Cambio de aires. Por Luis Tamargo.

Cambio de aires

«Además, me daba placer imaginar
todo lo que no conocía de aquella ciudad».
Felisberto Hernández.

Fue una mala caída. Su madre ya le había advertido más de cien veces que tuviera cuidado con los árboles y, precisamente, había tenido que ocurrir ese día y allí, en la arboleda que rodea el internado del colegio Saint Paul. Ahora su madre y la familia quedaban lejos y desde luego que aquel verano se presentaba con un comienzo poco o nada halagüeño.
El profesor Tycho fue quien se hizo cargo de su convalecencia, un viejo catedrático casi a punto de jubilarse, más ocupado en pasear los libros que en dar clases que despertasen el de por sí distraído interés de algún alumno. El profesor vivía en un ático de la barriada nueva, frente al colegio, aunque desde su amplia balconada se podía contemplar la parte sur de la ciudad e incluso el puente que cruza sobre el río Delaware. Al menos aquella panorámica compensaría la monotonía de la claustrofobia que preveía para todo el tiempo que durase su obligada estancia allí. Sin embargo, enseguida comenzó a cambiar su concepto del profesor Tycho, apenas le hubo tratado un poco o, mejor dicho, en cuanto se dejó tratar. Bajo aquella apariencia de viejo serio y malhumorado se hallaba una vitalidad jovial y un espíritu simpático, desbordante de ternura. La primera sorpresa fue al deshacerse de sus hábitos de profesor al llegar a la casa; sin la toga y el sombrero de borla hasta el semblante del señor Tycho parecía sufrir una transformación. Sus bigotes canosos le daban un aspecto cómico, no resultaba difícil imaginárselo en sus años mozos preparando alguna que otra travesura. Su fama de hombre metódico y riguroso le había servido para espolear su conocimiento más allá de los libros o las aulas y, gratamente, sorprendía verle manejar los utensilios de cocina con la maestría de un experto al mismo tiempo que cantaba La Traviatta o declamaba sus versos griegos preferidos. Para todo pedía consejo o consentimiento, ya fuera para el menú del día o para la lectura de la tarde, incluso dejaba elegir qué tipo de música escucharían para aquel u otro momento. Era innegable que le sentaba bien sentirse ocupado en alguien, debió haberse encontrado demasiado sólo anteriormente, pero ahora en presencia de compañía recuperó con rapidez los resortes que mueven la convivencia. Aprovechaba para volcar toda la responsabilidad de la que era capaz cada vez que revisaba la cura; la herida pronto adquirió forma de cicatriz gracias a sus desvelos y ya había conseguido aventurar unos primeros pasos, titubeantes, cuando el profesor marchaba en las mañanas a sus quehaceres en el colegio. Así, los avances fueron notables y, en menos tiempo del previsto en un principio, se sintió con fuerzas y ánimo para continuar por sí sólo su interrumpida andadura.
A medida que se iba aproximando el tan ansiado instante de su salida, también por desgracia, ya empezaba a lamentar el inevitable hecho que ambos debían afrontar. Sin duda el señor Tycho lo extrañaría todavía más que él; se había preocupado en hacer agradable su permanencia en la casa y ahora resultaba más que probable que aún padeciese más esa sensación de abandono después de su ausencia. Aquella noche era la última, preveía que al día siguiente sería ya capaz de saltar, además no había parado quieto en toda la mañana, mientras el profesor asistió a la ceremonia festiva de la clausura del curso.
El señor Tycho llegó con gesto preocupado por la tardanza, repartiendo disculpas, pero sin poder ocultar su ilusión casi infantil de felicidad… Esa noche celebraron la fiesta a su modo, su despedida particular; había traído el postre que sobró del colegio y que había pedido a tal efecto a la encargada de la cocina que, algo extrañada por la caprichosa osadía del viejo profesor, se lo preparó y envolvió con mimo. Durante la cena el señor Tycho cantó y lloró de risa al recordar los primeros chistes de estudiante y alguna de las traviesas novatadas de las que fue objeto al llegar a la universidad. Luego, como no podía faltar, declamó a Platón y a Aristóteles, se deleitó con algunos pasajes de La Odisea y de La Guerra de las Galias, conjeturando hipótesis acerca de la indolencia de la vida en aquel tiempo. A veces se quedaba sólo, perdido en la pura elucubración y hasta se reía de sus propias ocurrencias… No cabía duda de que disfrutaba, se lo estaba pasando en grande. Sí, era un hombre excepcional, no podía tener queja del trato dispensado. A pocas personas había llegado a conocer tan de cerca y tan bien, gracias a aquellas circunstancias especiales.
A la mañana siguiente, puntual como de costumbre, el profesor marchó pronto al colegio. Salió sin meter ruido, con cuidado de no despertarlo. Pero él llevaba en vela largo rato, desde que el alba se anunció en las rendijas de la ventana. Había llegado el momento de su partida, pero antes echó una rápida ojeada al lugar que hasta entonces había sido su refugio. Luego se acercó a la balconada y saltó… Los primeros aleteos sobre los tejados le supieron a gloria, estaba en plena forma. Remontó cielo arriba, siguiendo el curso del río, contento. A su madre, además, iba a parecerle mentira todo lo que había aprendido con aquella experiencia.

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