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241- La cueva del espejo. Por Z. Laun

¿Cuánto tiempo más me vas a ignorar?- Los sollozos retumbaban y su voz, rota, dolía tanto, era tal el abandono- ¡No me puedes ignorar!- ahora se había tornado fuerte, sí,  por fin era contundente…

…Llevo tanto tiempo, tantas horas, horas que no son horas, ni días, que no sé qué son, porque resultan todas iguales. No hay tiempo y este espacio es hueco. Me encuentro en un lugar frío en el que la voz no suena, sino que duele, retumba en las paredes esparciéndose, quebrada, grillada, y, sin embargo, no se oye, a pesar de su grazno, densidad y pena, no se oye. ¿Por qué no me oye? No puedo más. Mis manos no son manos, sino zarpas; mis ojos, dos hoyos vacíos sin sustancia y ¿qué es mi pelo ahora? Sólo rastrojos que no se sostienen en una cabeza que ya no rige. Y sin embargo, aquí estoy, existo sin existir y la paradoja continua. No sé por qué no me ama. Yo la amo. Nunca he rechazado nada de su ser ¡al revés! He alabado todas sus virtudes y sus defectos no han sido sino mi propio reto… ¿qué he hecho mal para estar aquí? Creo que he hablado demasiado ¡Pero no me merezco estas cadenas! ¿No ves que no sirven de nada?! No me detienen ¿o sí? A mi qué me importan las cadenas, en realidad, no me importa nada, excepto la luz que surge de aquél lado, aunque tampoco sé si es un lado o una esquina, o quizás sea mi propia espalda. No lo sé, sólo sé que cuando me acerco, mi aspecto cambia en ese reflejo.  Me veo, mis manos sienten la luz, lo sólido, su propio tacto y, de repente, creo ser algo. Pero esta imagen no dura y vuelvo al suspiro.

No sé por qué no puedo seguir delante del espejo, ¡no! sí lo sé: la imagen que me devuelve la mirada, no es sólo que me mire ¡es que me asquea! no a mí, sino yo, yo soy asqueada por ella. Me juzga y no puedo sostener esa mirada. No soy yo, es ella. Aparentemente es ella. ¿Ves lo que me has hecho?¡Lo has conseguido!¡Ya no tengo cabeza!¡No hay cabeza!… ¡Mátame!¡No me dejes así… por favor, MÁTAME!

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Buscaba desesperadamente, desgarradamente una solución a sus tormentos, pero por más que lo intentaba, cuánto más lo quería, más estrepitosamente fracasaba. No había vía de escape, una señal divina o un cartel luminoso con la palabra EXIT. Nada podía redimir o, por lo menos, aplacar su conciencia y, sin embargo, se la saltaba constantemente con una facilidad pasmosa.

Cuando se trataba de cosas pequeñas, no dudaba ni un segundo en escoger la opción equivocada, aun sabiéndolo. Cuando se trataba de cosas que podían ser reprochables, primero las respetaba y después, sistemáticamente, las violaba, concienciándose de que el dejar un tiempo, dejarlas pasar, reducía su importancia. Esto último funcionaba durante un par de días, pero después, el dolor y el remordimiento aparecían como mil veces, incrementados por el engañoso bienestar, por esa mentira, por esa aciaga autocomplacencia. Con respecto a las grandes decisiones morales, realmente se había enfrentado a pocas, a pocas de verdad. Sabía que de saltarse éstas, estaría definitivamente fuera de control y, aunque era perfectamente consciente de esto, las dudas corroían su mente, la necesidad, no tanto de arrojarse estúpidamente al error, sino de ver si la realidad era lo que pensaba que era, era el motor de su universo. Una parte de su alma caía en el olvido por estos sentimientos, en el frío vacío, mientras que, curiosamente, otra se llenaba de un ímpetu y un poder frenético que gritaba cada vez más fuerte en su interior.

Pero ¿quién soy yo?¿amor u odio? ¿bien o mal? ¿dónde está el límite y quién lo marca?

Pero, lo que es más importante ¿qué haces cuando sabes que algo que haces está mal, que va a salir mal, que definitivamente VA A SER MALO pero, aun con todo, por algún estúpido motivo, no puedes frenarlo? ¿Buscarás excusas que no te convencerán? Seguramente dirás que no lo volverás a hacer, pero lo harás de nuevo ¡e incluso más rápido!, te castigarás, lo harás de nuevo y ¡vuelta a empezar!… Siempre es un círculo.

Buscaba desesperadamente, desgarradamente, una solución a sus tormentos, pero por más que lo intentaba, cuánto más lo quería, más estrepitosamente fracasaba. No había vía de escape, una señal divina o un cartel luminoso con la palabra EXIT. Se levantó, encendió el primer cigarro del paquete, en ropa interior recorrió el pasillo, entró en el baño, clavó sus ojos en el espejo intentando ver los “dos lados”; sólo vio su reflejo.

Se acercó a la ventana; miró las luces de los rascacielos, corriendo veloces hacia el suelo, el aire peinando su cara y la presión en su espalda, no recordó su vida; ya había pensado suficiente en ella.

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Y el dolor ni siquiera duró un segundo, en comparación.

Su muerte, insignificante; sus pensamientos, jamás existieron. Su conocimiento, extinguido.

 ¿Quién puede juzgar cuando ni siquiera lo hace el del otro lado del espejo?