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Nuestra particular calle, alma y sendero por el que transitamos a diario, ya pocas veces nos llama la atención, acostumbrados como estamos a sus rutinas por la que pasamos como Pedro por su casa restándoles importancia. Es también el calvero donde pernoctan los coches que, como caracoles multicolores, la adornan sin el mejor gusto; y mientras tanto, el cartero arrastra por la acera su carrito amarillo preñado de mensajes para dejarlos tras el umbral de una puerta, depositando en el buzón los cargos bancarios o la molesta publicidad, en lugar de las entrañables cartas de amor escritas a mano, esas que ya no existen, reemplazadas por un breve SMS o por un hotmail.com.
Por sus aceras, el empleado de la ORA, atento al coche pasado de tiempo y guardián de su obligación, da los buenos días a Vicente, el jubilado y su perro, al que pasea junto al bordillo próximo a los alcorques, esperando que abra sus patitas de atrás, mientras el perro pone la carita de quien nunca ha roto un plato, y su dueño junto al arce de peinado mustio y amarillento aguanta estoico el alivio del can.
El cuadro escénico es el de un día otoñal, pero en el que algo ha cambiado. Porque cuando saludo a mi vecina de al lado de mi casa que viene cargada con el carrito de la compra, le saludo con una sonrisa en mis labios, instante en el que me sale de la boca un ligero e inesperado vaho, al bajón de la temperatura por el frío viento caído de las enormes ubres de la naturaleza, que nos avisa del próximo parto equinoccial, ese que se repite cada tres meses.
Las cuatro estaciones navegan en un trayecto de suma y sigue, rodeándonos, como las cuatro paredes de nuestro hogar que nos cobijan, ampliado al tertuliano salón de la calle; allí donde cada vez más cansinos por el peso de los años, caminamos más ligeros de equipaje a sabiendas del escaso valor de ciertas cosas que ya no sirven para nada.
De golpe ha llegado el frío y cerramos las ventanas o encendemos la calefacción, todo “en un plis-plas”, frotándonos las manos cada vez más torpes, agotadas, cansadas, pero muy sabias, buscando en los bolsillos el calor de nuestro cuerpo -nuestro más apreciado valor patrimonial alejado de los vaivenes del euribor- hasta que en ellos se protegen, seguras y confiadas.
Aumenta el frío, como el precio de la cesta de la compra, y dice mi vecina que cada vez le pesa menos porque no puede comprar más, aunque esto no le supone ninguna alegría a pesar de su cadera cada vez más débil.
Son cosas que pasan a diario en nuestro salón urbano a las que no damos importancia, salvo a la más fatal: cuando sabemos de la falta de un vecino, porque otro nos lo anuncia con un frío y más que nunca triste vaho.
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