SU ÚNICO TRASPIÉ

Julio Cob Tortajada

 

 

 

Miguel es un hombre soltero y setentón y tras su jubilación forzada, lejos de amustiar sus pétalos aún lustrosos o aceptar el enroque al sillón de su casa, comenzó una nueva vida de la que siempre supo, más ciertamente entonces que nunca, que iba a ser la única.

 

Hombre setentón, pero juvenil,  sabe que el mantenimiento de su forma física es esencial en su nueva singladura y que si en su disfrute consigue mantenerse ágil, los años de vida, que presume largos, los disfrutará feliz, pero lejos de sacrificios y esfuerzos a los que él no está dispuesto. Por eso Miguel, ha tomado la decisión de no acudir a ningún gimnasio de atmósfera densa bañada de sudor. Tampoco quiere saber nada de carreras solitarias por senderos de raíces dispuestas a la traición. El carril bici es un angosto camino por el que desean que transites de forma obligada, pero Miguel no es un hombre que se deja conducir tan fácilmente.

 

Y fue en el baile donde Miguel encontró la mejor formula para sentirse joven, ocurrente, ilusionado, abierto a nuevas sensaciones, con seguridad más vitales que la observación de un pináculo catedralicio, que el aceptar la invitación al caminar tranquilo por un pasadizo de lienzos restaurados o de su presencia en la silente fila de butacas desde la que escuchar una conferencia desde unos labios, que si doctos, hablan siempre del pasado  y cuando lo hacen del futuro, la única seguridad que encuentra es la de la incertidumbre.

 

En una palabra, Miguel se hizo un bailongo.

 

Le gustaba la samba y acudió a una academia de baile donde perfeccionó su técnica y en un par de meses obtuvo el cum laude. No quiso saber nada del INSERSO y en muy poco tiempo se hizo popular en las salas de fiestas de la ciudad a las que acudía con asiduidad para mantenerse en forma, intercambiar gestos, miradas y descubrir nuevos ojos. Los de nuevas vidas, pero sin anclarse a ninguna.

 

Dueño de la pista, sus pasos ligeros, su porte sencillo y su perenne sonrisa, no pasaban desapercibidos y cualquier ruego de baile, la pareja aceptaba el envite y eufórico por los acordes de la orquesta, el calor de unas manos de mujer, los cruces de miradas al compás de los pasos y el dominio de la escena, convertían a Miguel en la quinta esencia de un dios inmortal lleno de vida.

 

Así pasaron días, semanas y meses, y en aquel hombre setentón cada vez más juvenil, su aspecto físico mejoraba con el tiempo y el futuro que se cernía sobre su mente lo contemplaba cada vez más amplio, más eterno.

 

Isabel aceptó su invitación y una samba convirtió a ambos por unos minutos en los reyes de la pista. Ajenos al mundo, nada de él les importaba y en aquellos alegres momentos, absortos en su fascinación, la felicidad corría por sus poros con el aliño del sudor de sus cuerpos.

 

Miguel e Isabel no se conocían hasta aquella noche y juntos salieron del baile cada uno a su casa. Isabel aceptó la invitación de un gentil Miguel y subió a su coche por la generosa atención de llevarla a su morada.

 

Eran poco más de las dos de la madrugada cuando en el recuerdo de la noche gozada, un cruce de miradas felices hizo que Miguel perdiera el ritmo de su baile y un compás equivocado le hizo ignorar la presencia de un semáforo en rojo. Un choque bestial puso punto y final a una samba todavía vibrante en el interior de ambos.

 

Fue su único traspié en aquella noche de un último baile.

 

Octubre 2009

    
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