentaron en un espacioso salón decorado con
cuadros, libros y un enorme globo terráqueo. Al poco, un hombre de unos
sesenta años, y aparentemente sin discapacidad física, apareció en la
sala. Se presentó como Gualterio Miera, cuarto conde de Astudillo, según
anunció.
- ¿Por qué buscan a Óscar? – Preguntó, ofreciendo con ello, un nombre a
Cristina.
El padre lo explicó con detalle, adornando la explicación con el hecho
de que era cosa de jovencitos. En cambio, el supuesto conde, que no
quitaba vista de Cristina, sólo preguntó:
- ¿Le importaría que su hija me acompañase al patio?
Antes de la negativa paterna, ella acarició su mano.
- Pasaré a recogerte en una hora.
Cuando se quedaron solos, el señor Gualterio explicó a Cristina la
función y finalidad de aquella asociación.
- Si vienes por aquí vas a conocer a muchas personas como tú, que
gracias a la labor y al trabajo que proporcionamos, tienen una razón de
ser y un empleo al que dirigirse al despertar.
Ella acogía tales palabras como el sediento que encuentra una dulce
laguna en pleno desierto.
- Lo que tienes a tu alrededor son ciegos, en su mayoría, y demás
afectados por una discapacidad. No sólo la venta de los boletos que le
viste a Óscar es su tarea. Aquí tenemos un taller de cerámica, una
escuela de música y un curso de ajedrez.
- A mí me fascina el piano. – Dijo ella.
- Eso está bien. Pero por el aspecto de tu padre, y no me lo tomes a
mal, diría que no hay en tu vida más ocupación que la de tocar el piano,
entretenerte y alimentarte. ¿Me equivoco?
- No.
- Lo que hacemos aquí será algo normal dentro de muchos años. He
visitado muchos países en el mundo, y créeme, las personas que tienen un
defecto físico son tratadas con desprecio, burla o compasión en el mejor
de los casos. Nadie mueve un dedo por ellos y tan sólo sus padres lo
hacen, pero eso sí, evitando que salgan de casa. Pasará mucho tiempo
para que eso deje de ocurrir. Aquí se disfruta con lo que se hace. Se
sienten satisfechos cuando vuelven cansados y sudorosos, y más aun
cuando organizamos una cena para todos o es el cumpleaños de alguno.
Podrías colaborar con nosotros.
- Mi hija no necesita trabajar. – Manifestó el padre cuando supo la
invitación del conde.
- No tiene por qué trabajar. Puede venir a tocar el piano o aprender a
hacer vasijas
y jarrones.
Cristina no abrió la boca y acató la orden de su padre de irse.
Gualterio no insistió, pues conocía muy bien a esa clase de padres que
aseguran querer lo mejor para sus hijos colmándolos de facilidades. Sin
embargo, el conde de poblada barba blanca, intuía que a la joven no le
desagradaba la idea y sí la vida que tenía en su casa.
La madre fue incluso más negativa, hasta sospechó de la verdadera
intención de aquel hipotético samaritano con título nobiliario. Pero
Cristina, por primera vez en su vida, supo cómo podía ser útil y deseó
con toda su fuerza arriesgarse.
Dejó de tocar el piano. Dejó de hablar con todo el mundo, incluido su
padre. Y hasta dejó de alimentarse. O volvía a aquel lugar y hacía algo
o moriría. Y también estaba el deseo de conocer a Óscar.
No hubo alternativa y el día trece de diciembre de aquel año, festividad
de Santa Lucía, Cristina, bajo un frío terrible, comenzó a trabajar para
la asociación del filántropo conde de Astudillo, el señor Gualterio. El
primer día no vendió mucho, dado el clima, pero no le importó, porque ya
había alcanzado por si misma, la felicidad y la realizada libertad tan
largamente buscada. Y al lado del dueño de la voz que cambió su vida,
supo lo que es el amor y algo más que el deseo de sus invidentes ojos.
Supo lo que era el deseo de su corazón.
FIN
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