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Valencia crece por sus cuatro costados, incluso por el del mar, y lo
hace con arquitecturas de diseño con vientos y velas de modernidad. La
brisa refresca los edificios vanguardistas ofrecidos a la mirada del
visitante, fascinado ante una ciudad en constante ebullición. A la
realidad de las nuevas zonas residenciales, comerciales y de ocio, se
suman nuevos proyectos para que nuestra ciudad siga estirándose en
perjuicio de la huerta, su encanto natural de siglos. Y es que cuando la
ciudad crece, siempre es a costa de algo entrañable como lo hace un hijo
que deja a su madre cuando un amor ciego llama a su puerta.
La mañana es cálida, amable, primaveral y las palomas lo saben. Por eso,
muy agrupadas formando tribu, tumban su vientre sobre el mullido césped,
parpadean y fijan su atención en el angosto salón columnario bajo un
puente lleno de gente, abigarrado, refrescado por láminas de agua y con
parcelas constreñidas sin dueño notarial en su interior.
Valencia crece, y lo hace también por los lugares más inhóspitos,
escondidos por una alfombra flanqueada de arboledas cuyos peinados son
sus flecos. Casi dos centenares de senegaleses forman el censo de una
colonia que vive allí abajo, amotinada y que con el alba se van a la
recogida de la naranja en esta época del año. Al atardecer regresan a su
reducto amueblado con los desvencijados trastos que otros desechan.
Y al igual que las palomas fijan su atención en el destartalado cobijo,
Yaya Sisoko, un joven de Mali que viene de Almería donde ha trabajado
sus primeros meses en España, se dirige hacia la “zona residencial”. Le
han hablado de mi ciudad y le han dicho que aquí hay trabajo. Busca a
unos amigos refugiados bajo el puente publicitado hasta en Internet,
como si se tratase de una oferta barata a una ciudad de moda.
Los ojos de Yaya son grandes, muy vivos, blancos y tienen el brillo de
la ilusión, de la esperanza. Se le ve feliz y sonríe cuando habla. Él
quiere olvidar el largo viaje de una huída llena de penalidades, y sueña
con volver en billete de lujo pagado con su esfuerzo. Le encantaría
volver a su Mali, pero sabe que su sitio está ahora aquí, luchando por
los suyos, como tantos y tantos otros que emigraron para salir del
infortunio. Sus dedos largos y expresivos tienen hambre de trabajo; se
considera un privilegiado al disfrutar de los papeles que le dan patente
de caballero cruzado para luchar por la protección de una familia lejana
que espera la llegada mensual de unos pocos euros que nunca sabrá cómo
los ha conseguido Yaya.
Está atardeciendo y camino por el puente hacia el centro comercial que
enciende sus luces al consumismo, siempre tentador, ante la ropa de
marcas ostentosas, las colonias de un caro insultante y los TV de plasma
bañados de lujo envanecido. Camino sobre los sótanos de un mundo
sórdido, escondido, sólo a la vista de unas palomas que viven el
presente, pero que jamás piensan en su futuro. Y es que en mi ciudad,
como en la vida misma, sacudir las alfombras no es tan fácil. Y por
ello, a diferencia de las palomas, Yaya sólo piensa en el mañana porque
el hoy ya es pasado.
Abril 2007-04-01
https://elblocdejota.blogspot.com
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