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261- Cartas desde París. Por Violeta

Todos guardamos secretos. Algunos durante años. Otros durante toda la vida. Tal vez sea por eso por lo que mi padre afirmaba  que nunca se acaba de conocer a las personas. 

Mi padre y su afición por hacer prisioneras frases ajenas. Registraba todas ellas en una libretilla que siempre llevaba consigo. De tanto en tanto, transcribía su contenido a unos cuadernos pautados y numerados de forma rigurosa que descansaban, junto a centenares de libros, en la enorme librería del cuarto habilitado como despacho. A menudo sospeché que esa particular biblioteca del saber la tenía memorizada y el hecho de conservar aquellos cuadernos obedecía más a una costumbre irracional que a una posterior necesidad de consulta. Recuerdo que una de sus citas favoritas la había obtenido de un libro de esoterismo a los que tan aficionado era en su juventud. Rezaba algo así como que la vida de las personas sólo se justificaba por el esfuerzo que hicieran por comprender. 

Comprender, entender. Acaso esa sea la clave necesaria para evadirme del  laberinto de dudas en el que me encuentro. Estoy desconcertada, tan dolorosamente perdida que creo que lo mejor será remitirme al principio. Pero ¿cuál es? ¿cuándo comenzó toda esta historia?   

Puede que para mí fuera aquella noche en la que él llegó a casa un poco más tarde de lo habitual. Mamá estaba en la cocina dando los últimos toques a la cena, embutida en su segunda piel en forma de bata rosa, arrastrando las zapatillas entre el fregadero y los fogones.    

Recuerdo que cenamos bajo una atmósfera densa, salpicada a ratos por comentarios intrascendentes.  Argos, nuestro golden, en contra de su rutina, no cesaba de rozar su cara contra las piernas de mi padre y de vez en cuando lamía su mano. No se había separado de él ni un segundo desde que había entrado por la puerta. Entonces recordé.      

– Por cierto, papá ¿no tenías que ir hoy a recoger los resultados de los análisis? 

Pregunté casi a traición. Hubo un silencio incómodo seguido de una repuesta imprecisa; está todo bien, un poco de estrés, ya sabes; una contestación demorada unos segundos que se me antojaron eternos; me conviene descansar unos días, trabajaré desde casa. Mamá seguía mirando absorta el televisor. 

La ambigüedad alimenta la imprudencia y conduce a la curiosidad. A la mañana siguiente, antes de ir a la universidad, abrí el maletín de mi padre. Allí estaban los papeles del hospital con la realidad impresa a máquina, la situación irreversible, la renuncia expresa al tratamiento y  un diagnóstico en cursiva: días contados, no más de un mes.  Un sello de tinta azulada y una firma ilegible lo certificaban.  

Doce días después falleció. La madrugada de un cuatro de mayo.  

Unas horas antes, cuando pasé a su despacho para darle las buenas noches, me miró por encima de sus gafas con una mezcla de dulzura y de serena aceptación del destino.  

– Me voy a dormir. ¿Necesitas algo, papá? 

No contestó. Terminó de escribir unas líneas en el folio que tenía delante, lo metió en un sobre y, sin decir nada, me invitó con una seña a que me acercara. Sobre el techo y las paredes se difuminaba un mosaico de suaves colores procedentes de la lámpara Tiffany del rincón.  Afuera, la lluvia arañaba los cristales en silencio.  

Bordeé la mesa y me situé detrás de él. Acaricié su pelo y sentí como se abandonaba al contacto de mis dedos. Permanecí así unos minutos, tratando de expresar con mis manos las palabras que naufragaban en mi garganta. No quería llorar. No quería que me viera. Me agaché a su lado y le tomé la mano. Cogí el vaso de güisqui que tenía sobre la mesa y se lo acerqué a los labios. Bebió apenas un sorbo, sin apartar un solo momento sus ojos de los míos. Con ternura me apretó contra él y pude sentir su corazón latiendo acelerado en mi mejilla. Lo abracé con fuerza, como cuando era niña y él llegaba a casa al anochecer  preguntando a voces: 

– ¿Dónde está mi princesa?  ¿Alguien ha visto alguna princesilla por aquí? 

Y yo me situaba delante suyo, brincando, agitando los brazos para hacerme notar mientras él simulaba que no me veía hasta que, dando un grito de sorpresa, me alzaba hasta el techo y me dejaba caer en sus brazos, cubriéndome de besos mientras yo deseaba con toda mi alma quedarme colgada de su cuello eternamente. 

– Papi, ¿hasta cuando podrás alzarme alto, muy alto? 

Su respuesta era invariable: Siempre, cariño, siempre. 

Luego, al terminar de cenar, me subía a su espalda y me llevaba al dormitorio. Tumbado junto a mí, inventaba cuentos de países misteriosos y de héroes con mantos mágicos que les volvían invisibles. A menudo era él quien se quedaba dormido y yo tenía que llamar a mamá para que lo despertase.   

Y ahora estaba allí, convertida de nuevo en su niña, más unida a él de lo que nunca me había sentido. Dejando pasar los minutos en aquella penumbra tan deliciosamente acogedora, escuchando uno de sus discos de vinilo. 

     ‘… dust in the wind, all we are is dust in the wind…’. 

Antes de salir de la habitación pronunció mi nombre, dubitativo. Me giré y vi que aún tenía en sus manos el sobre que acababa de cerrar. Alargó el brazo.   

– Ven, Violeta. Coge esto. No preguntes nada, por favor. Ya lo entenderás. 

Cerré la puerta del despacho con la carta en mi regazo, sabiendo que no volvería a verlo con vida. Lo encontré unas horas más tarde, alrededor de las tres de la madrugada, con la cabeza apoyada en los brazos sobre el escritorio. Parecía dormido. Comenzó a llover en mis ojos. 

La muerte es cruel, despiadada, soez. No sólo nos arrebata a quienes más amamos sino que corrompe el tiempo, forma crepúsculos permanentes, contamina los recuerdos, diluye la línea que separa la vigilia y el sueño. Espera paciente a que cerremos los ojos para proyectar en nuestra dolorosa añoranza las imágenes de quienes nos dejaron. En este estado, adormilada en la soledad de la noche en el tanatorio, vi o creí ver a un hombre de pie frente al féretro de mi padre, observándolo a través del cristal. Tenía esa edad indefinida que poseen algunas personas cuyo pelo se vuelve cano de forma prematura pero conservan tersa la piel. Vestido con un impecable traje oscuro, mantenía sus delgadas y pálidas manos entrelazadas mientras sus labios se movían de una forma casi imperceptible. Tal vez rezaba. Traté de salir de mi sopor, preguntarle quién era pero, antes de que pudiera decir nada, me miró un instante con sus ojos grises, giró sobre sí mismo caminando hacia la salida y se fundió con la oscuridad.    

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Vaciar un armario es una forma de deshabitar la memoria.  

Mamá se decidió a hacerlo cuando las fuerzas volvieron a acompañarla y abandonó los sedantes. Arrodillada frente al ropero, iba depositando con mimo las prendas de mi padre en cajas de cartón. De vez en cuando se acercaba  alguna a la cara y permanecía unos segundos inmóvil, con los ojos cerrados, llenándose de recuerdos con su olor. Yo la observaba desde el quicio de la puerta. 

Entonces sucedió. Escondida tras una montaña de calcetines grises, en el fondo del cajón inferior, mamá encontró la caja. Vi su gesto de sorpresa al ponerla delante de ella en el suelo; sus dedos nerviosos al levantar la tapa y descubrir el paquete de cartas atadas con una estrecha cinta verde; su boca trémula al abrir la primera; su rostro contraído al leerla; sus ojos como lunas azules al asimilar su contenido; su espalda encorvándose por segundos. Y luego otra carta, y otra más, y otra. En un inquietante silencio, devorando con ansia las palabras, extrayendo sin control aquellas hojas repletas de una caligrafía pulcra y cuidada. Leyó diez, tal vez quince, antes de ponerse en pie, trastabillándose, dejando que los sobres que aún tenía en las manos se precipitaran hasta el suelo mientras ella se derrumbaba en la cama sofocando su llanto con la almohada. 

Durante unos instantes no supe qué hacer ni qué decir. Me acerqué al montón de cuartillas esparcidas frente al armario y comencé a leerlas. Todas ellas habían sido remitidas desde París y estaban encabezadas con el nombre de esa ciudad y la fecha. Sin duda alguna, mi padre era el destinatario de aquellos párrafos. Su nombre se repetía por doquier precedido de los más sutiles adjetivos. Adorado J…., querido J…, mi muy amado J… 

Mamá gritó desde la cama fuera de sí. 

– ¡Quémalas! ¡Quémalas todas! 

Lo hice, no sin antes haber procedido a ordenarlas y a leerlas con detenimiento. La más antigua estaba escrita unas semanas antes de la boda de mis padres. La más reciente databa de un par de meses atrás. Cartas hermosas, celdas de papel ambarino que encerraban palabras delineadas a pluma y repletas de una conmovedora prosa que hechizaba los sentidos; trazos de tinta que poseían el misterioso encanto de saber deslizarse entre los pliegues de la razón y posarse como pájaros incorpóreos muy cerca del lugar donde todo nace. Nadie escribe con tanta delicadeza si no ama desde lo más hondo de sí mismo.  

Comprendí entonces que en aquellas hojas estaba la justificación de sus prolongadas ausencias por viajes de trabajo, la respuesta a sus noches de insomnio encerrado en el despacho y la explicación de sus ambiguos y profundos silencios.   

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Los días transcurren ahora con una cadencia espesa.  

Argos está desconcertado. Olisquea aquí y allá para terminar recostado en la alfombra del despacho con la cabeza entre sus patas y las orejas caídas. Un ligero gruñido se le escapa de vez en cuando. 

Mi padre confinado en su sueño eterno, ajeno a todo en la opresiva oscuridad de un arcón de roble, convirtiéndose como sus cartas en cenizas. Igual que la nota que deposité entre las flores de su féretro a modo de despedida.  

Mi madre languidece en su dormitorio, sentada en la mecedora de la abuela, apagándose  con cada atardecer, con la mirada vacía y perdida en algún punto del cuadro de Tamara de Lempicka, en donde una bella mujer enredada entre gasas rojas y gladiolos blancos parece lamentar el haber sido durante más de tres décadas mudo testigo de un amor que nunca lo fue. Ya no llora.

 ¿Y qué puedo decir de mí? Arrinconada en el vértice formado por la línea del desencanto y la del dolor que se ha instalado como un incómodo inquilino en mis entrañas. Incapaz de saber cómo debo manejar a partir de ahora las piezas de este rompecabezas, dejando escapar palabras entintadas sobre el papel con la vana esperanza de que se desvanezcan las sombras que me rodean.   

Jamás sabré por qué mi padre no se deshizo en sus últimos días de aquellas cartas, ni por qué representó durante toda su vida el papel de esposo perfecto y el de amante furtivo de forma simultánea. Ahora ya no importa. De lo que estoy segura es que tenía razón cuando afirmaba que nadie conoce a nadie. 

            – Ven, Violeta. Coge esto.  

La carta,  su última carta; la que me entregó aquélla noche fijando sus ojos suplicantes en mí, mientras sus manos temblorosas abrazaban las mías. Dormida en el fondo del cajón de mi mesilla, guardando las palabras que conforman el puente entre el deseo de conocer y el miedo a encontrar las respuestas.   

– No preguntes nada, por favor. 

Y en alguna parte el hombre de pelo canoso que creí haber imaginado en el tanatorio; tan real como lo soy yo. A ratos me pregunto cómo se sentirá y si también hubiera deseado dejar un postrero mensaje escondido en el ramo de flores para su amado.   

– Ya lo entenderás. 

No, papá. No lo entiendo. Aún no. 

 

(A la memoria de mi padre)