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262- Arañas. Por Ixión

Aquí están tus hermanos, Darío, dijo mamá y nos hizo una seña con la cabeza para que nos acercáramos Laurita y yo a darle un abrazo.

El niño tenía cabellos dorados en comparación con nuestras cabelleras negras y además su piel era cristalina, como la de los escarabajos que nunca salen al sol. Se quedó quieto y sonrojado, apoyada la espalda contra el marco de la puerta. Esos ojos vidriosos los veía a cada rato en Laurita cuando le decía que no quería salir a jugar con ella.

Darío, tus hermanos, presentó mamá.

¿De verdad somos hermanos?, pregunté. Laurita se colgó del brazo de mamá para que responda.

Papá se ha retrasado con las compras. Ya lo hablamos con ustedes pero durante la cena vamos a conversarlo al detalle, respondió mamá.

La verdad es que nunca lo hicimos.

Mamá pinta durante las tardes y papá escribe y lee de la mañana a la noche. A la abuela no le cae bien mamá porque dice que se llevó a papá de la ciudad para “tener vida de jipi”. Lo dijo un domingo que estuvo tomando vino desde temprano.

No nos gusta la abuela. Cuando nos veía venir desgreñados por revolcarnos y corretear por el bosque, ella nos llamaba sus “nietos ferales”, sonriendo de la misma forma que decimos: “Qué bonito”, cuando nos regalan ropas feas. Supongo que ferales significará algo malo. Felizmente la abuela dejó de visitarnos.

¿En qué problemas te metes?, gritó a papá la última vez que la vimos, antes de arrancar su automóvil rumbo a la ciudad.

Lo que sí nos gustaba era vivir con el bosque tras la casa, cazando palomas, lagartijas, incluso ranitas en las zonas calmadas del riachuelo.

A veces íbamos a la ciudad a visitar familiares pero las casas eran apretadas y de colorines y el cielo estaba siempre plomo. Faltaba sol y árboles, pero sobraban perros. Horrible.

¿Cuántos años tienes?, preguntó Laurita burlona la primera vez que llevamos a Darío a recorrer el bosque.

No sabía trepar árboles ni escalar montes. Tampoco montar bicicleta, usar honda, ni nada. Seguramente era uno de esos niños de la ciudad que mamá y papá siempre decían que se pasaban pegados al televisor o la consola.

Ocho, respondió nuestro nuevo hermano.

Me molestó que fuese el mayor.

Caminábamos por el sendero de pedregal que papá había realizado en mitad del bosque y encontramos una blanca telaraña tendida entre dos higueras. Una telaraña de las más gandes que he visto en mi vida. Darío retrocedió.

Subí a las higueras, sacudí con un palito la telaraña y atrapé, con la camiseta que me había quitado, la araña gorda y castaña. Bajé y se la mostré a Laurita que parpadeaba y se aproximaba cautelosamente de perfil.

¿Salta?, preguntó mi hermana.

Quién sabe, respondí e hice rebotar la araña en la camiseta hasta la altura de su cara. Pegó un chillido.

Ya estaba muerta, pero siempre me gusta asustar a Laurita.

Nuestro hermano se había alejado hasta el inicio del sendero.

Está muerta, Laurita. Ahora asusta tú a Darío, susurré pasándole la araña.

Fue tras él con el insecto retorcido en la palma de la mano. Darío corría. Laurita lo hacía más rápido.

Darío tropezó y al caer comenzó a aullar. Nunca había visto un llanto así.

Continuó gritando incluso después de que Laurita lanzó lejos la araña y le mostró las palmas vacías. Me acerqué a levantarlo pero Darío tuvo una especie de calambre en todo el cuerpo, puso los ojos en blanco y comenzó a babear. Laurita lloró al verlo. Yo también.

Mamá ya se aproximaba a la carrera.

Desatascó las manos como ganchos de Darío, que se incrustaban en su propio rostro. Creo que se estaba orinando cuando mamá lo cargó como a un bebé y lo llevó a la casa.

A la noche apareció papá, que había ido a la ciudad. Darío no bajó a cenar pese a que le pedimos perdón. Estaba tendido en la cama, de cara a la pared.

¿Estás bien, hijito?, preguntó papá acariciándole en los hombros.

Era raro que hablase así. Papá odiaba los diminutivos. Sólo él le decía Laura a Laurita.

Dijeron que era una fobia. Yo tenía miedo a los perros y mi hermana a la oscuridad pero estaba convencido de que nunca caeríamos acalambrados.

Así son las fobias, dijo papá esa noche mientras cenábamos en ausencia de Darío. Se procesan de diferente manera, añadió.

Mamá simplemente señaló que tuviéramos más cuidado con nuestro nuevo hermano.

Está muy sensible, dijo.

Nuestro hermano estaba aprendiendo a jugar pero seguía aterrorizado por las arañas. Salía disparado si aparecía alguna pero ya no caía acalambrado.

Cada fin de semana llegaba la señorita Eleonor y pasaba horas hablando con Darío en su cuarto. Luego llamaba a papá y a mamá. Raras veces a Laurita o a mí.

También comenzó a venir por la casa el señor Portugués. Mantenía una discusión siempre parecida con papá y mamá.

Doctor, repetía papá, eso es inadmisible. No vamos a permitirlo.

Calculo que en tres meses (dos meses, un mes, quince días) se ejecutará la orden, contestaba el señor Portugués.

Haremos cualquier cosa, decía papá.

Pueden ir a la cárcel, respondía sorprendido el señor Portugués.

Con Laurita llorábamos en silencio. Aunque no sabíamos bien cómo era la cárcel, sabíamos que era algo terrible. Cuando Darío lo supo se puso blanco, petrificado.

¿Papá vamos a ir a la cárcel?, preguntó Laurita temblorosa, sin poder aguantarse a la hora del desayuno.

Mamá se levantó de su silla sonriendo y nos acarició a los tres las mejillas.

Pocos días después papá se afeitó la barba, mamá se tiñó el cabello de negro junto con Darío. A mí y a Laurita nos recortaron las cabelleras.

Hemos pasado dos meses en este lugar donde hace calor, las casas son pequeñas, los automóviles quieren asesinarte y la gente nunca te devuelve el saludo.

Laurita antes de irnos escuchó a la señorita Eleonor decir a mamá y papá que las heridas de Darío son difíciles de sanar.

Hace mucho tiempo en casa de nuestros primos vimos televisión. Ese día nos enteramos que la mordedura de una viuda negra puede deshacerte un brazo o un pie, o dejarte un gran agujero dentro de la carne. No le preguntamos todavía pero estoy seguro que lo de Darío fue a causa de las arañas.