premio especial 2010

 

May 24

“…las dudas malogran, contaminan,
corrompen todos los placeres…”
Gabriele D´Annunzio
, El placer

  

   Sandra, Silvia, Soraya, algo así, empezaba por “s”, estuvieron mirándoles ella y su amiga durante un buen rato, sonrisitas desafiantes y confidencias entre ambas hasta que Gonzalo dejó el vaso de tubo en la barra y se acercó a decirles algo –espérame, Álvaro, ahora vengo–, parecieron encantadas de verle acercarse y le recibieron con los brazos abiertos y las tetas en punta, nosotros estamos solos, es que este bar es muy grande y parece que hacía un poco de frío, ¿me das fuego?, dijo una de ellas, y entonces la cosa parecía resuelta y la más tímida iba a ser ya para Álvaro, ¿qué tomáis? – Barceló cola y Barceló limón–, al final el mundo es un pañuelo, fíjate qué dos chicas tan monas y qué dos tíos tan simpáticos para poder hacerles compañía, ¿te acerco a casa? Igual antes de eso podemos pasar un rato juntos haciendo cualquier cosa. Soraya. Mi nombre es Soraya.

    Y yo Gonzalo, cariño. Pero es que tengo muy mala memoria.

    Primero entran sus piernas largas con sus zapatos de tacón alto bajo un vestido corto con el reglamentario escote de guerra, pelo largo, liso, muy negro –cara reluciente de maquillaje y deseo–, ¿éste es tu coche? Es precioso, ¿es un Porsche? Qué pasada, ¿dónde vives, Soraya? Mejor primero nos perdemos por ahí, ¿no habías dicho que íbamos a pasar un rato juntos? Eres impaciente, Soraya –el click de la llave en el contacto se confunde con el click de la mano de ella acariciando ahí abajo sin que Gonzalo haya tentado a la suerte dirigiéndose a su boca para empezar a comer carmín, lengua–, “menuda loba”, piensa, y en un segundo toma la decisión, tenía dudas pero las borra todas, “está buenísima, joder, vayámonos al piso” –y acaban– y entonces arranca el coche y sale haciendo ruedas como hace frecuentemente y el Cayman negro metalizado provoca el primer grito de Soraya que es como un adelanto de un entusiasmo que se va a desatar quince o veinte minutos después de ponerla en pelotas, huau, exclama, huau, joder, qué pasada, qué aceleración, mira, mira –y Gonzalo pisa a fondo–, ¿qué música te gusta?, tengo de todo, “pon lo que quieras”, responde ella. Pónme lo que quieras.

    Castellana hacia arriba, tres carriles que parecen un circuito de velocidad y después los puentes y las bifurcaciones apurando al máximo en las curvas, reduciendo marchas rápidamente –eme cuarenta–, ciento cincuenta y lo que haga falta, “más, más”, parece decir ella, “más, más”, y antes de lo que hubiera pensado Gonzalo están en casa, en la casa, avenida de Carlos tercero, Pozuelo de Alarcón, el pequeño bloque de tres alturas de reciente construcción, tan mono, rodeado ya de setos como están siempre rodeadas de algo las casas elegantes, valla inespugnable y puerta que da entrada a la urbanización “¿qué, ésta es tu casa?”. Sí, me acabo de comprar un apartamentito para pasar aquí los fines de semana.

    –Pero espera, que no encuentro las llaves.

    Cristina eligió el segundo porque estaba en medio y el primero le daba un poco de miedo por estar tan bajo y el último dijo su padre que era más caluroso en verano y más frío en invierno, de modo que el segundo, vale, ¿te parece bien, cariño?, poco a poco lo amueblamos y de momento ya contamos con el colchón y el somier, la tele, el deuvedé y un equipazo de dos mil y pico euros de home cinema –los sofás los llevan la semana que viene–, las llaves no están ni en los bolsillos del pantalón ni en los de la chaqueta así que Gonzalo empieza a ponerse muy nervioso, “voy a mirar en el coche”, tal vez las dejó allí, en la guantera,  en el maletín con el ordenador portátil que lleva en el maletero, nada, por ningún lado, ni rastro de llaves y en el fondo igual es un alivio porque ver la casa y verse allí con este zorrón y no estar Cristina casi que le produce algo que puede calificarse como remordimientos –nadie es perfecto–, el problema es, el problema, sí –se antepone la necesidad de fluídos y el desahogo físico–, dónde cojones va a apretarse a la cachonda de Soraya.

    –No encuentro las llaves, lo siento. Creí que las llevaba encima…

    “¿Te importa hacerlo en el coche?”, ha estado a punto de decir –y se reprime porque nombrar las cosas en ciertos momentos que cree delicados le hace sentirse violento–, pero qué va, qué va,  la chica se adelanta a la sugerencia atornillándole boca con boca, pegado su pecho contra el de Gonzalo –desatada–, casi subiéndose encima de él sobre el capó mismamente –¡aquí mismo! ¿no?–, espera, Soraya, espera, guapa, aquí no, joder. Vayámonos a un sitio más íntimo.

    En cualquier descampado de por aquí cerca.

    Haber parado y haberse dado cuenta de que va muy pedo ha ocurrido en un mismo gesto; recuerda que hay un parque cercano a la urbanización y allí dirige el coche pero empieza a cagarse en todo al percatarse de que el camino de entrada al parque no está asfaltado –no quiere meterse por no dañar los bajos del Porsche–; pero quedarse en la calle por la que andan tampoco es buen plan –está llena de farolas y no es propio–, “aquí es perfecto, Gonzalo, no hace falta irse más lejos”, en fin. Habrá que intentarlo y dejarse llevar por la desesperación animal incitada por el sexo, la carne; la promesa y el apetito por poseer y engendrar –en sentido figurado–, en un cuerpo tan propicio y tan entregado.

    Ella ríe, juguetona, enternecida, es muy gracioso verle tan preocupado por su coche, por la temperatura, por la música, la luz –me está gustando mucho este Gonzalo, piensa ella, en un arranque tierno no desprovisto de apetito–, le toma la barbilla con su mano –una mano que actúa adelantándose a su cuerpo–, le acerca el aliento a la cara, comienza a lamerle la mejilla, a besarle en el cuello, a desabrocharle la camisa, a abandonar las palabras e iniciar el lenguaje de los gemidos, “¿estás cómoda?”. Perfecto. Se baja el vestido; ella misma desabrocha su propia cremallera sin dejar de besar a Gonzalo, descubriendo sus pechos –dos melones macizos de pura silicona turgente–, piel apretada que besa él inmovilizado por el espacio, incrédulo ante su falta repentina de apetito, ¿por qué?, “pero si es un pibón, joder, mírala, es un pibón”, pero nada, Gonzalo nada, ruidos que se hacen insportables y nítidos, el chasquido de la lengua, las ropas rozándose, su lengua sobre unos pezones que van endureciéndose, un ruido de motor ahí fuera.

    –Espera.

    Unas luces y música electrónica que vienen de lejos pero que se aproximan subiendo de volumen y poco a poco les devuelve a la realidad, a lo inquietante de la soledad y el silencio en mitad de la noche, “espera, espera”, y ella en un principio que no entiende y sigue besando, “¿qué pasa, eh?”, y Gonzalo sin responder y agudizando el oído y preparándose por si hubiera que salir de allí corriendo ante la amenaza de unos gilipollas que quisieran bromear con ellos, temiendo la humillación, el ridículo, una situación de ésas que a veces relatan en determinados programas oscuros y deprimentes de televisión, que no quiere provocar dando facilidades al enemigo abandonándose sin permanecer alerta y dice, espera, joder, espera –repite–, espera un momento y ahora mismo seguimos.

    Hasta que pase el coche con la música a todo trapo, a una velocidad de ave nocturna acelerada, lo perdamos de vista –como un orgasmo–, y tengamos la sensación de estar de nuevo completamente solos.         

    Sigamos.

    Y parece que el susto sirve de afrodisiaco y la euforia se instala totalmente rozando los malos modales, las prisas, la impaciencia de él y la brutalidad de los movimientos de ella, el entenderse sólo a medias y la división de los gemidos en unos, meramente sonoros –de él–, y otros, sólo huecos, sólo nasales –de ella–, “chupa, chupa” –piensa pero no se atreve a decir Gonzalo–, arriba y abajo, sí, ayúdate de la mano y de lo que quieras, perfecto, mmm, las tetas, joder –¿Soraya? ¿Era Soraya?–, da igual, chupa hasta quedarte sin ganas, mírame, sí, mirame con perversión y deseo, animales, animales jadeantes, sedientos, malos, niña mala– yo niño bueno, siempre–, extasiado, ah, ah, ah. Un momento. Claro. Y habrá que echar el asiento hacia atrás –no te preocupes–, habrá que apañarse para que Soraya quede encajada con las piernas abiertas abarcando en su interior a Gonzalo, el pene erecto –perdido allá abajo donde ahora sólo hay sensaciones–, humedad y calor dulce y de mil tambores, ¡sí!, gritan, ¡sí!, cojonudo, bim, bam, bim, bam, ah –no puede haber nada mejor–, bim, bam, bim, bam.

    –Lo siento.

    No pasa nada, me ha gustado. Tranquilo.

    Ella generosa, aunque se haya quedado a medias.

    –No puedes fumar aquí, lo siento. Salte fuera si quieres. Te espero.

    Da igual, dice, contrariada, este detalle horrible ha sido suficiente, “vámonos”, ¿ya?, se quiere marchar a casa cuanto antes.

    Cuando quieras.

    –¿Por San Blas? ¿Has dicho que vives en San Blas? Eso está a tomar por culo.

    Así que adiós a la amabilidad porque el punto gracioso de Gonzalo y la atracción de Soraya hacia él se han esfumado tras su último espasmo y cualquier cosa que diga a partir de ahora será inmediatamente  utilizada en su contra, da igual todo y lo que quiere es que desaparezca de su vista; ahora –para ella, Gonzalo–, es odioso hasta en su forma de conducir, ha abandonado el civismo y las buenas maneras y corre agarrado al volante como un loco –acelerones, frenazos, transcurriendo los minutos sin palabras–, “gilipollas”, y él callado con la mirada al frente y el codo apoyado en la puerta del coche con los dedos índice y anular, reflexivo –“eres tonto del culo, tío”–; avenidas largas de un barrio pobre, casas proletarias de los años cincuenta, sesenta, coches apelotonados unos detrás de otros, aparcados incluso en las aceras –nidos de gentuza–, niñas que juegan a sofisticadas y no saben ni follar, ni complacer sus gustos exquisitos –zorra de mierda–, “¿donde? ¿por aquí?” Déjame en cualquier sitio, conduces fatal, si sigues así nos vamos a matar, “¡calla!”, acelerando más para asustarla, riendo como no lo ha hecho en mucho tiempo, ¿te da miedo, eh? Pues no has visto nada, Soraya, no vales ni para esto, suerte que has dado conmigo, no con cualquier loco o cabrón que estaría dispuesto a dejarte por aquí tirada, con la pinta que llevas no durabas ni cinco minutos por estas calles, cualquiera echaría mano de ti para cometer barbaridades –Cristina, cuánto te echo de menos–, momentos así que sirven para ponerle a uno la cabeza en su sitio, para apreciar lo que tienes y valorar a la mujer de tu vida, el cuerpo que le hace a uno sentirse como en casa, la piel hecha para las caricias de uno –mañana le enviaré flores y la enamoraré un poco más–, Cristina…

    –Estaba en rojo. ¿No lo has visto?

    –¿Eh?

    –¡Cuidado! 

    Adiós.

185- La velocidad y el deseo. Por Maslova, 6.4 out of 10 based on 15 ratings

Enviar a un amigo Enviar a un amigo Imprimir Imprimir


5 Responses to “185- La velocidad y el deseo. Por Maslova”

  1. Luc dice:

    Ha sido como correr una maratón.
    Con algo de orden, o también ordenando el desorden, que serviría igual, y trazando una línea por la que sea posible seguir al narrador (o narradores, porque veo cambios en su identidad, de tercera a varias primeras personas), tu historia de noche loca merecerá todavía más la pena.

    VA:F [1.9.22_1171]
    Rating: 0.0/5 (0 votes cast)
  2. HÓSKAR WILD dice:

    Simple y sencillamete, alocada. Cada palabra, en su sitio.
    Mucha suerte.

    VA:F [1.9.22_1171]
    Rating: 0.0/5 (0 votes cast)
  3. la ciudad dice:

    A MI ME PARECIÓ UNA NARRACIÓN ALOCADA SÍ, PERO NO MUY BIEN ESCRITA.

    VA:F [1.9.22_1171]
    Rating: 0.0/5 (0 votes cast)
  4. Antístenes dice:

    Un posible relato… Si alguien se animase a escribirlo…
    Suerte.

    VA:F [1.9.22_1171]
    Rating: 0.0/5 (0 votes cast)
  5. Toribio dice:

    Pequeños detalles que conviene revisar, Maslova: en el párrafo donde se describe el pisito de los futuros esposos, hablando del seto, es «inexpugnable». Por lo demás, un relato que se lee con interés y que retrata muy bien los mecanismos del deseo.

    VA:F [1.9.22_1171]
    Rating: 0.0/5 (0 votes cast)

 

 

 

 

 

 

 

Pagelines