I
Asesinaron a José Castillo, el guardia que se hizo famoso al grito de
“yo no tiro contra el pueblo”, y la conmoción fue mayúscula. En España
se detuvo la vida apenas se conoció la noticia. El padre de Herminio,
que era buen español, se llevó entonces un susto de muerte. Por algo se
quedó seco mientras echaba un trago y rompió de golpe la jarra de vino y
las pocas palabras que le quedaban por decir.
Venía de trabajar. Herminio encontró a su padre sentado en el comedor
con la expresión de un muñeco que simula tener vida. En la cabecera de
la mesa, un monigote de cabeza nula. A Herminio le hirvió la sangre bajo
la piel. Apretó los puños y desatado como un volcán la tomó con todos
los objetos que encontró al alcance de su mano, aunque puso especial
atención en romper las cosas de valor. Amaba a su padre por encima de
todas las cosas y el quebranto mantuvo a sus vecinos en vilo lo
imprescindible en estos casos: aflicción, palmaditas, ni una palabra.
Por aquellos tiempos, los hombres del pueblo lamentaban en silencio la
muerte y los caprichos. Eran de buena cepa aquellos hombres secos,
especialmente en el pueblo de Calambres. Un lugar en el que estaban
resignados a vivir con entereza, a comerse sin pan las penas, donde se
tenía el convencimiento de que algunas personas no maduran si el dolor
de vivir no les cabe bajo la piel, impidiéndoles crecer cual frutos a
medio hacer; y en el que de paso se ahorraban el disgusto de tener que
hablar a Herminio que desde jóvenes les había robado la paciencia.
Porque Herminio era imperdonable. Era de buen ropero. Además respiraba
cinco veces por segundo, los arrebatos le ponían rojas las orejas, su
voz como tormenta atronaba a la mínima ocasión, sin mediar motivo, sin
apenas terciar una provocación; y eso a la larga resultaba un problema.
Con razón a la gente no le gustaba hablar con él.
Por desgracia, las mujeres del pueblo acostumbradas al afecto por
control remoto no tuvieron escapatoria. Mientras unas se interesaron por
orgullo, el resto lo hizo por obligación. Porque Herminio a sus
cincuenta y tres años no era buen mozo pero algo tenía el heredar las
tierras más ricas del pueblo y porque en Calambres era una humillación
quedarse para vestir santos. Excepto para la eterna soltera, la señorita
Lola, que tejía toquillas para la Virgen, cocinaba ricas tartas de
chocolate para todo aquel que pasara por su ventana, pelaba montañas de
judías sobre sus rodillas, jugaba al escondite con los niños y no sabía
contar mentiras.
A la señorita Lola nunca le avergonzó su soltería, su pasión por los
demás. Ni siquiera cuando se acercó a la casa del difunto para hablar a
Herminio del cielo, de los secretos de la vida, de la necesidad de dar
amor, de lo bueno que es llorar. Durante un rato Herminio se hizo el
sueco, pero cuando vio que con eso ella no se callaba, se puso a
vociferarla cinco palabrotas llenas de desprecio; pero cuando comprobó
que con eso no la alejaba, le lanzó una patada a la altura de la rodilla
como hacen los niños chicos; pero cuando vio que con eso ella no se
movía de su sitio, levantó la mirada y la señorita Lola aprovechó el
descuido: “No estés triste ni enojado, Herminio, mira que Dios lo ve
todo”, para acto seguido alimentar su boca con un beso potente como
aroma de pan. A él le crecieron los ojos como catedrales y en la
cremallera le nació un fusil. A ella le reventó una sonrisa lunática en
la boca y se marchó a terminar sus labores. Para entonces todo el pueblo
le adivinó el pensamiento a Herminio que se debatió entre el odio y el
enamoramiento con el pene a reventar, y a pesar de lo aturdido que
estaba ese mismo día dejó su hacienda en manos de un abogado y partió en
busca de lo que sería más adelante el hambriento frente republicano.
Prometió escribir. Pero en el fragor de una batalla no tardó mucho en
morir, gracias a un tal Severino Losantos que le reventó las angustias y
los recuerdos de un balazo.
II
A medio camino entre Calambres y la ruina total, Severino Losantos pensó
que hoy tampoco se ganaría el jornal. Durante más de cinco meses no
había podido vender ni una sola de sus magníficas pastillas “Rol”,
eficaz remedio contra la tos, mientras recorría farmacias de pueblo en
pueblo. Se sostenía con viejos ahorros y nuevas penas. Así discurría su
vida de pobreza ambulante hasta un anochecer en el balcón de la señorita
Lola. Ella había pasado la tarde resolviendo las tareas escolares del
hijo de una amiga y como estaba aburrida se limitó a ver pasar las
últimas horas del día y a escuchar la voz de Severino bajo su balcón. Él
tocaba en la puerta de la farmacia. Ellos se tocaron con sólo mirarse,
no intercambiaron palabras tras la invitación y al poco rato de estar
juntos se conocían los cuerpos de memoria. Por eso la señorita Lola le
interrogó con facilidad: “¿Qué te falta para ser dichoso? Mira que Dios
lo ve todo”. Y hasta bien avanzada la noche Severino estuvo hablando de
lo mal que iba el negocio y de sus ganas de viajar por el mundo. Ni una
sola mención a la guerra que estaba a punto de estallar. Quizá todo
hubiera seguido igual para Severino si a la señorita Lola no se le
hubiese ocurrido salir volando a primera hora de la mañana a casa de la
farmacéutica para alabar la medicación contra la tos y el agradable
perfume que el intelecto de su hijo había dejado en su casa la tarde
anterior. La bondad del remedio se propagó como un chisme a velocidad de
galgo corredor.
- ¿Y ahora sí?, ¿ahora ya eres dichoso? -le preguntó más tarde la
señorita Lola.
-Un poco.
-¿Y qué sientes?
-Nada.
-¿Y qué te hago?
-Todo.
Y la señorita Lola le clavó el tacón de su zapato, le corrió a golpes
por todos los cuartos de la casa y le fustigó con trapos hasta dejarle
las nalgas coloradas como un fresón.
-¿Y ahora?
-Ahora lo de siempre, mi vida -contestó Severino riéndose con sinceridad
por primera vez en su vida y por eso caminó los cuatro pasos que les
separaban para abrazarla.
Estuvieron enredados un buen rato, donde él llenó de caricias a la única
mujer que consiguió apretarle los huevos sin complejos.
Por fin, al amanecer de un sábado, Severino se marchó satisfecho y
magullado en pos del frente nacional, como buen falangista, con un
orgasmo de campeonato. Prometió escribir. Pero no cumplió la promesa,
porque un tal Herminio, antes de sentir un disparo, le metió un balazo
que le tuvo chorreando sangre hasta morir.
III
Siempre decía la señorita Lola que sólo tuvo dos cosas claras: que no
existía el amor para toda la vida y que no iba a jurarlo en vano delante
de Dios. Ahora parecía que iba a hacerse sangre en las manos de tanto
rezar. Cerca del confesionario, de rodillas frente a su Virgen, la
señora Lola pedía por España y por los buenos hombres que daba la
tierra, los que irremediablemente una vez que conocían la dicha lo
siguiente que hacían era la guerra. Por esa razón ahora añadía en sus
rezos a los árabes de turbante, los judíos con gorrito, los budistas,
los ateos, los herejes, a toda su cristiandad, pues la señora Lola que
ya contaba con noventa y tres años aún conservaba el corazón tierno, una
fe interminable y un televisor digital de cuarenta pulgadas y otro más
pequeño que enchufaba donde le daba la gana. Apenas entrelazaba las
manos, todavía firmes y suaves durante el rosario, cuando ya acumulaba
plegarias para las familias de Galilea, los niños de Beirut, el Frente
Polisario, los negros de más allá del Sáhara, las víctimas de ETA y toda
la isla de Java. Una larga lista de peticiones que enojó tanto a la
señora Lola con la vida que hasta le dio la oportunidad a su Virgen de
alterar el ritmo de los acontecimientos para que la paz fuese un
destino. “Ya está bien de tanta porquería, Señora mía. Mira que Dios lo
ve todo”. Poco a poco, se levantó del reclinatorio porque sus piernas
eran débiles espigas y al llegar a casa se regañó por su falta de
esperanza incapaz de ver otra cosa que desastres, y se dedicó a vagar
como alma en pena por las habitaciones, especialmente por las cortinas,
donde dejó preguntas funestas sobre los asuntos de la vida. El porqué de
tanta violencia, cuántas veces más, qué rumbos idénticos se repetirán,
cuándo llegará el final. Y frases íntimas para la posteridad. “Yo llevé
a los hombres de fiesta, eso no es pecado”, mascullaba en la cocina
mientras guisaba. “Más pecado será convencerse de que vale la pena
matar”, murmuraba antes de acostarse. “La vida es valiosa” o “el recato
de vivir es vivir en paz”. Después lloraba y lloraba. Y no paraba de
llorar.
Se bañó en lágrimas hasta el domingo que Benedicto XVI visitó la ciudad
de Valencia, a escasos kilómetros de Calambres. La señora Lola entonces
tuvo una extraña ocurrencia: abandonar este mundo de muerte natural. Se
dirigió al cuarto de la plancha con dos camisas buenas y su pequeño
televisor para recordar que fue allí donde se volvió eléctrica y sangró
vida por primera vez. Y se sentó a recordar. Y recordó.
Henchida de emoción, borró sus lágrimas, encendió la plancha y aprovechó
que la imagen del Papa llenaba por entero la pantalla. Directa hacia el
enchufe en pos del último calambre de su vida, le dio gracias al sexo, a
Dios y a la electricidad. Y lo que jamás pudo sospechar es que esa misma
noche ingresó en el informe nacional de accidentes domésticos con final
trágico y en otro informe de ancianas torpes que viven solas que elabora
un majadero informático.
EL DIARIO DE MÉNADE.
En Calambres pueden llegar a suceder los hechos menos asombrosos y más
ordinarios, pero ella ya no está aquí para gozarlos. Aunque era tan
precavida mi querida tía que dejó comprado el jarrón en el que hay parte
de sus cenizas. Creo que de alguna manera ella sigue aquí, cerca de mi
ordenador, para llenar de pensamientos lo que permanece oculto bajo mi
melena. Sé que siempre he sentido una enorme admiración por las
historias que me contaba mi tía Lola, una mujer extraña y fascinante con
la que resultaba imposible aburrirse. Porque de ella puedo decir que
aprendí a no contar mentiras, a reconocer los milagros, a rescatar una
sensual manera de proceder. Sin embargo reconozco que se ha hecho de
noche mientras recuerdo aquellos avatares de ninfa madura y al igual que
estas negras sombras que se van adueñando de la habitación y van
entrando lentamente dentro de mí, del mismo modo, lento y taciturno, voy
dejando sin resolver el deseo de seguir escribiendo por estremecerme de
gusto un poco más; o por atisbar, por un delicado momento, los
escalofríos que con suerte heredé de mi tía. No lo sé. De lo que no
tengo dudas es que de mi tía Lola no vivió en Calambres toda su vida.
Muy al contrario, ella realizó numerosos viajes cuando su economía se lo
permitía y recorrió mucho mundo y conoció a un número de hombres
considerable a los que rezar. Su cuerpo era libre como todo en ella.
Ahora oscurece despacio, con la sonrisa de Tía Lola en mis labios y mis
manos tiemblan.
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