Apenas pasaba de la treintena pero sus manos eran muy rudas y en su mente
anidaba el constante pensamiento de quien no había abandonado la ilusión
por traer un hijo al mundo. Mientras tanto, la mañana castigaba su espalda
pero se protegía con un ancho sombrero de esparto. Estaba sentada, al
igual que otras mujeres en la misma faena, en una pequeña, dura e incomoda
silla de madera repasando la red de pescar de su esposo y buscando en ella
cualquier rotura para remendarla después, utilizando en su labor una vasta
aguja de hueso probablemente de algún animal acuático.
El puerto pesquero era muy pequeño y las escasas embarcaciones
pertenecientes a la flota local descansaban en aquel domingo abrileño. En
sus cubiertas los pescadores daban los últimos retoques repasando los
pequeños deterioros producidos en la jornada anterior, para salir al
amanecer con nuevos bríos en la búsqueda de la necesaria pesca para el
sustento familiar.
Era Domingo de Ramos, el Sol descargaba sus fuerzas, la brisa era suave y
tanto ellas, las esposas en la dársena, como sus maridos sobre las barcas,
pensaban en la procesión de la tarde para dar la bienvenida al Señor que,
sentado sobre un escuálido asno, pasaría por la puerta del Arco en
representación de la entrada de Jesús en Jerusalén como preludio de lo que
iba a ser la Semana de Pasión.
Las campanas tañían asustando a las palomas que levantaban su vuelo hacia
la gemela torre frente a la de la Iglesia y que ambas, rivalizando con el
Faro, se convertían en el emblema del poblado. Las cometas izadas desde la
playa, revoloteaban por las alturas y sus colas amenazaban enredarse con
los tejados. Y cuando los muchachos que las subían tiraban de ellas con
fuerza, se dirigían como saetas hacia los campanarios para juntarse con
los repiques que salían de aquellas antiguas y entrañables torres
blanqueadas por el Sol.
Eran ya las horas de la media tarde y las estrechas calles se iban
poblando de visitantes que iban situándose frente a la Fuente de un caño
junto a la Puerta del Arco. En una recoleta plaza cercana, las niñas
vendían su mercancía de conchas y caracolas, cangrejos secos y caballitos
de mar. Ofrecían en estuches de madera embadurnada con brea un ternario,
compuesto por una sortija de hueso marino, un collar de cuentas de coral y
un espejo con bordes de nácar.
Junto a la muralla que cierra al pueblo y por donde rompen las olas cuando
la mar está picada, existen los restos del marco de una puerta de piedra
sin hojas por donde subían los pescadores que habían dejado allí ancladas
sus barcas de pesca. Para las embarcaciones de mayor peso y frente a
aquella puerta de piedra, existe engarzada en la muralla una gruesa
argolla en la que sujetaban a los pesqueros. El lugar es el sitio en donde
se situaba el viejo puerto ya desparecido. Hace ochenta años éste puerto
fue trasladado al sur del poblado, su actual emplazamiento, por la
necesidad del mayor calado en las barcas de motor que habían sustituido a
las de vela.
Pero aquel lugar, además de entrañable, resulta mágico pues se ha
convertido en el marco para un rito que viene de muy antiguo. Cuando los
nativos se casaban, lanzaban desde aquel lugar una ofrenda artesanal de
conchas y corales hecha por la novia, pidiendo al mar, a voces, el número
de hijos que deseaban y qué al mismo tiempo les llegaran muy sanos y muy
fuertes.
La antigua tradición, con alguna transformación en la forma pero no en el
fondo, sigue cumpliéndose en nuestros días y los recién casados acuden
allí para repicar la vieja argolla aun existente contra la muralla, tantas
veces cómo hijos desean tener. Y la ofrenda al mar se ha sustituido con el
obsequio por parte del novio a la novia de un ternario, compuesto por una
sortija, un collar y un espejo; que ya no son de conchas y corales sino de
plata u oro.
Las campanas de las dos torres repicaban con alegría el final de la fiesta
del Domingo de Ramos, al mismo tiempo que el Sol se escondía entre las
montañas y las gentes se iban retirando hacia sus casas. Pedro un pescador
cuarentón, recio y de barba cerrada llevó el asno a la cuadra municipal.
Recibió abrazos de todos y se adentró en solitario por las estrechas
callejuelas que desembocaban en la muralla sabiendo muy bien a donde iba y
cual era el motivo.
Anochecía. La luna se reflejaba en el mar y Brígida con sus pocos más de
treinta años y sola ante la argolla, levantándola con su ruda mano, la
dejaba caer con fuerza sobre la piedra de la muralla y con un golpe. Luego
con andar precavido por la humedad de las rocas pero firme por su deseo,
pasaba la puerta de piedra, se arrodillaba ante las apacibles aguas y
lanzaba sobre ellas un puñado de conchas, caracolas y caballitos de mar.
Luego se levantaba, volvía hacia el marco de piedra de la puerta sin
hojas, y allí, esperándola, estaba Pedro.
- Anda mujer, que ya es tarde y mañana tengo que salir al mar.
Abril 2006
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