Las mejores páginas de mi vida las escribí cuando estaba enamorado, o
mejor dicho, cuando no lo estaba. Pero me decía a mí mismo que lo
estaba, para con ello, sentir eso que llaman los que no escriben y que
no es otra cosa que la invisible inspiración.
El femenino amor del que me decía a mí mismo estar enamorado sólo era
una chiquilla de negras trenzas y caídos ojos; una princesa sin real
padre que lavaba y tendía la ropa con el mismo canturreo.
Cada mañana, cuando no podía o no quería escribir lo que llevo dentro,
la observaba en silencio desde lo alto de la colina; aquella colina
verde y tetuda que usaba en mi imaginación como el lugar en el que nos
prometeríamos nuestro amor y al que jamás llevé. Con mis observadores
oídos y mis escuchadores ojos, la sentía en lo más profundo de mi
corazón, y cuando su madre, la oronda y de muy baja estirpe reina la
llamaba, yo sonreía, y me disponía con esa sonrisa como tinta a
escribir.
Viví, crecí y creo que moriré en una pequeña isla junto a otra mayor.
Debido a las cortas distancias de mi isla y a los escasos ingresos de mi
humilde familia, jamás vi o pisé otras tierras que no fueran las de mis
sueños y la de la verde colina de mi falso amor. Es por ello por lo que
no dudé en inventarlo. Porque, de haber viajado a otros sitios, de haber
concedido a mis escritos otros distintos y bellos ambientes, tal vez yo
hubiera asomvrado al mundo, y antes de que se escandalicen por la falta
ortográfica, les diré que la he escrito adrede, así no caerán en la
cuenta de tan arrogante fanfarronada.
Es la escritura un interminable juicio de Salem, en el que los lectores
son los jueces y los escritores las brujas que tratan de demostrar su
buen hacer literario.
Son los escritores cultivadores de blancos campos como la nieve;
sembradores de letras en blancas e interminables hojas cuyas semillas
sirven de abono paras las siembras de otros que las recogerán en sus
solitarias lecturas. Tales semillas y letras, influencias y copias, a
veces no muy semejantes, caen en los campos labrados con las plumas
antecesoras, y gracias a los particulares ingenios, a las distintas
formas de inspiración, germinan una y otra vez hasta el fin de los
tiempos, cuando ya ni los eternos correctores de Saramago existan, y
será entonces cuando el hambre literaria diga cuál de los escritores fue
el mejor cultivador.
Ciertamente les digo o les escribo, que viene a ser lo mismo, que yo
concurro en una época que no es la mía. La lluvia misma cae cuando no me
apetece verla y el mismísimo sol se asoma desde su céntrica atalaya
cuando no lo deseo. Aunque claro, quizá la lluvia y el astro rey dicen
lo mismo de mí, y se ponen de mal humor como yo cuando nos cruzamos en
nuestro camino. En verdad, mi época es tan inconsistente como mi
inventado amor, y quién sabe qué hubiese sido de mí y de él en otro
tiempo.
Tal vez en dichos siglos yo la hubiera cortejado y es posible que ella
mi corazón habría aceptado. Seriamos tan felices y desdichados como
cualquier enamorado, y nuestro pan de cada día, tierra de labor, nos
habría mantenido hasta el final del mismo amor. Pero en ese caso, en ese
hipotético sueño, yo jamás hubiera escrito las mejores páginas de mi
vida. Y mi princesa sin reino tampoco habría canturreado tendiendo la
ropa bajo la mirada de mis oídos y la escucha de mis ojos.
Fuengirola, 12 de noviembre de 2006.
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