BORRADOR

 

Por Agustín Serrano.

 




Las mejores páginas de mi vida las escribí cuando estaba enamorado, o mejor dicho, cuando no lo estaba. Pero me decía a mí mismo que lo estaba, para con ello, sentir eso que llaman los que no escriben y que no es otra cosa que la invisible inspiración.
El femenino amor del que me decía a mí mismo estar enamorado sólo era una chiquilla de negras trenzas y caídos ojos; una princesa sin real padre que lavaba y tendía la ropa con el mismo canturreo.
Cada mañana, cuando no podía o no quería escribir lo que llevo dentro, la observaba en silencio desde lo alto de la colina; aquella colina verde y tetuda que usaba en mi imaginación como el lugar en el que nos prometeríamos nuestro amor y al que jamás llevé. Con mis observadores oídos y mis escuchadores ojos, la sentía en lo más profundo de mi corazón, y cuando su madre, la oronda y de muy baja estirpe reina la llamaba, yo sonreía, y me disponía con esa sonrisa como tinta a escribir.

Viví, crecí y creo que moriré en una pequeña isla junto a otra mayor. Debido a las cortas distancias de mi isla y a los escasos ingresos de mi humilde familia, jamás vi o pisé otras tierras que no fueran las de mis sueños y la de la verde colina de mi falso amor. Es por ello por lo que no dudé en inventarlo. Porque, de haber viajado a otros sitios, de haber concedido a mis escritos otros distintos y bellos ambientes, tal vez yo hubiera asomvrado al mundo, y antes de que se escandalicen por la falta ortográfica, les diré que la he escrito adrede, así no caerán en la cuenta de tan arrogante fanfarronada.

Es la escritura un interminable juicio de Salem, en el que los lectores son los jueces y los escritores las brujas que tratan de demostrar su buen hacer literario.
Son los escritores cultivadores de blancos campos como la nieve; sembradores de letras en blancas e interminables hojas cuyas semillas sirven de abono paras las siembras de otros que las recogerán en sus solitarias lecturas. Tales semillas y letras, influencias y copias, a veces no muy semejantes, caen en los campos labrados con las plumas antecesoras, y gracias a los particulares ingenios, a las distintas formas de inspiración, germinan una y otra vez hasta el fin de los tiempos, cuando ya ni los eternos correctores de Saramago existan, y será entonces cuando el hambre literaria diga cuál de los escritores fue el mejor cultivador.

Ciertamente les digo o les escribo, que viene a ser lo mismo, que yo concurro en una época que no es la mía. La lluvia misma cae cuando no me apetece verla y el mismísimo sol se asoma desde su céntrica atalaya cuando no lo deseo. Aunque claro, quizá la lluvia y el astro rey dicen lo mismo de mí, y se ponen de mal humor como yo cuando nos cruzamos en nuestro camino. En verdad, mi época es tan inconsistente como mi inventado amor, y quién sabe qué hubiese sido de mí y de él en otro tiempo.
Tal vez en dichos siglos yo la hubiera cortejado y es posible que ella mi corazón habría aceptado. Seriamos tan felices y desdichados como cualquier enamorado, y nuestro pan de cada día, tierra de labor, nos habría mantenido hasta el final del mismo amor. Pero en ese caso, en ese hipotético sueño, yo jamás hubiera escrito las mejores páginas de mi vida. Y mi princesa sin reino tampoco habría canturreado tendiendo la ropa bajo la mirada de mis oídos y la escucha de mis ojos.





Fuengirola, 12 de noviembre de 2006.
 

 
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