MISTERIO GALÉNICO. Por Rafael Borrás Aviñó

En cuanto hubo aliviado el urgente requerimiento de la próstata, don Atilano Rocamora se aprestó a comenzar la jornada del lunes. Puntual, como cada mañana: a las nueve y quince minutos. Escogió una llave enganchada en la leontina que colgaba de unos tirantes combados por la barriga obispal. Con ella le dio cuatro vueltas al cerrojo de la puerta. Cuando encendió la luz, el desconcierto le puso los ojos como huevos de paloma. —Pero…, pero… ¿Qué es esto…? ¡Por todos los demonios del infierno! En la pared, su bisabuelo, el primer Atilano Rocamora, le miraba serenamente desde un óleo en… Leer más

Sucedió rumbo a Tampere. Por José Fernández Belmonte

Después de otra noche blanca en Helsinki, donde las ventanas resplandecían como si la noche hubiera olvidado su ancestral cometido de oscurecernos la existencia, tomé un tren Pendolino rumbo a Tampere. Sentía la ansiedad de tomar un buen café y la sensación de haber dormido tres horas menos de lo que mi cuerpo necesitaba. Nunca antes había estado en Tampere así que, nuevamente, me tocaba descubrir otra ciudad con la particularidad de que esta, a diferencia de todas las anteriores, está más cerca del círculo polar ártico. Allí me esperaban varias reuniones de trabajo de sumo interés. En principio tenía… Leer más

PRIMERO DE MAYO EN LA MORALEJA. Por Rafael Borrás Aviñó

Sobre las alfombras turcas una enfermera empujaba la silla de ruedas. Encima, la tía abuela Enriqueta vestida de marengo monástico, gallarda en su invalidez, con el moño tieso y amerengado. Desembocaron en la sala entre la pareja de dogos de porcelana que flanqueaban la puerta. Al verla entrar, los asistentes iniciaron un aplauso que la vieja detuvo con gesto autoritario y huraño, elevando una diestra huesuda en cuya muñeca brillaba un grueso brazalete de oro de veinticuatro quilates. Allí estaba la familia al completo. Excepto el garbanzo negro. Aquel primero de mayo la calle ardía en manifestaciones. Con toda certeza,… Leer más

Fortepiano. Por Mar Solana

El día que la muerte llovió del cielo, Mariana acariciaba algunos acordes de su fortepiano, lo único que hasta ahora permanecía en pie, fuerte y suave, como un compañero fiel. Aquella mañana, muy temprano, avisaron del ataque de los pájaros de acero, de las aves de hierro forjadas en el infierno, pero Mariana no quiso huir al refugio cuando las sirenas comenzaron a ulular con urgencia y desaliento. No, no lo iba a abandonar. Si él caía, ella también. El cielo se convirtió en un manto de plomo y la tierra empezó a temblar. Mariana lo cubrió con la vieja… Leer más

Asesinato. Por José María Araus

      El pueblo, a sus espaldas, huía de él con rapidez. La carretera se deslizaba bajo las ruedas de su coche a una velocidad desmesurada. Los insectos lanzaban sus ataques en oleadas contra el vehículo, en vuelos suicidas; y los árboles, los huertos, las viñas venían hacia él y se lo iban tragando muy deprisa, dejándolo atrás con la misma rapidez. Miró por el retrovisor y vio cómo ahora el pueblo se escondía tras una loma. En el cuentaquilómetros, la aguja pasaba de los cien; en una carretera comarcal eso era peligroso, pero el pueblo quería escapar de él cuanto… Leer más

La muchacha del tres cuartos. Por Rafael Borrás Aviñó

—¿Cómo estás, Guillermo? —La melena le caía revuelta enmarcándole un rostro con una geometría intachable, cierto aire de desamparo infantil y un puñado de pecas caoba disperso sobre los pómulos. Al colgarse las gafas oscuras sobre la cabeza guiñó los ojos contra el resol de poniente. Me sonreía pese al momento, como si nos estuvieran presentando en cualquier otra reunión que no fuera un entierro. Aunque jamás había visto a aquella muchacha de veintialgunos años, supe enseguida quién era.   —Aguantando el temple como mejor puedo —contesté. Me pilló por sorpresa; disuelto en una esquina había estado escuchando ensimismado el gorigori parsimonioso… Leer más

La Señora de la Perrita. Por Manuel de Mágina

A Antonina y Paqui Había un efecto extraño en la luz de Gardo. Lo había notado nada más salir por la mañana. Hacía que las cosas se vieran con una nitidez desacostumbrada, como si estuvieran muy limpias. Sabía, por la experiencia de los años, que las cosas no eran así. Gardo no era una ciudad más sucia o contaminada que las demás pero tampoco más limpia y, mucho menos, limpia hasta el extremo de que las cosas se vieran con aquella nitidez. Se sorprendió de ello nada más salir a la calle, en el gesto de soltar la puerta a… Leer más