CONCHAS, CARACOLAS Y CABALLITOS DE MAR

Julio Cob Tortajada

 



Apenas pasaba de la treintena pero sus manos eran muy rudas y en su mente anidaba el constante pensamiento de quien no había abandonado la ilusión por traer un hijo al mundo. Mientras tanto, la mañana castigaba su espalda pero se protegía con un ancho sombrero de esparto. Estaba sentada, al igual que otras mujeres en la misma faena, en una pequeña, dura e incomoda silla de madera repasando la red de pescar de su esposo y buscando en ella cualquier rotura para remendarla después, utilizando en su labor una vasta aguja de hueso probablemente de algún animal acuático.

El puerto pesquero era muy pequeño y las escasas embarcaciones pertenecientes a la flota local descansaban en aquel domingo abrileño. En sus cubiertas los pescadores daban los últimos retoques repasando los pequeños deterioros producidos en la jornada anterior, para salir al amanecer con nuevos bríos en la búsqueda de la necesaria pesca para el sustento familiar.

Era Domingo de Ramos, el Sol descargaba sus fuerzas, la brisa era suave y tanto ellas, las esposas en la dársena, como sus maridos sobre las barcas, pensaban en la procesión de la tarde para dar la bienvenida al Señor que, sentado sobre un escuálido asno, pasaría por la puerta del Arco en representación de la entrada de Jesús en Jerusalén como preludio de lo que iba a ser la Semana de Pasión.

Las campanas tañían asustando a las palomas que levantaban su vuelo hacia la gemela torre frente a la de la Iglesia y que ambas, rivalizando con el Faro, se convertían en el emblema del poblado. Las cometas izadas desde la playa, revoloteaban por las alturas y sus colas amenazaban enredarse con los tejados. Y cuando los muchachos que las subían tiraban de ellas con fuerza, se dirigían como saetas hacia los campanarios para juntarse con los repiques que salían de aquellas antiguas y entrañables torres blanqueadas por el Sol.

Eran ya las horas de la media tarde y las estrechas calles se iban poblando de visitantes que iban situándose frente a la Fuente de un caño junto a la Puerta del Arco. En una recoleta plaza cercana, las niñas vendían su mercancía de conchas y caracolas, cangrejos secos y caballitos de mar. Ofrecían en estuches de madera embadurnada con brea un ternario, compuesto por una sortija de hueso marino, un collar de cuentas de coral y un espejo con bordes de nácar.

Junto a la muralla que cierra al pueblo y por donde rompen las olas cuando la mar está picada, existen los restos del marco de una puerta de piedra sin hojas por donde subían los pescadores que habían dejado allí ancladas sus barcas de pesca. Para las embarcaciones de mayor peso y frente a aquella puerta de piedra, existe engarzada en la muralla una gruesa argolla en la que sujetaban a los pesqueros. El lugar es el sitio en donde se situaba el viejo puerto ya desparecido. Hace ochenta años éste puerto fue trasladado al sur del poblado, su actual emplazamiento, por la necesidad del mayor calado en las barcas de motor que habían sustituido a las de vela.

Pero aquel lugar, además de entrañable, resulta mágico pues se ha convertido en el marco para un rito que viene de muy antiguo. Cuando los nativos se casaban, lanzaban desde aquel lugar una ofrenda artesanal de conchas y corales hecha por la novia, pidiendo al mar, a voces, el número de hijos que deseaban y qué al mismo tiempo les llegaran muy sanos y muy fuertes.

La antigua tradición, con alguna transformación en la forma pero no en el fondo, sigue cumpliéndose en nuestros días y los recién casados acuden allí para repicar la vieja argolla aun existente contra la muralla, tantas veces cómo hijos desean tener. Y la ofrenda al mar se ha sustituido con el obsequio por parte del novio a la novia de un ternario, compuesto por una sortija, un collar y un espejo; que ya no son de conchas y corales sino de plata u oro.

Las campanas de las dos torres repicaban con alegría el final de la fiesta del Domingo de Ramos, al mismo tiempo que el Sol se escondía entre las montañas y las gentes se iban retirando hacia sus casas. Pedro un pescador cuarentón, recio y de barba cerrada llevó el asno a la cuadra municipal. Recibió abrazos de todos y se adentró en solitario por las estrechas callejuelas que desembocaban en la muralla sabiendo muy bien a donde iba y cual era el motivo.

Anochecía. La luna se reflejaba en el mar y Brígida con sus pocos más de treinta años y sola ante la argolla, levantándola con su ruda mano, la dejaba caer con fuerza sobre la piedra de la muralla y con un golpe. Luego con andar precavido por la humedad de las rocas pero firme por su deseo, pasaba la puerta de piedra, se arrodillaba ante las apacibles aguas y lanzaba sobre ellas un puñado de conchas, caracolas y caballitos de mar. Luego se levantaba, volvía hacia el marco de piedra de la puerta sin hojas, y allí, esperándola, estaba Pedro.

- Anda mujer, que ya es tarde y mañana tengo que salir al mar.

Abril 2006


 

 
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