El punto de Gancho
 

Julio Cob Tortajada

 

Uno de mis actuales hábitos es el de la compra en Mercadona donde junto a   otros alimentos adquiero las barras de un pan que previamente congelado lo cuecen a diario. Hecha la compra, una vez en casa, tostamos el pan a cuyo consumo nos hemos acostumbrado.

 

Sin embargo, en esta mañana dominical estaba en el horno del barrio al que normalmente no suelo acudir, sobre todo durante el verano. El sofocante calor que surge del interior del obrador me abochorna, agravado además por una larga cola donde las mujeres utilizan su abanico para superar el rato de agobio mientras les llega su turno.

 

No hace falta que les diga que no llevaba ni abanico ni un maldito periódico con el que ventilar mi rostro.

 

Iba pues con mis manos vacías, como el resto del personal ante el largo mostrador. Cada uno de los presentes hacía su compra que recibía en una bolsa de plástico abandonando el local, por lo que mi turno avanzaba.

 

-¡El último, por favor! – Oí de una trémula vocecita y le respondí servidor.

 

Era la de una señora anciana que calmosamente había hecho acto de presencia. Más que octogenaria, pensé de inmediato.

 

Me fijé en ella y portaba en su mano un saquito de pan. El de toda la vida. Bueno, el de los de hace muchos años cuando los saquitos de tela aún no habían sido remplazados por los de plástico que ofrecen en el horno. Y de la misma forma que cada casa es un mundo, en cada una existía un saquito personalizado; palabro éste no inventado entonces, o al menos en su uso tan en boga en la actualidad.

 

De inmediato pensé en ellos, de cuando mi madre me enviaba al horno para la compra del día; sentí añoranza de aquellos saquitos de tela de miles de colores, caseros, con su perfume inconfundible del pan empapado en sus hilos, de sus bordados que los hacían diferentes, o de los de ganchillo, e incluso de los de punto de cruz. En muchos de ellos no faltaba el nombre de su dueña para lucirlo con gusto. En ocasiones dejábamos el saquito encima del mostrador para volver un tiempo más tarde sin que no hubiera duda alguna de su dueño, porque nunca había dos iguales. Hecha la compra y tras estirar de sus vetas, lucía el saquito su mejor confección.

 

Uno de mis sueños frustrados es el de no haber aprendido a hacer el punto de gancho. Su interés no me viene de antiguo, que de serlo, seguro que mi madre o mi abuela  me hubiesen enseñado a llevar las cuentas y con la agilidad de los dedos ser capaz de crear una urdimbre ordenada con la paciencia del buen gusto, a pesar de que sólo eran las niñas a quienes se les sometía a su aprendizaje.

 

Mi deseo abandonado se fraguó hace ya unos cuantos años como la mejor terapia para  dejar en el cajón del olvido la tensión acumulada que instante a instante, día a día, se iba incrustando en mi cuerpo como producto del quehacer profesional, convertida en un invisible tatuaje ajeno a los del esnob imperante.

 

Así pues, aquel saquito de tela floreado y con sus bordados captó toda mi atención. Al igual que la dulce anciana, que si algo ella emanaba eran sus rasgos de paz y de sosiego, de los que, decididamente, el hacer punto gancho seguro que tiene gran parte de culpa.

 

Agosto 2011

 

 

     
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