El trampolín de la inocencia. Por María Dolores Almeyda

Todas las mujeres tienen un día señalado en sus vidas en el que les sucedió algo especial. Un recuerdo que las une aunque se produzca en diferentes circunstancias. Aquél día, Juani, Juanita, la loca del pueblo, la niña que nunca se había planteado que su vida pudiese cambiar, sintió que ésta daba un vuelco junto a su corazón y estuvo a punto de caer de culo sobre las ortigas.

El día veintiocho de diciembre en su casa estaban de matanza. Aquella mañana amaneció todo dispuesto para el sacrificio de dos hermosos cerdos que durante todo el año habían sido engordados en la zahúrda, y ya esperaban un poco asustados, atados a un poste en el centro del patio, como si presintieran lo que iba a ser de ellos. En un rincón apartado se amontonaba la leña sobre las aulagas para ser prendidas por el fuego, y por todo el espacio se repartían los avíos necesarios para la matanza. El altar para los sacrificios, las grandes orzas de barro para hacer los embutidos, las cántaras para la sangre, los tarros llenos de especias para sazonar y dar sabor a los distintos entripados. El proceso sería largo, pesado y agotador. Ya conocía el rito desde años pasados y sabía que por mucho que desearan que todo estuviese en orden, siempre faltaban cosas a última hora y como siempre le tocaría a ella ir a buscarlas al pueblo. No una vez, sino varias. Juanita estaba un poco en todas partes, no por gusto, sino porque todas las manos eran necesarias.

De estos días de matanza le gustaban unas cosas y otras no. Le gustaba el ambiente previo y la algarabía que se formaba en el corral, con tanta gente dando órdenes y pidiendo cosas que no aparecían, y el olor de la piel del bicho cuando le quemaban en la hoguera los pelos como escarpias; y los aromas que se colgaban del aire cuando las mujeres que hacían las chacinas salpicaban el amasijo con las especias mezclándola con la carne picada en las orzas de barro. No le gustaban los gritos del animal herido ni el chorro de sangre que caía en las cántaras, tan roja y espesa. Era desagradable. Y que la gente se tomara todo aquello con tanta naturalidad. Y que le guardaran al cura el mejor bocado del cerdo, según decían. “Esta es la presa del cura, mucho cuidado, no se pierda, que ya mismo está por aquí don Alberto.” Don Alberto se comía las criadillas de todos los cerdos sacrificados en el pueblo cada año.

Aquél día hacía frío de matanzas, decían los entendidos. Era a últimos de diciembre y las nubes estaban gordas pero no amenazaba lluvia. A última hora de la tarde se acabó la tripa de envasar morcilla y mandaron a Juani a por varias docenas de metros al almacén, como sucedía cada vez que faltaba algo. A ella le gustaba salir por los recados porque al mismo tiempo que se escabullía del trabajo tenía la opción de pararse a jugar con los niños en la calle.

Porque a Juanita le gustaba jugar con los niños a la pelota, subirse a los árboles para coger nidos, arrojarse al río desde lo alto del muro compitiendo con las habilidades de los otros. Esto le había acarreado más de un problema de identidad con alguna vecina descarada, que había tenido que zanjar con la ayuda de su madre, que se las pintaba para llamar a las cosas por su nombre y a las vecinas que se pasaban de lenguas, decirles deslenguadas.

Y justamente aquella tarde, cuando más frío hacía, Juanita salió a comprar tripa para hacer morcillas y se encontró, como esperaba, con algunos niños que jugaban ajenos al inclemente tiempo. Clavaban un garfio en el suelo húmedo y duro del hielo de ayer que ya mismo seria de nuevo escarcha, lo sacaban y volvían a arrojar dentro de un cuadro señalado en la tierra, como en la rayuela. La falda plisada de Juanita voló en uno de sus giros dejando al descubierto las braguitas blancas y un niño le dijo que se la había manchado con la sangre del cerdo que estaban matando en su casa. Juanita se apartó de ellos, se agachó como si fuese a orinar, se miró y estuvo a punto de caer de culo sobre las ortigas. No sabía nada de aquella sangre inmaculada que llenaba sus bragas por completo, pero estaba segura de que no era de ningún cerdo.

Regresó a su casa tambaleándose, buscó a su madre y le contó lo que le había pasado, segura de haber cometido alguna falta. Que no se podía jugar con los niños era algo que le repetían continuamente, riñéndole, pero nunca le habían advertido cuales podían ser las consecuencias.

Cómo terminó la jornada y como fue a partir de ahí la vida de Juanita, la niña más loca del pueblo que corría calles abajo y arriba jugando con los niños, despreocupada, infantil y ajena a lo que se le venía encima, es algo que se quedó guardado entre las paredes de su casa. A partir de ahí su madre protegería su inocencia con el celo que nunca había puesto en enseñarla. Aquélla fue su última jornada de matanza. Su última correría. El último salto al vacío de la vida desde el injusto trampolín de la inocencia.


María Dolores Almeyda
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6 comentarios

  1. Lo siento pero la historia no es que no me haya gustado, es que me ha parecido desagradable. Esta llena de palabras vacias que no me ayudan ni a entender lo que quieres contar/comunicar, ni a situarme en la historia.
    El arte est

  2. Maria dolores almeyda

    Bueno, Teresa, aunque respeto tu opini

  3. Pues a mi me parece un relato lleno de ternura que encierra mucho de una triste

  4. El apartado de «comentarios» posibilita el dar una opinion personal, subjectiva, del realto. La mia ha sido clara. Maria Dolores lo que conozco de t

  5. Maria dolores almeyda

    El autor agradece siempre la sinceridad. Sobre todo cuando no ha buscado la adulaci

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