Philip Sydney y la poesía erótica inglesa en “Astrophil y Stella”
por Vigee-Lebrun

 

 

Como Garcilaso en España, Philip Sydney consigue la perfección del soneto amoroso en la Inglaterra de la era isabelina: 1554 es el año de su nacimiento. Diez años antes, los sonetos de Boscán y Garcilaso habían sido impresos por primera vez. Si los españoles tuvieron como precedente claro al marqués de Santillana, los ingleses se basaron en la poesía de Thomas Wyatt y del conde de Surrey, que introdujeron la forma italiana a la literatura inglesa.


Las similitudes no acaban aquí: si Garcilaso es noble, no lo es menos Sydney y si Garcilaso lucha en Europa por Carlos V, lo hace Sydney contra los españoles en los Países Bajos. Ambos desdeñan la armadura: Garcilaso en el asedio a la torre de Muy, en 1536. Sydney en Zutphfen, en inferioridad de condiciones, pues el ejército español triplica al suyo, en 1586, cincuenta años más tarde. Ambos poetas mueren a consecuencia de las heridas causadas por tal alarde de valor.


La fama de Sydney supera con mucho la de contemporáneos como Edmund Spencer, dos años mayor que Sydney, William Shakespeare, ligeramente menor, Ben Jonson o el metafísico John Donne . Su obra se convierte en “bestseller” igual que la de Garcilaso en la península. Como el español, el inglés decide también purificar la lengua inglesa, limpiarla de arcaísmos o latinismos, buscar el lenguaje poético dignificando el coloquial, sin hacerlo pedante. Y busca y encuentra un nuevo ritmo que supera los cuatro acentos y el bipartidismo de los versos que proceden del antiguo sajón.


En este caso, afirma: “Ni Teócrito en griego, ni Virgilio en latín, ni Sannazaro en italiano cultivaban la afectación” (Defensa de la poesía, 1579)

En su nacimiento, en el seno de una familia noble, tiene como padrino a Felipe de Austria, aún no rey de España – sería Felipe II-, pero ya rey consorte de Inglaterra con Mary Tudor. Su padre gozó del favor de Elizabeth I y fue tres veces gobernador de Irlanda. La formación de Sydney en retórica, gramática y letras clásicas es profunda, acude a Oxford, continuando años de estudios, y si no llega a graduarse es por una epidemia de cólera que cierra la universidad. Recorre la Europa agitada por la matanza de San Bartolomé; por tres años aprende lenguas, se interesa por el arte, la ciencia y la filosofía. Conoce países. Crece. Vuelve a Inglaterra con 21 años, ya sabio e inquieto. Su retrato ha sido pintado por el Veronés; muchas obras, científicas o literarias se han impreso bajo su patrocinio.


Elizabeth, a pesar de la preparación de Sydney, no le confía misiones importantes, por lo que el poeta se vuelca en su actividad intelectual. Forma parte de al menos dos elitistas grupos artísticos, el “Aerópago” (cuyas regiones se hacían en la casa del conde de Leicester) o en casa de la hermana de Sydney, Lady Pembroke, verdadera “Madame Staël” de las letras inglesas, en cuya tertulia se reunía la flor y la nata de la intelectualidad y la ciencia de la isla.
Así, entretenido o en ocasiones aburrido por la inacción, Sydney conoce a Penélope Deveraux, hija de Essex, el antiguo favorito de la reina, de quien hablé ya en otro articulo. Hermosa, joven, culta. Dieciocho años: ojos negros, blanca piel, cabellos rubios como el oro, a quien la poderosa familia de los Essex casa en 1581con celeridad con el joven y muy noble Lord Rich en matrimonio de conveniencia a uso de la época, que fracasa desde su inicio.


Dos años después, el propio Sydney contrae matrimonio con la joven Frances, de 16 años, hija del ministro de Elizabeth, Walsingham, el hombre más importante del reino en ese momento. Los famosos sonetos amorosos que Sydney dedica a Penélope son escritos en el periodo que va entre el matrimonio de ella y el matrimonio de él: dos años.


Sydney cae bajo el hechizo de Penélope con total inocencia e ingenuidad, a pesar de que le llevaba varios años. Ella es audaz, abierta, y no teme engañar a su marido. Guarda apenas el decoro suficiente para no ser abiertamente condenada por la corte. Pero Sydney no llega a enterarse de esto, pues por fin consigue una misión y parte para el Continente con destino a los Países Bajos, en donde, como he dicho, muere poco después.


Aunque autor de muchas otras obras, entre ellas una novela pastoril como Lope de Vega o Miguel de Cervantes, titulada también “Arcadia”, la obra que lleva a Sydney a ser inmortal es “Astrophil y Stella”*, (Astrophil es el amante de la estrella y Stella, la estrella), colección que recoge 33 tipos distintos de sonetos amorosos –en 108 sonetos-,y once canciones y que no va a ser publicada en vida del poeta -como tampoco lo fueron las obras de Garcilaso-, La diferencia radica en que Sydney va a contarnos una historia en la que cada soneto o canción adquiere significado en el contexto de una narración, la narración de una historia amorosa con las tres partes que debe tener toda historia similar: La conquista de la amada-La búsqueda y satisfacción del deseo carnal-El desengaño y la desesperación de la pérdida.


En esta historia Sydney narra las trampas del amor, la lucha entre el amor y la virtud o la razón y la pasión, la aparición del engaño, y con el engaño, el dolor. Es decir: la trayectoria de toda historia amorosa, pero creada “artificialmente”, mas no inventada o mentirosa, por un poeta que domina su oficio y que hace de esta historia una que vale la pena no olvidar si no por su originalidad temática, sí por su originalidad poética.


La historia en sí no es importante. La importancia la otorga el Arte con el que la historia es contada (el arte de la invención, de la creación que dice el poeta), que es capaz de hacerla sobrevivir a su propio acabamiento y a su propia muerte. Así lo entiende Sydney cuando dice:

Vacilan las palabras, desean que llegue la invención del arte,
La invención, hija de la naturaleza…
Yo de palabras henchido, abandonado a mi dolor,
Golpeo mi ociosa pluma y me golpeo a mí mismo.
Y la Musa me dijo: “Estúpido, Mira en tu corazón y escribe”.

El enamorado caballero es esclavo de su pasión, a la que se somete:

Llamo premio a sufrir bajo la tiranía;
Y empleo lo que queda de mi ingenio
Para intentar creer que todo va bien,
Mientras con mi cerebro pinto mi propio infierno.

El poeta desciende a los infiernos pues ella se resiste: el amor es como una batalla:

Habiendo abierto una brecha y luchado bien,
Gritas: “¡Victoria! El bello día es nuestro!”
Oh, no, su corazón es una ciudadela,
Fortificada, soberbia, inteligente, desdeñosa:
Para ganarla, sólo valen la inteligencia y el dolor.

La amada se entrega, pero pronto el desdén triunfa. Él no es digno de su amor, pues ha amado a la belleza y la belleza se ha encarnado en otras mujeres también:

Natura bien me inclina a ver
Bellezas, aupadas en brillantes carros
Destellando kilates y encendiendo
Mi espíritu a inclinarse pronto a ellas.
Y Amor, creí que lleno estaba de ti,
Mas no encontrando llamas incansables,
Inclineme hacia otras, olvidando
La estrella que debía guiar mi paso.
Ahora sí que Amor con desamor he comprendido.
Y probando el veneno he sido envenenado.
Vuelvo, perezoso, a su amor,
Mas ella huye y de sus ojos salen volando flechas a mis ojos.

Así, comienzan las súplicas y las humillaciones:

Querida ¿atiendes más a un perro que a mí?
Si él ama, yo ardo, ardo en amor.
Si él sabe esperar, yo de aquí no me moveré.(…)
Si él trae un guante, yo traigo mi alma a ti.

La dama es acusada de crueldad:

Cuando ella despierta, es demasiado, demasiado cruel.
Su lengua al despertar dice que “No”.
Y aún durmiendo, el “No” está en su lengua.

Oh dulce beso robado. Ah, pero ella ya despierta,
Con su belleza hostil me castiga:
Ahora debería huir de aquí.
Estúpido de mí, estúpido: más debí haber robado.

Finalmente, el poeta acepta su destino:

Si estos signos divinos quieren probar mi dolor,
Adiós, felicidad, déjame vivir sufriendo.


Solamente el Arte logra salvar la trillada historia de los dos amantes.
Y el amor de Sydney y Penélope sobrevive solamente por estos poemas. Por lo demás, es polvo, es sombra, es viento, es nada.


* Los sonetos de “Astrophil y Stella” fueron publicados en español por la Ed. Cátedra, en traducción (que no he utilizado) e introducción, por Fernando Galván, en la colección “Letras Universales”.






 

 

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