EL MASAJE. Por Ángeles Morales

merienda_pequeopEstaba tumbado boca arriba con el rostro hundido entre los brazos, de vez en cuando soplaba para apartarse un mechón de pelo rebelde que caía sobre su nariz haciéndole cosquillas. Estaba callado, bueno, en realidad acababa de quedarse mudo cuando Dorita comenzó a masajear su carne igual que si estuviera haciendo pan, hacia arriba y hacia abajo, deslizando sus manos por la superficie aceitosa de su piel. Al llegar del trabajo cansado y con el traje arrugado le había obligado a desnudarse en el salón, sin hacer caso de las protestas de Armando, que se hacía el remolón siempre que Dorita se prestaba a hacerle un servicio. Lo condujo despacio al dormitorio, dándole pequeños empujoncitos para acelerar la marcha. Dorita estaba ansiosa por masajear la espalda de Armando, le brillaban los ojos al tenerlo tumbado, boca abajo, tan quieto, tan apacible. Entonces se arremangaba el suéter de lana, frotaba sus manos en el aire y derramaba el líquido aceitoso. Armando murmuró algo, una frase que no llegó a acabar y que pronto fue sustituida por un gemido de placer. Estaba tenso, todo él era una duricia. Dorita le asestó una palmadita en el trasero, de refilón, con los dedos juntos, un revés que a Armando le recordó a las bofetadas de canto que su madre solía propinarle cuando era niño. Sin embargo no se quejó. Debía admitir que le gustaban las palmaditas de Dorita, su forma de disciplinarle en los momentos álgidos. Y ese sin duda lo era. El efecto de sus tocamientos, el aliento de Dorita sobre su oído cada vez que se agachaba, el leve roce de sus pechos sueltos bajo el suéter de lana y el olor floral del bálsamo, empezaba a surtir efecto en su sexo. Y sintió que se le endurecía bajo el la toalla. Emitió un suspiro largo y cambió de posición. Dorita sonrió a medias.
Si no te estas quieto no acabaré nunca.
Armando deseaba que su sentencia se cumpliera. No quería que aquel masaje terminara. Estaría bien, pensó, que las manos de Dorita me acompañaran siempre allá donde fuera, en la oficina, en el autobús, en el restaurante a la hora del almuerzo, en el bar de Toño tomando unas cañas…
Dorita masajeó por última vez su cuello y luego cogiendo una toalla, retiró el aceite de su cuerpo y volvió a frotarse las manos, desapareciendo un minuto más tarde.
Armando se incorporó siguiendo sus instrucciones.
Despacito, sin hacer acrobacias – Le dijo.
Se vistió y salió al salón. En un sofá hojeando un periódico había un señor bajito, con bigote y gabardina.
Buenas tardes – Lo saludó.
Buenas tardes – Contestó Armando.

Dorita ya no llevaba el suéter de lana, ahora lucía una bata blanca de manga corta y tenía el pelo recogido en una cola de caballo. Se metió en el mostrador y tecleó en la caja registradora.
Son sesenta, como siempre.
Armando rebuscó en la cartera y se dio cuanta de que había salido de la oficina sin un céntimo
¿Admites tarjeta?
No, mejor te lo apunto y me lo pagas el jueves. A las cinco. Procura no retrasarte tengo la agenda llena.
Le sonrió, o al menos eso creyó, el caso es que el señor del bigote sonrió a su vez, mostrando una dentadura amarillenta y desordenada.
Pasa Juan.
Y sin despedirse de Armando comenzó a desnudarlo, dándole pequeños empujoncitos para acelerar la marcha. Al poco de cerrarse la puerta, escuchó el sonido de una palmadita. El señor del bigote protestó con un grito de espanto.
“Éste no ha tenido una buena infancia”, pensó Armando saliendo del gabinete de Dorita.
Ángeles Morales

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Un comentario

  1. Gran destreza en el relato er

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