Céntrica y ronda urbana,
ancha y de especial atractivo, es la calle que circunda y abraza a su
centro histórico como antaño lo hicieran las murallas que lo protegían a
lo largo de su recorrido. Más de un siglo hace de su derribo, puertas
abiertas hacía un ensanche que Valencia tanto necesitaba. Y aquí sigue
ella, la más antigua ronda de la ciudad, que sufriendo por la
automoción, goza de su emblemático entorno testimonio de viejas
construcciones que nos hablan de su pasado. Pero no todas persisten,
muchas desaparecieron y sólo nos queda su recuerdo.
Porque al paso de las desamortizaciones y de sus piquetas después, como
al del tiempo que todo lo envejece y a la ambición urbanística que tanto
nos corrompe, cada circunstancia en su momento, han ido destruyendo sus
antiguos conventos, sus solariegas casas, sus recintos públicos, su
viejo Hospital Provincial, obligado éste a su traslado a una zona más
abierta, y del que quedan en pie los restos de algunas de sus puertas,
su crucero eclesial hoy moderna biblioteca, la vieja ermita “Capilla del
Capitulet” y una sucesión de piedras y columnas que adornan a un jardín
donde los olivos abanican los días con sus ramas de paz.
Pero por una causa especial, sí recuerdo en los restos del viejo
Hospital una no muy grande estancia reconvertida en almacén y utilizada
hasta hace unos cuarenta años como “local municipal de objetos
perdidos”: allí se apretaban sus largas estanterías de pasillos
estrechos, cuyos anaqueles uno encima del otro llegaban hasta el techo,
llenos a reventar de toda clase de extravíos a la espera de su dueño.
Sobre todo, había bolsos y carteras de todas las hechuras, tantos como
peces en el mar y que viejos y sin el colorido de estos era lo que más
abundaba. Y con seguridad también a la par que con los paraguas, por ser
éste el objeto más perdido desde el momento de su invención. También se
guardaban un gran surtido de maletas y maletines, de sombrereros, de
correas y de ropas, y hasta alguna que otra desvencijada bicicleta;
albergado todo en aquel rancio almacén, donde un par de empleados
recibían con sus manos abiertas los objetos perdidos disponiéndolos de
tal modo, por si alguien allí los buscaba. Al abigarrado enjambre de
objetos extraviados, acudía la gente con la esperanza de dar con lo
suyo, la pertenencia añorada que consideraban perdida.
Es un recuerdo el que ha pasado por mi mente, fugaz, de sombras
equivocas y de flases irrelevantes, pero que han ocupado por segundos un
hueco en mi memoria. Su evocación pertenece a un pasado, que por
increíble, me produce sonrisas llenas de nostalgia de una forma de vivir
en la que la buena fe vecinal y su desprendimiento, era el mejor de los
legados. Era el de la ciudad de puertas abiertas, pero de cinturones
apretados, en la que, sin embargo, ni se hablaba de hipotecas ni del
desaprensivo euribor, ese de cara tan rancia como inescrutable.
¿Y por qué me viene al recuerdo aquel lugar tan entrañable, convertido
hoy en jardín de viejas columnas, restos de un antiguo hospital?
Y es que la sonrisa me ha llevado a rememorar telones tan oscuros como
olvidados por la pregunta de mi nieta, cuya sorprendente ocurrencia da
fe a la esperanza: la que nunca debemos perder.
“Iaio, he perdido un muñeco de trapo en el autobús. ¿Por qué no vas a
objetos perdidos y miras si allí está?
Agosto 2008
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