EL DESEO DE SUS OJOS.

 

Por Agustín Serrano.
 

Primer premio en el Certamen de relato corto Santa Lucía 2006 de la ONCE.

 

Cristina era ciega desde que nació. Vivía en una de las fincas andaluzas de mayor extensión y renombre de mediados del S. XIX, y como única hija del dueño de aquellas tierras, era el centro del universo de la nombrada residencia.
El mundo de la joven giraba en torno a sus prolongados momentos de soledad y a sus clases. Las de piano eran las que más le entusiasmaban, sobre todo por la voz de su profesor, un napolitano cuarentón al que ella había idealizado en su mente como un jamás visto príncipe azul, y que no era más que un orondo señor con aspecto de fraile dentudo y tragón.
Sin embargo, pese a todas las consideraciones y todos los privilegios de los que disfrutaba, su existencia no dejaba de ser aburrida, o como se decía en sus provechosos minutos de aislamiento: ‘’una vida de encierro, en un arco iris de hierro’’.
Era en esos instantes en los que, con un fuerte nudo en la garganta, como una espada clavada en la misma, Cristina cerraba su libro de cuartillas en Braille sin soltarlo y se ‘’arrancaba’’ los ojos, dejándolos en el platón de la cena, junto a la lámpara de aceite, intentando ver, por ejemplo, la hoja de palma que adornaba su habitación con lo único que podía hacerlo; su corazón y su imaginación. Y con tal ejercicio, se inventaba un cuento en su interior. Desde niña, cuando le preguntaba a su padre por qué no veía, dejó claro su espíritu inquieto e inconformista.
Su espacio era una cortina negra con rajas de luz temporal. Su mundo era el sonido del piano y la voz de Don Berto. Un cosmos singular y muy particular, en el que el agua era un repiqueteo líquido y grácil. El aire, un amigo que le susurraba secretos. Y la tierra, el libro que aun había que seguir leyendo para no extraviarse.
Todos los elementos que la creación ponía a su alcance, los usaba como el mejor de los entretenimientos, cuando, al borde del amanecer, se despertaba al oír el suave tamborileo de la lluvia matinal, la joven llamada del amistoso viento y la invitación a la diversión que la siguiente página del novelado suelo, le dejaba a los pies de la cama. Entonces, descalza, corría y corría sobre la mojada hierba de la finca, en una aventura sin par; sólo relatada en su interior. En esas mañanas, en las que siempre lograba divisar lo más invisible, el padre, la madre y demás habitantes de la hacienda, la buscaban con preocupación, logrando con ello, que todos formaran parte de su cuento, además de llamar la atención.

Y así pasaba su tiempo, entre esporádicas sesiones de universos imaginarios, notas de piano, lectura, y las amables consideraciones, demasiado mimosas para su edad, de una querida e incomprensible madre.
La sensación de que a su vida le faltaba algo que ni con la mejor de las vistas se podía tener la asfixiaba, moldeándole el carácter en la cuestión más positiva.
‘’Tienes todo lo que una chica de tu edad desearía’’, le dijo su padre el día que cumplió los quince años y le regaló una bonita potra. Aquel día, mientras acariciaba las crines alazanas del animal, comprendió que lo único que le faltaba para ser feliz era buscar serlo. Los regalos, las pleitesías y las hermosas palabras de todos entraban en sus oídos como caídos del cielo, sin saber en ningún momento si realmente las merecía, y con la certeza de no poder decírselo a sí misma. Deseaba reconocimiento, no piedad. Respeto, no compasión. Y un poco de mano dura y no chocolate suizo como constante premio. Cristina heredaría un pequeño imperio o un gran condado, según se viese, pero lo que siempre llevaría consigo era la facultad y el ansia de buscar una vida más realizada y feliz. Cristina quería liberarse de lo artificial, ganárselo, y contarse en su eterna oscuridad, lo plenamente satisfecha que se sentiría al hacerlo.

Una noche, con tal de no soportar más su hastiada y seca actitud, su padre la llevó a la ópera. Durante el transcurso de la representación musical se sintió sobrecogida, perturbada al imaginar el montón de rostros que se cruzarían con sus ojos color tierra; miradas que ella nunca podía devolver. Era la primera vez que se encontraba rodeada de tanta gente, y el teatro dejó de ser un amplio lugar para convertirse en la pequeña jaula de un simpático canario. Tomó la decisión de hacerse la indispuesta, pidiendo a Doña Eulalia, su inseparable yaya, que la llevase. Cuando notó que el aire se hacía más frío y con la obertura operística de fondo, pensó en salir corriendo, suponiendo que tal frío provenía de la calle, la cual era su idea. Pero Eulalia era una mujer buena y su delicado corazón no se merecía aquel susto.

- Eulalia, llévame a la calle. Por favor. – Le rogó.
- ¿A la calle? ¿Y para qué quieres ir a la calle? Es de noche y hace frío, niña. – Sostuvo la mujer.
- Sé muy bien que es de noche y noto el frío, pero no hará más que en tu corazón si no me dejas ir a la calle un rato. – Cristina solía ser muy directa y firme con sus palabras cuando se le negaba lo que pedía, cosa que no solía ocurrir. Eulalia la miró con ternura; pese a la fuerza de su afirmación, no podía negarle lo pedido. El cochero estaba fuera y no habría nada qué temer.
- Está bien, vamos a la calle, pero no olvides que si tu padre se entera será a él al que le digas esas cosas. – Ella se sintió orgullosa de haber logrado lo que se había propuesto, sabiendo que con su padre, el mejor aliado que tenía, no habría problemas.

Por fin pisaría las adoquinadas calles de la ciudad. Por fin oiría a la gente. Por fin sentiría algo diferente a la bucólica y sobria tranquilidad del jardín.
Eulalia la llevaba de su brazo en todo momento, la anciana, robusta y tranquila, confió en ella, esperando a que en cualquier momento decidiese volver.

- ¿Y si damos un paseo más grande? Aquí sólo se oyen carros. Yo quiero oír a la gente. Quiero pisar un parque y escuchar a los enamorados sentados en los bancos.
- Tu padre ya debe andar buscándonos. Volvamos.
- Eres una gallina. – Y Cristina, en un alarde inesperado de pérdida de control, soltó su mano de la de la vieja y echó a correr. Un cochero hubo de frenar y no tropezó con la acera de enfrente de milagro.

Cuando el sonido, auténtico faro y guía, le indicaba su posición de la de la nana, decidió correr un poco más calle abajo. Un hombre trató de pararla y más cuando se percató de la pobre Eulalia, que la perseguía a gritos. Pero la muchacha, muy astuta, se zafó del señor y continuó corriendo, siempre en línea recta y aprovechando la gran largura de la vía. Nada podía detenerla, igual que en su casa, cuando hacía lo mismo pero rodeada de árboles y fuentes conocidas, sólo el cansancio de su imaginación lo haría. Inesperadamente, contraria a su deseo, se detuvo. Fue una voz, joven y masculina, la que lo hizo.

- ¡Compren su boleto, damas y caballeros! Colaboren con una buena causa y ganen dos mil reales de premio. – Exclamaba la voz.

Ella se acercó.

- ¿Dos mil reales? ¿Y qué he de hacer para ganarlos?
- Es bien sencillo, señorita. Sólo cómpreme un boleto y lea mañana el resultado en la gaceta de mi asociación. Si su número corresponde con el premiado, habrá ganado los dos mil reales y yo seguiré trabajando. – Respondió el joven con amable sonrisa y una gorra de lana.
- Dame uno. – Pidió un viandante acompañado de su mujer. – Pobre chico, tan joven. – Murmuró la señora.
- Muchas gracias, señor. Y buena suerte.
- ¿Por qué esa señora ha dicho pobre chico? ¿Te pasa algo? – Inquirió Cristina curiosa.
- Ya lo he oído y estoy acostumbrado. No me afecta. ¿Acaso no te preguntas por qué llevo anteojos negros a esta hora de la noche?
- Lo siento. Soy ciega. – Expresó con serenidad
- Vaya. Pues encantado. Ya somos dos. – Dijo el chico cuando Eulalia ya los había alcanzado.
Cristina ni se percató de la regañina. Sólo había lugar en su pensamiento para la forma de hablar de aquel chico que, en aquellas horas y con aquel frío, estaba encantado de haber conocido a otra persona invidente como él, afirmando con positivismo, el estar trabajando sin perder la sonrisa. Tan insólita escena, la conmovió profundamente.
- Me tengo que ir. – Le dijo.
- Te vas sin comprar un boleto, pero me ha gustado hablar contigo. Espero que vuelvas. – Y Cristina y su yaya se alejaron en dirección a la ópera, con la voz del muchacho vendiendo sus boletos quedándose atrás y la sensación de haber descubierto otra forma de vida.
Al llegar a casa, ninguno de los reproches paternos y maternos lograron que la breve conversación con aquel vendedor abandonara su mente. Había avistado un nuevo sentimiento. En una acción de desobediencia y rebeldía, se topó con la otra cara de la luna, y por un momento, logró escapar de su aprisionada existencia, revelando otra más real, sacrificada, y a la vez, más satisfactoria. ‘’Sólo había que percibir la alegría en sus palabras’’, le decía al padre pasados los días del enfado. ¿Por qué no me llevas a verle? Me encantaría hablar otra vez con él, pidió cuando ya su curiosidad se convirtió en deseo. Y como no se le negaba nada, volvió con su padre al mismo sitio y a la misma hora, aunque la voz ya no era la misma.

- Señoras, señores, dos mil reales de premio, dos mil reales. Compren el boleto.

Se trataba de un timbre mucho más grave y ronco, con menos alegría y más seriedad.

- Ésa no es la voz que habló conmigo, papá. Pregúntale dónde está el muchacho.

El nuevo vendedor, un hombre ya maduro e igualmente ciego, le dijo a su padre que el chico ya no trabajaba en esa calle. Lo habían trasladado de punto, pero él no sabía dónde.

- Pregunte en nuestra asociación, en la calle Hueso, junto al vendedor de carros.

La asociación era un pequeño edificio de reciente construcción. En su entrada, dos ancianos jugaban al ajedrez bajo la luz del farol. Uno de ellos mantenía un par de muletas sobre sus dobladas piernas, y el otro, movía las piezas sólo con la mano izquierda, ya que no tenía la derecha. El padre de Cristina golpeó en la puerta sin interesarse por la mirada que los veteranos ajedrecistas le dedicaban a él y a su hija.
Una mujer, que por la forma de abrir demostraba claramente su disminución ocular, preguntó quién es.

- Buenas noches. Verá, mi hija y yo buscamos al vendedor de boletos de la calle del teatro. Es un muchacho joven y ciego.
- Aquí casi todos somos ciegos. – Habló la mujer – ¿Ha tenido algún problema con él?
- No, por supuesto que no. Mi hija es también invidente y lo conoció hace un par de semanas. Quería hablar con él.
- Todavía no ha terminado su jornada, pero no tardará en volver. Si lo desea puede pasar y esperar en el comedor de la casa.
Cristina y su padre se sentaron en un espacioso salón decorado con cuadros, libros y un enorme globo terráqueo. Al poco, un hombre de unos sesenta años, y aparentemente sin discapacidad física, apareció en la sala. Se presentó como Gualterio Miera, cuarto conde de Astudillo, según anunció.

- ¿Por qué buscan a Óscar? – Preguntó, ofreciendo con ello, un nombre a Cristina.

El padre lo explicó con detalle, adornando la explicación con el hecho de que era cosa de jovencitos. En cambio, el supuesto conde, que no quitaba vista de Cristina, sólo preguntó:

- ¿Le importaría que su hija me acompañase al patio?

Antes de la negativa paterna, ella acarició su mano.

- Pasaré a recogerte en una hora.

Cuando se quedaron solos, el señor Gualterio explicó a Cristina la función y finalidad de aquella asociación.
- Si vienes por aquí vas a conocer a muchas personas como tú, que gracias a la labor y al trabajo que proporcionamos, tienen una razón de ser y un empleo al que dirigirse al despertar.
Ella acogía tales palabras como el sediento que encuentra una dulce laguna en pleno desierto.

- Lo que tienes a tu alrededor son ciegos, en su mayoría, y demás afectados por una discapacidad. No sólo la venta de los boletos que le viste a Óscar es su tarea. Aquí tenemos un taller de cerámica, una escuela de música y un curso de ajedrez.
- A mí me fascina el piano. – Dijo ella.
- Eso está bien. Pero por el aspecto de tu padre, y no me lo tomes a mal, diría que no hay en tu vida más ocupación que la de tocar el piano, entretenerte y alimentarte. ¿Me equivoco?
- No.
- Lo que hacemos aquí será algo normal dentro de muchos años. He visitado muchos países en el mundo, y créeme, las personas que tienen un defecto físico son tratadas con desprecio, burla o compasión en el mejor de los casos. Nadie mueve un dedo por ellos y tan sólo sus padres lo hacen, pero eso sí, evitando que salgan de casa. Pasará mucho tiempo para que eso deje de ocurrir. Aquí se disfruta con lo que se hace. Se sienten satisfechos cuando vuelven cansados y sudorosos, y más aun cuando organizamos una cena para todos o es el cumpleaños de alguno. Podrías colaborar con nosotros.

- Mi hija no necesita trabajar. – Manifestó el padre cuando supo la invitación del conde.
- No tiene por qué trabajar. Puede venir a tocar el piano o aprender a hacer vasijas
y jarrones.
Cristina no abrió la boca y acató la orden de su padre de irse. Gualterio no insistió, pues conocía muy bien a esa clase de padres que aseguran querer lo mejor para sus hijos colmándolos de facilidades. Sin embargo, el conde de poblada barba blanca, intuía que a la joven no le desagradaba la idea y sí la vida que tenía en su casa.
La madre fue incluso más negativa, hasta sospechó de la verdadera intención de aquel hipotético samaritano con título nobiliario. Pero Cristina, por primera vez en su vida, supo cómo podía ser útil y deseó con toda su fuerza arriesgarse.
Dejó de tocar el piano. Dejó de hablar con todo el mundo, incluido su padre. Y hasta dejó de alimentarse. O volvía a aquel lugar y hacía algo o moriría. Y también estaba el deseo de conocer a Óscar.
No hubo alternativa y el día trece de diciembre de aquel año, festividad de Santa Lucía, Cristina, bajo un frío terrible, comenzó a trabajar para la asociación del filántropo conde de Astudillo, el señor Gualterio. El primer día no vendió mucho, dado el clima, pero no le importó, porque ya había alcanzado por si misma, la felicidad y la realizada libertad tan largamente buscada. Y al lado del dueño de la voz que cambió su vida, supo lo que es el amor y algo más que el deseo de sus invidentes ojos. Supo lo que era el deseo de su corazón.




FIN
 





 

 
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