EN SOTIEL, LEYENDO A PESSOA

Por María Dolores Almeyda

 

    Aquí el tiempo se eterniza. Parece como si el sol estuviese anclado sobre un punto estático y no dejase avanzar las horas, depositadas en una dimensión perdida en el espacio. Desde el lugar que ocupa mi casa, todos los horizontes son relativamente cercanos, y a veces, dependiendo de las distintas horas del día, el sol ofrece la impresión de que el cielo puede ser tocado por las manos en el momento en que se junta con los perfiles de los montes, fundiéndose en un  abrazo de ardientes y solícitos amores.

A donde quiera que mires sólo ves el final de todo y es fácil imaginar que detrás de lo que ves sólo existe un vacío insignificante y repetido, como un eco, bello, pero que se va apagando con lentitud hasta extinguirse perdiendo por completo el origen y la razón de la belleza. Es posible que a cualquiera que llegue sin saber a dónde va, sienta que está en un lugar fuera del tiempo donde todo permanece en suspenso y levitando en un aire impávido e inamovible. Así es como yo realmente lo siento, no una vez, inesperadamente y por sorpresa, sino en todos los momentos; y es como una droga sutil y envolvente que me inunda de sensaciones plenas, de libertad absoluta, de aromas embriagadores que transportan, que llevan y transforman. Es como si el espíritu, campando a su albedrío y con total independencia, a la manera en que se representa al brujo en algunas tribus de indios americanos, éste, poseído del espíritu del águila, sobrevuela por encima de las nubes, dueño absoluto del viento y las tempestades, amo y señor de todos los elementos.

 

     Desde aquí y desde estos sentimientos de soledades y lejanías y sin deseos de acercarse a nada terrenal que no sea el propio terruño abrupto, pero dócil y amansador, exquisito sostenedor de traumas y desarraigos, se hace difícil entender que puedan existir otros  mundos, otros lugares donde se están desarrollando guerras, donde se muere de hambre y de epidemias, aún a estas alturas, y donde el descontrol del egoísmo humano ha conseguido acelerar la pérdida de todos los valores. Es casi imposible alcanzar con la imaginación la realidad de esos mundos exteriores a los que  nos enfrentamos cuando ponemos la televisión en un rasgo de heroísmo individual o colectivo, de forma maquinal o plenamente conscientes de nuestros actos. Desde aquí es fácil  magnificar la visión de cualquier escena violenta, y es más fácil horrorizarse porque a la naturaleza no se le pueden atribuir tragedias. Es a la consecuencia de los hechos de los hombres a los que se les  ponemos todo tipo de reparos, ya que él actúa por propia voluntad, y es saber hasta qué punto eso es así lo que le dificulta la comprensión  al corazón y a la voluntad.

 

Si no supiera que todo es relativo, si pudiera ignorar hasta qué punto todos, Naturaleza y Hombre, estamos implicados en el mismo perfil dañino, no me movería jamás de este recinto. Seguiría por siempre jamás aquí cobijada bajo el techo del silencio, clavada a plena conciencia en esta enorme soledad de piedra. Por eso voy y vengo, alternando ficción y realidad, impregnando mis neuronas de campo y libertad y volcando en la ciudad los excrementos sanos que contienen mi aliento y mis zapatos.

    La mañana está fría y desapacible. Tanto silencio y tanta soledad han conseguido que apenas me diese cuenta de estar en algún sitio. Calculo que debo llevar aquí más o menos una hora leyendo y escribiendo, alternando el orden según el momento o la preferencia, y aún no he visto a nadie pasar por la calle. Cientos de pájaros se alinean posados en los cables del tendido eléctrico, y un perro se me quedó mirando descarado y cuando ya comenzaba a preguntarme si tendría dueño, al no reconocerlo de ningún vecino de la calle, he creído que me transmitía una tremenda carga de tristeza a través de sus ojos medio ciegos cargados de legañas, y parece que creía preguntarme entre cruel y tierno, “Sí, estoy solo, pero tú, ¿acaso estás o te sientes acompañada?”… Me he quedado pensando que si de verdad el perro me hablaba y decía esas palabras, ¿qué podría contestarle yo en el caso  no hipotético de querer entablar con él una conversación?

             Lo cierto, creo que lo podría aseverar, es que el término “soledad” es más una razón mental que física, más un estado de ánimo que una realidad corpórea y visible. Cuando aparentemente estamos  solos y aislados, completamente solos, como yo en estos momentos, podemos sentirnos absolutamente bien, y no es que no necesitemos la presencia de alguien, sino que exactamente como estamos es como queremos estar y como únicamente podemos sentirnos bien. Nos pasa a todos. Y tal vez, como ahora también, de quien mejor podemos estar cerca es de un perro vagabundo osado, impertinente, que se cree con derecho a preguntar no sé qué cosas…

             La otra compañía que me mantuvo absorta hasta hace unos momentos fue la grata lectura de un libro de Pessoa, cuyas líneas han sido las que en cierto modo han originado y alentado estas expresiones escritas. Mientras leía me había llamado poderosamente la atención un párrafo entre toda la densa e interesante lectura, y me he detenido ahí leyendo y releyendo una y otra vez, como si no comprendiera bien o el argumento fuese tan profundo que  mi escasa edad mental era incapaz de discernir con la más mínima lógica.

                Decía Pessoa, completamente en serio:

                                                                                              “Sin duda en algún otro lugar es donde se pone el sol. Pero hasta en un cuarto piso abierto a la ciudad podemos soñar el infinito. Un infinito con tiendas debajo, ciertamente, pero con estrellas al fin. Es lo que me sucede en este acabar de la tarde, asomado a la alta ventana, insatisfecho del burgués que no soy, y triste por el poeta que nunca podré ser…”

             La duda o esa sensación de haberme quedado en blanco creyendo no comprender lo  leído, ha surgido cuando sabiendo que desde aquí sí es fácil soñar, calcular el infinito hasta tocarlo con las manos, hasta casi sentir el aliento de la profundidad del cielo, --si es que es en las alturas donde está el infinito-- cómo era posible expresar ese sentimiento con tanta sencillez de forma tan delicada y correcta. Y me he quedado así, pensando cómo se puede expresar un pensamiento tan bello, tan cercano  y profundo, tan como si estuviese viviendo al lado, como si no hubiese otro lugar que mereciera el sentimiento. Palabras como aquéllas hubiera querido decir yo si hubiese tenido la forma de decirlas. Si contara con la complicidad de la poesía, la sencillez y la belleza del verbo. Por eso alternaba lectura y escritura, para reafirmarme en lo que ya sabía. Garabateo unas palabras sin conseguir salir de la misma espiral.  Pero no me engaño con ello. Y en eso que pasaba el perro que me hacía una pregunta incómoda. No, ni soy capaz ni estoy sola. Pero mientras tenga o sienta esta necesidad de expresarme ante cualquier papel amable que me soporte, y aún sin la clarividencia mental ni la belleza literaria expresada en los textos por Pessoa, me negaré a admitir soledad alguna en ninguno de sus grados, bajo ninguna acepción o categoría. Ya lo sabes, perrito…

 

 

                Pues resulta que en contra de lo que decía al principio, el tiempo no se ha eternizado ni se ha paralizado el sol sobre un picacho cualquiera de esos montes cercanos. Las horas han pasado siguiendo el orden natural de las cosas, la obligación impuesta para la correcta administración del tiempo, que eso también aquí resulta inamovible. Y poco a poco ha ido despertando la vida que palpitaba en los interiores de adobe y de cemento. Los pocos habitantes que quedan de forma permanente, cuya suma final quedó visiblemente mermada después de la última  gran riada demográfica a zonas del interior, han ido dando señales de vida apareciendo desde la oscuridad de sus cubículos, cada vez más  remozados, más modernos y diferentes a las viejas casuchas que fueron, porque también aquí llegó la necesidad de los avances y los beneficios sociales, los cambios para mejorar y adecentar  las viviendas, los medios y las infraestructuras necesarios para dejar de ser vecino de un medio rural y comenzar a ser gente que pisa asfalto, ciudadanos que habitan casas sin postigo, y que además de patio tiene jardín, como la gente de la parte alta, que eso no le faltó nunca a la resumida escena pública; sus diferentes clases sociales, laborales y políticas.

                Es cierto que a veces hay que hacer un esfuerzo para recordar cómo era el paisaje en su estructura anterior. Los cambios físicos de la calle y las casas, el deterioro causado en los montes por incendios y empresas que se han buscado allí  su localización postal, su margen de beneficios, hacen que el entorno no sea el que dejé cuando salí para ser una inmigrante cercana, sin grandes pretensiones ni distancias. Por una parte, el deterioro medio ambiental que también llegó allí, como a todas partes,  y por otra la construcción de viviendas y el remozamiento de las antiguas a las que cada vez más se les ha querido rejuvenecer y recubrir de una belleza externa, más que alegrar la vista  provoca un choque de los sentidos entre lo agreste y lo civilizado y consiguen que casi lleguemos a olvidar el origen y la dirección de los primeros caminos que conocimos y pisamos. Todo se transforma, es cierto. Pero no todo debería ser sufrido, no todo debería causar tristeza o provocar la nostalgia de manera tan peregrina. Entre otras cosas más llevaderas, se acometió una indiscriminada tala de árboles centenarios, se cubrió con cemento los caminos que eran de tierra, y las calles fueron del dominio de los automóviles, adecentados para la buena conducción de los automovilistas. El contraste entre el presente y la memoria causa un daño irreparable y evidente.

 

                Pero vuelvo al ahora mismo, al aquí y en este momento para recordar un poco, aunque sea tristemente, que ya no hay marcha atrás, que lo hecho, hecho está para los restos o hasta que una nueva ordenanza municipal o una exigencia más de la ciudadanía imponga sobre el criterio de la belleza, el de la necesidad, la comodidad o el buen comportamiento  de las cosas de cada día. Y el ahora mismo es que alguien ha puesto en marcha el sistema de riego por aspersión de un pequeño, cercano y público jardín, precisamente uno de esos cambios efectuados sobre el terreno, pero en esta ocasión creando una armonía casi lógica con el resto del contorno.  Inmediatamente después, un vecino que tiene vocación de mudo, pero que no lo es, ha entrado en el patio de la casa donde yo estoy sentada, y sin mediar palabra se ha sentado cerca de mí. No ha dicho ni buenos días, pero se sobrentiende la intención. Eso es algo que solemos hacer los pueblerinos. Se le notaba la intención de querer compartir algo y le he ofrecido café, lo ha aceptado y se lo ha tomado sorbiendo estrepitosamente. Cualquier ruido ahora y aquí resulta estrepitoso, sin duda no hizo tanto como a mí me pareció. No sé cuantos cientos de pájaros se posan en estos momentos sobre el cableado del tendido eléctrico y de teléfonos, -otro adorno indispensable sumado al resto, algo que nos ayuda a estar en contacto con la civilización, contar con el exterior para muchas cosas, aunque no tengamos médicos ni farmacias-, haciendo que los cables parezcan una media luna acostada sobre el aire, soportada desde un poste al otro.

              El vecino que me acompaña, todavía silencioso, ha dado de repente una palmada seca y violenta con sus manos, inesperada en todo caso, y los cientos de pájaros que estaban en las cuerdas, inician como uno solo la debandada en todas direcciones, en medio de una orgía de trinos admirable y ruidosa. Sorpresivamente acabo de recuperar una estampa lejana, como si estuviese visionando un momento lejano de mi vida, un momento repetido en muchas ocasiones cuando éramos niños y hacíamos ese mismo gesto buscando el mismo resultado. Ha sido increíble y maravilloso recuperar aquél viejo  paisaje asistiendo de forma inesperada a una demostración única de pericia acrobática, sincronía del ballet más perfecto y a la más bella escena rítmica sostenida en el aire, sin preliminares ni ensayos previos. Solo por la iniciativa de una palmada seca y violenta de un vecino que se convirtió sin querer en maestro de ceremonias y director de la banda.

            

                Desde el interior de la casa aparecen nuevos personajes bostezando, despeinados, estirando los músculos entumecidos, provocando la vida y la rutina diarias. Bendita rutina que nos mantiene vivos y despiertos… El sol está ya bastante alto, lo que quiere decir que esta gente anoche se acostó tarde, y yo me dejé llevar por la inercia y no levanté persianas ni hice ruidos para que despertaran, se levantaran y admiraran esta hermosa mañana. De buena me libré, porque no me hubiesen perdonado que les despertara. Una hermosa mañana no tiene coincidencia con una mañana de resaca…  

 

                El vecino se marcha y yo observo cómo van apareciendo los demás, olisqueando el café, tanteando el vacío  con los ojos aún medio cerrados, y me decido a abandonar mi actitud contemplativa e incorporarme a ellos. Ahora serán otros quehaceres los que me mantengan ocupada. Otros problemas distintos a los planteados por Pessoa, algo más prosaico, más terrenal y necesario. Algo más pegado a un cuarto piso desde una ventana asomada a la ciudad. Ahora no será la palabra sublime del poeta, sino charlas procaces y ordinarias, discusiones cotidianas y tan interminables…retahílas y pequeñas sentencias que nos hacen parecer más sabios, inútiles recorridos por proyectos aparcados innecesariamente, y esperanzas renovadas de continuo que hacen de nuestros días un estanque sereno y apacible, exquisito y manso como un buen cordero… Es la vida en el campo, en la pequeña dimensión que hemos logrado mantener fuera de la estridencia y del complejo mundo de la estratosfera ruidosa y colorista de detrás de los montes. Es la serenidad que hemos conseguido mantener a base de muchas pequeñas chapuzas que la vida nos fue enseñando.

 

Sotiel, verano 1,989

María Dolores Almeyda

 

 

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