Confieso que la mayor dificultad que tuve
al situarme por primera vez en él fue la de fijar sus límites. Sin
embargo, aún habrían lances peores, como conocer sus peligros, su
efectos y el “precio a pagar” durante aquellos días de estancia en aquel
cuarto oscuro cuya enormidad era inconsciente, semejante a un tornillo
sinfín, tal vez hiriente.
Tantas veces sabes de los peligros que te acechan, presumes de lo que te
va a salir al cruce de tu camino, conoces los atajos o actitudes que
debes de tomar, que todo transcurre dentro de la mayor normalidad, con
la única excepción, lógica siempre, de que el futuro nunca es predecible
y cualquier cosa impensable pueda suceder. Y cuando menos lo esperas,
aquello que presumías cierto, no ocurre, y te das cuenta, entonces, que
eres un extraño aunque pises en campo propio rodeado de los tuyos.
Esa era pues la cuestión, la de situarme, y saber para qué sirviera
aquel lugar, al que me habían llevado sin pedirlo, bien como amenaza,
bien como castigo. O como panacea a mis actos más rebeldes, o
simplemente irresponsables.
Los cuartos oscuros son como lugares indefinidos, inmensamente grandes,
nunca tienen ventanales ni referencias que te orienten. Y a pesar de
ello, confías en descubrir su horizonte, siempre lejano, con la única
esperanza de hallar el sitio por donde escapar pero que nunca
encuentras, por mucho que lo intentes. Y en tus miedos, cualquier punto
de apoyo que encuentras es el mejor de tus amigos. Porque en los cuartos
oscuros también están los amigos, siempre tan pocos; tanto dentro, como
fuera de ellos.
Recuerdo que un día, o una noche, imposible saberlo, me hallaba dentro
de un cuarto oscuro como otras tantas veces –el motivo no importa- y
buscaba algo que me distrajera. Y, ojalá, pensaba, encontrara alguien
que me sirviera aunque sólo fuera para hablar, no para escapar, pues una
vez en compañía no habría ocasión para quebranto alguno. Fracasé en mi
intento y no lo hallé, lo que me causó una gran desazón, tanta era la
ilusión que se había apoderado de mí en aquel empeño.
Como allí dentro no tenía la sensación del tiempo, llegó el momento en
que ignoraba el transcurrido, una vez perdida por mí su cuenta. Mi
enfado aumentaba ante aquella incomprensión, falto de con quién hablar y
sin nadie en quién poder confiar.
Hasta que un buen día, o buena noche -ya les dije- otra vez de vuelta e
ignorante del instante en que me encontraba, llegó el momento en que no
eché a nadie en falta, tal era la felicidad que me albergaba. Y fue,
cuando “vi” la luz.
Acaso… ¿qué es lo que era cualquiera de los días de mi vida, esos que
sueñas con la amistad, en la que deseas hallar, sin encontrarlo nunca,
siquiera un punto de apoyo: alguien en quién poder confiar?
Octubre 2007-10-12
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