Cuento de navidad

por Julio Cob Tortajada

Cuando los tres Reyes Magos de Oriente vieron pasar ante sus ojos tres cometas, no lo pensaron más, abandonaron su estrella, su residencia de verano y se auparon a las grupas astrales enfilando rumbo a Occidente, en uno más de sus acostumbrados viajes cargados de felicidad con la misión de repartirla por todos los rincones del mundo. Pronto cruzaron la frontera que nos separa, y muy celosos de cumplir las normas allá por donde pasan, se abrocharon el cinturón de seguridad, a pesar de que no lo necesitaban. Tal privilegio, lo heredaban de hacía más de dos mil años, cuando se ganaron la inmortalidad hasta el fin de los siglos, que coincidirá con la llegada de Quien un día vendrá a juzgarnos. Incluso a ellos mismos, quienes también tendrán que rendir cuenta de sus regalos, los entregados a quienes no se hubiesen hecho merecedores de ellos.

 

Había sido un bueno año para los tres Magos de Oriente, que producto de su trabajo, preñaron de juguetes el interior de sus nubes blancas recauchutadas de algodón, los vagones donde los transportaban. A gran velocidad, surcaron los cielos y la inmensa caravana volaba por la autopista celeste, celosos de su horario, para llegar a su destino cuando empezara la noche y repartir sus regalos, una vez recogidas las cartas depositadas en los buzones esparcidos por todos los rincones de la ciudad, incluso en las grandes plazas del neón navideño que tanto alimentan los sueños infantiles.

 

Pero aquel año, como podía ser el actual en que estamos, sus emisarios, adelantados para hacer un cálculo de las peticiones, algo habían hecho mal, pues no informaron a los Reyes Magos de que si había sido un buen año para ellos, no lo había sido para las familias que iban a visitar, y no advirtieron de la inflación galopante que sufrían, a cuyo trote, había arrasado sus recursos, débiles y extenuados, lo que les había obligado a ciertas privaciones en muchas de las casas de aquella ciudad, incluso en las de mediana economía.

 

Y para más inri, alguien les había ganado la mano, llegando con la antelación de todos los años. Papá Noel, porque no podía ser otro, ya había dejado sus regalos, y cuando los pajes reales abrieron los buzones, los vieron casi vacíos, huérfanos de sobres. Sólo unos cuantos telegramas con muy pocas palabras hallaron en sus fondos, lo que hacía suponer una noche de poco trabajo, al menos en aquel lugar. Pintaron pues bastos para los Monarcas, y Papá Noel ya había llenado las casas de juguetes, sin más mérito que haber llegado primero, vaciando no solo los bolsillos, sino también dejando sin límite las tarjetas de crédito de todos los papás.

 

Pero los Reyes Magos no habían llegado hasta allí para volver cargados a su estrella celeste sin cumplir su misión encomendada, motivo fundamental de su  larga existencia. Y calle por calle, y casa por casa, vaciaron sus nubes que tenían ancladas atiborradas de juguetes. Un año más alegraron a los niños de aquella ciudad, como tantas otras veces, ilusionados como siempre.

 

Como días antes lo había hecho Papa Noel, que si republicano él, ellos eran los Reyes Magos de Oriente, y con su magia e ilusión, como fértiles simientes que son, el próximo año sería mejor para todos, con cartas de niños en los buzones saliéndose por las orejas y telegramas urgentes de última hora, llenos de ensueños, llenos de esperanza.

 

16/12/2007

 

 ©Julio Cob Tortajada

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