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264- El Senyoret. Por Violeta Nerolí

Si hubiera sabido que iba a ser presa de la nocturnidad, y que alguien iba a velar mi sueño, tal vez habría entrado en aquel pueblo despierta. Matías estaba enfadado con lo del fin de semana, pero no había podido hacer nada para evitar el encargo.

 Mi jefe lo había «sugerido» con ese tono que le conocía y que no podía pasar por alto, era una orden, camuflada de favor personal. Todo era un tanto peculiar, no era un caso como tal, no había demanda, al parecer solo se trataba de una mediación, de ahí que tuviera que ser en fin de semana. El párroco del pueblo había sido compañero de estudios de mi jefe en los jesuitas,  la lealtad era muy importante para él, pero por supuesto no iba a ser él, quien mediara, la implicación personal, «ya me entiendes..», fue su última frase. El   “senyoret” del pueblo, tenía en su casa familiar, una casona grande, vestigio de la época de esplendor, la talla de la Virgen del Amparo, patrona del pueblo, virgen que cada año en las fiestas patronales, se desplazaba a la Iglesia, para salir en procesión. Durante el resto del año, unas feligresas devotas se ocupaban de hacer las tareas de camareras de la virgen, mantenerla limpia, restaurar sus ropas, y tenerla siempre con flores.

 Toda esa labor resultaba más complicada al encontrarse dentro de una capilla particular, y ahí estaba mi trabajo, mediar para que el “senyoret” aceptara que la talla se trasladara para siempre a la Iglesia, haciendo mención con una pequeña inscripción, agradeciendo a su familia la custodia durante tantos años y su posterior donación.

El pueblo estaba situado en la Marina Alta, era un lugar tranquilo, aunque invadido por el turismo cercano, y sus gentes al mismo tiempo que se mostraban abiertas, guardaban celosamente su arraigo. Llegué alrededor de las 18.00 del sábado tarde, ese había sido el motivo que enfadó Matías, era incapaz de entender porque una cita de trabajo tenía lugar en sábado, y más aún cuando supo que pasaría la noche, pero estaba acostumbrada a trabajos «raros» con mi jefe. Me dirigí al despacho parroquial, allí tenía mi primera entrevista con el párroco, él debía contarme los pormenores, después cenaría en la casona con el “senyoret”, la otra parte, la casa funcionaba como albergue rural, aunque según mi información, el pueblo entero la boicoteaba, y no debía irles muy bien, cosa que a su propietario no parecía importarle mucho, su gran fortuna permitía seguirla manteniendo. El párroco, no estaba, la señora bajita que me abrió la puerta, puso cara circunspecta al decirme que una urgencia le tendría alejado esa tarde del pueblo, añadiendo -«campanas a muerte, ¿me entiende usted señorita?-, le expliqué el motivo de mi visita, a lo que me remitió a la casona, al parecer no esperaba que D. Jenaro volviera antes de la medianoche. Indicándome el camino que debía tomar se despidió de mi con una sonrisa extraña «Tirali, Aixó es bufar en caldo gelat, el senyoret es un borinot».

 La casona, era impresionante, un palacete de unos 2000 m., rodeado de un frondoso jardín, con dos palmeras franqueando la entrada,  un hombre me esperaba en la puerta. Me impresionó su voz, siempre pensaba que la voz era mejor carta de presentación que el aspecto, y en este caso, ambos concordaban. Desde el primer instante me sentí acogida calidamente, me entregó la llave de mi habitación y me acompañó hasta la puerta, despidiéndose con esa frase tantas veces escuchada en el cine «la cena se servirá a las 9», y me quedaron tantas preguntas en los labios, que su sonrisa respondió en un segundo.

La habitación no me  sorprendió, porque todo en ella era esperado, la cama alta de hierro, las contraventanas, los cortinones, la descalzadora, el olor a azahar. Para mi tranquilidad comprobé que la habitación contaba con cuarto de baño completo, por un momento pensé que tendría que salir a aquel largo y oscuro pasillo,  empecé por una ducha rápida, prefería cambiarme y bajar a ver la casa aunque no fueran las 9.

La cena la sirvió una dulce ancianita vestida de negro y mi anfitrión fue contando la historia de su familia, de la casa, y de la talla, que me había llevado hasta allí. La propiedad de esta se remontaba a 1885, fecha en la que la familia Mons mando tallarla a un artesano de Valencia, para sustituir la existente más pequeña y de menor calidad, pero la matriarca del momento exigió que siempre estuviera ubicada en la capilla de la casa. Me aclaró que no estaba dispuesto a faltar al deseo de su antepasada, argumentando que cada generación se había visto obligado a cumplir este deseo. Y llegado ese punto, añadió como de soslayo una frase en voz bajita «imagino que ya sabrá lo de la maldición». Por supuesto le aclaré que no sabía nada de eso, y empecé mi disertación sobre los motivos de mi visita, barajando todo tipo de posibilidades que el pueblo le ofrecía en cuanto a la disponibilidad de la talla en determinadas fechas, los agradecimientos públicos,  el bien que haría a su vecindad, y cuantas cosillas por el estilo se me habían ocurrido. Ferran me miraba calido, entendiendo cada cosa que decía, y en su mirada fui viendo que nada iba a hacerle cambiar de opinión, así que las palabras fueron extinguiéndose, apagándose, como si hubiera olvidado el motivo por el que me encontraba allí. El magnetismo de la mirada de Ferran, creó un campo alrededor de mi memoria, un campo donde no había un antes, una laguna en el tiempo, un gran charco en mi memoria, solo escuché su voz. Durante todos estos años su familia había creído que si alguien se desprendía de la virgen su alma vagaría incansable hasta restablecerla, nadie sabía el porqué de esa maldición pero inexplicablemente todos acataban el deseo de Doña Herminia, una mujer con una fuerte personalidad, que al parecer no creyendo que sus descendientes cumplieran su deseo, invento esa maldición. Me parecía inverosímil que hoy día siguieran creyendo que eso podía ocurrir, pero cada vez que Ferran dejaba caer su mirada sobre mí, veía inútil la petición de Don Jenaro y el pueblo. Cuando la ancianita nos sirvió el postre y una infusión, se despidió, dejándome una sensación de estar indefensa ante la mirada de Ferran. Y lo estaba, indefensa cuando en la puerta de mi habitación al despedirnos y besar mi mano, la otra se pegó a mi cintura, como si no existiera la diferencia entre su piel y la mía, se derritió y fui notando como bajaba liquida por mis caderas, y volví a encontrarme nadando en esa laguna intemporal, en la que no quería saber ni oír nada que no fueran sus susurros.

 La mañana siguiente desperté con un aroma a azahar y un recuerdo vago de lo que había ocurrido la noche anterior, demasiado vago para estar tan reciente. Bajé al comedor dispuesta a desayunar y tratar la negociación, no podía creer que todo se fuera al traste, que hubiera sido capaz de caer en las redes de este hombre, se supone que tenía que convencerle, que había que negociar, que tenia que volver con una virgen como trofeo, en cambio había despertado rodeada de flores y con la piel repleta de estigmas y polen.

El café en esa casa no era tan negro como las esperanzas que tenía acerca de mi trabajo, no sirvió el desayuno la misma mujer de la noche anterior, era también entrada en años,  pero más arisca, con un acento cerrado apenas ininteligible, solo acerté a entender «El senyoret baixara de seguida» aunque sabía que algo más había mascullado. Cuando degustaba mi segunda tostada, irrumpió  un señor en el comedor, disculpándose por la tardanza y por haberme dejado sola la noche anterior, pensé que era el párroco y no me gustó demasiado la idea, me iba a resultar incomodo el desayuno con ambos contrincantes y yo respirando aún azahar, pero según iba  hablando tuve que interrumpirle – Disculpe es usted D. Jenaro, ¿verdad? –

     – No, por dios, siento haberla confundido, usted no tiene porque conocerme, para mí ha sido más fácil saber quien es usted, soy  Ferran Mons –

Estaba desconcertada. Así que pregunté por su hijo. Mi desconcierto fue en aumento, su única hija vivía en Londres, intente tranquilizarme, de lo que estaba segura es que este hombre no era con quien había cenado, ni por supuesto el hombre  que me lleno la piel de azahar, no era el hombre que me susurró letanías nocturnas en esa gran cama de hierro, ni el hombre que atravesó mi cintura para adherirse a mi cadera. No era, simplemente no era. Cuando mentalmente hube ordenado en mi cabeza lo que quería decir, le relaté todo desde mi llegada, omitiendo el final de la noche.

     – Señorita, he llegado esta mañana de Madrid, intente avisar a su jefe, pero ante la imposibilidad de contactar con él, lo más que pude fue hacer que Rosa le preparará la cena y una habitación, pensé que aprovecharía para charlar con D. Jenaro , puesto que necesitará hablar con él, pero el párroco es un viejecito, nada parecido a un atractivo hombre de unos 40 años, no tengo ni idea con quien ceno anoche, no hay huéspedes y no creo que nadie se haya colado en la casa esta noche. Todo esto es incomprensible. –

Intenté no prestarle mas atención a lo ocurrido, y me centré en intentar esclarecer algo sobre la cesión, pero mi capacidad de asombro no había llegado al limite, el fin de semana pretendía estar cuajado de extrañezas, el nuevo Ferran sentenció el asunto de mi visita cuando me hizo saber que le era imposible ceder la talla puesto que no estaba desde hacia un par de años. ¿Que estaba ocurriendo en ese pueblo?, nadie me dijo que los dos últimos años no hubieran sacado a la virgen. Según Ferran, el pueblo entero creía que él guardaba la talla con la intención de no cederla, pero nada más lejos, dos años atrás, a la vuelta de un viaje a Londres, encontró a Rosa llorando, alterada y murmurando – «ha tornat a fer-ho, el senyoret ha tornat a fer-ho»- . A mi pregunta de que es lo que había vuelto a hacer, Ferran simplemente me dijo, – Sígame- .

Entramos en la capilla, una preciosidad neogótica de caoba, y allí en el centro, erguida, impasible, vigilante, atenta a cualquier nocturnidad, majestuosa, una lechuza parda disecada.  Ferran me explicó que no se encontró explicación a aquello, lo mantuvo en secreto, no le vendría nada bien al pueblo, otra historia más de fantasmas, que era lo que Rosa intentó hacerle creer, decía que cada vez que alguien intentaba sacar la talla de la casa, El senyoret rompía los planes de alguna forma, Ferran Cantó Mons, hijo de D. ª Herminia. Corría la leyenda que al intentar vender la talla, un extraño accidente en una escalera acabo con él, y desde entonces vagaba por la casa custodiando la Virgen.

En estos dos años nadie había entrado en la capilla, por lo que nadie sabía que la Virgen estaba desparecida, y así pretendía el actual propietario de la casa, no quería que sobre su propiedad cayera el titulo de casa encantada, y estaba convencido que en algún momento iba a volver a aparecer la talla. Sentía haberme hecho ir hasta allí, pero debía comprender que la situación no era como para habérsela explicado a mi jefe por teléfono, pedía nuestra discreción. D. Jenaro  sería fácil de engañar, a Ferran no le importaba los motivos a dar, solo quería que se dejara el tema dormido.

En cuanto a mí, entendí todo, en el instante en que junto  a la observadora lechuza, vi unos ojos envolventes, y percibí un aroma a azahar que iba penetrando por los poros de mi piel. El fin de semana terminó y afuera la lechuza ululaba sintiéndose vencedora.