premio especial 2010

 

May 23

Cuando la vida se encuentra limitada por barrotes, lo único que puedes hacer es dormir. Cuando dedicas tu vida a dormir, sueñas demasiado. Cuando sueñas demasiado, los sueños se confunden con la realidad y comienzas a vivir una vida paralela. En estos momentos, no sé qué estoy viviendo. No sé si vivo en sueños, o si sueño en vida. A fin de cuentas, ¿cómo diferenciarlo? ¿A qué darle más importancia cuando los sueños han ocupado prácticamente la totalidad de mi corta vida? En ocasiones pienso que la vida es una pesadilla que se me repite de forma intermitente. Cuando despierto, aparece. Por eso he dormido tanto, porque en sueños me siento más vivo. Mucho más vivo de lo que me he llegado a sentir en la realidad. Una realidad atrapada en un reloj que va marcha atrás. Una vida que mengua a cada segundo.

Cada vez es más difícil revivir en sueños. Los gemidos de mis compañeros no me dejan dormir. Unos son agudos, otros más graves. Unos se lamentan por el destino inevitable, otros aúllan por una utópica salvación de manos de quienes precisamente nos condenaron. Llantos desesperados y agonizantes que se multiplican por miles en mi pequeña cabeza, como pequeños diablillos con tridentes que torturan mi paz interna. Aquí la vida es muy triste, y ante el insomnio, no me queda más remedio que recordar tiempos pasados que nunca ocurrieron. Consumo la memoria como sedante de una muerte prematura.

Apenas he digerido la última dosis de lactancia materna. Unos individuos me acaban de proporcionar un hogar que me aseguran que será provisional y me prometen con una actitud exageradamente infantil que me tratarán como a un rey. Pero yo tengo el olfato mucho más desarrollado que ellos y percibo que las promesas huelen a rancio, a pantomima. Olor que se entremezcla con el heno barato, las heces y la comida industrial. Con el paso del tiempo, la desagradable impresión inicial crece exponencialmente. Todo se repite todos los días y se convierte en una rutina sin escapatoria.

Finos barrotes y un cristal transparente que me ofrece al mundo como cualquier otro producto de consumo, con un precio y con unas recomendaciones de uso y mantenimiento. Personas adultas con sus camadas se detienen ante mí de vez en cuando y me hacen carantoñas. Mis cuidadores me aconsejan que sea simpático con ellos, porque quizás me saquen del encierro. Cuando llegué mentiría si dijera que no me halagaba toda la atención que posaban las personas en mí. Siempre que entraba alguien por la puerta grande se fijaba en mí, me sonreía e incluso me hablaba y me acariciaba a través de los barrotes. Era agradable sentir el calor humano. Siempre es agradable sentir el calor de algo vivo, aunque no se comparta raza ni especie. Sin embargo, enseguida conversaban con alguno de los que se hacían llamar cuidadores y llegaban a la conclusión de que no me necesitaban a mí: querían alguien más rabioso que cuidara de su casa, alguien más bonito a quien presentar a concursos de belleza, o simplemente, alguien de la raza que esa persona siempre había deseado tener. Siempre se hablaba de nosotros con posesivos. Como esclavos que simplemente cambiaban de manos. Pura mercancía.

Al principio, todo era nuevo. Cuando nací, la vida era nueva. Por eso, siempre tenía los ojos bien abiertos: invertía mi día en observar, supongo que como hacemos todos. Tampoco tenía otra cosa que hacer. Contemplaba ensimismado cada nueva persona que veía a través de mis barrotes. Examinaba a mis compañeros de estancia, con quienes no me relacionaba mucho por el respeto que me inspiraban. Pero pronto todo se convirtió en un bucle rutinario. No podía hacer nada más que observar y dormir.

Y durmiendo, encontré mi pasión: un lugar donde experimentaba mil y una sensaciones nuevas. El primer día que soñé me asusté mucho. Creí que me había vuelto loco, que estaba delirando, quizás por ingerir tanta comida industrial del enorme plato azul de plástico del cual apenas alcanzaba a ver su contenido. Mi madre se acercó y me lamió la cabeza. Prácticamente no recordaba su rostro, pero allí estaba, nítida y cariñosa. Eso me asustó. Si no recordaba cómo era ella, ¿de dónde había sacado mi cabeza aquellas tiernas facciones? Reflexioné mucho acerca del asunto. No sabía racionalmente que se trataba de mi madre, pero una extraña sensación en aquel mundo ficticio me aseguraba que sí que lo era. Como no hacía nada malo, tampoco sufría y además, nadie se enteraba, decidí repetir la experiencia otras veces. Mi prisión era una pesadilla, y me di cuenta de que cuando cerraba los ojos, comenzaba a vivir. Me agarré al sueño como único modo de vida posible. A mis cuidadores no les hacía mucha gracia mi actitud, así que me la intentaron corregir a base de gritos y de algún golpecito con un periódico doblado. Me recriminaban que eso no vendía, que las personas no buscaban dormilones, sino seres vivaces con los que divertirse en su tiempo de ocio. Pero poco más podían hacer contra mí. El sueño es tan libre como el pensamiento. Y cuando las cosas van mal, es un gran alivio poder conciliarlo. El sueño es la vía de escape de una vida de pesadilla.

Un día como otro cualquiera trajeron un nuevo inquilino a mi habitáculo con barrotes. Era aproximadamente de mi tamaño, pero bastante diferente a mí. Entablamos poca conversación. Él no era muy hablador y a mí las circunstancias me habían robado el habla. Tan solo le comenté mi estrategia para hacer más llevadera la estancia, pero no me hizo caso. Dormía poco, dedicaba gran parte de su día a llorar. Pocas veces en silencio, casi siempre de forma estridente. Cuando las luces se apagaban y nuestros cuidadores se marchaban, procuraba soltar lágrimas silenciosas por respeto a los demás. Pero cuando volvía el ajetreo, el entrar y salir de personas, volvía a aullar como un moribundo. Entonces me di cuenta de que las personas con sus cachorros que ahora se acercaban a mi prisión ya no lo hacían atraídos por mí, sino por mi compañero. Él era el objetivo de todas aquellas carantoñas y palabras tiernas que antaño engordaban mi autoestima. Las crías de las personas ya no metían sus dedos entre los barrotes intentando acariciarme; los mimos los recibía mi compañero sin rechistar. Reconozco que se despertó en mí cierto sentimiento desconocido en mi corta vida, un odio rapiñador que se avergonzaba cuando me enfrentaba a él. Un cáncer interno llamado envidia. Además, por si fuera poco, tenía que compartir el plato azul de plástico, que ahora, por cierto, era un poco más pequeño.

Entonces soñé algo fantástico. Fantástico por irreal y por ideal. El Edén que todos anhelamos. El paraíso que todos pensamos que se esconde detrás de la puerta de nuestro recinto. Al parecer una fuerza divina provocaba un terremoto que hacía golpear nuestras celdas violentamente contra el suelo. El dolor que sufrí enseguida se calmó cuando advertí que mis barrotes se habían abollado ofreciéndome una escapatoria. La puerta del recinto estaba abierta. Un haz de luz celestial me daba la bienvenida a un prado verde e interminable donde habitaban las personas y otras muchas especies. Todos actuaban e interactuaban como lo que eran: animales. En armonía y complementándose.

Cuando la portilla se abrió, desperté de un sobresalto. Una voz cariñosa atrajo mi atención, así que me acerqué a la zarpa humana que tanteaba entre la paja. Sin embargo, esa misma zarpa me apartó con un sopetón, se estiró un poco más y agarró a mi compañero, que estaba acurrucado en el fondo de la celda. Por un lado, me decepcionó que él, que había llegado más tarde, se fuera antes. Pero por otra parte, me alegré de estar solo de nuevo. En realidad no sabía si yo era un ser solitario o si tan solo me gustaba la soledad en aquellas circunstancias. Nadie me había preguntado si quería compañía, ni siquiera si quería estar allí encerrado. Alguien había tomado ciertas decisiones por mí y había determinado mi modo de vida. Por eso yo ahora tampoco me iba a preguntar ese tipo de banalidades. Pero me alegraba de estar solo. De esta forma, mi mente se distraía menos y se concentraba más en mi mundo hecho a medida. Me deleitaba en mi dulce realidad onírica. Las personas cada vez se detenían menos ante mí. Sus cachorros cada vez se divertían menos con mi presencia. Me había convertido en un caramelo caducado para ellos. Y el plato azul de plástico cada vez empequeñecía más ante mi hocico devorador. El cartel que me vendía como quien vende una camiseta lo habían cambiado mis cuidadores unas cuantas veces desde mi llegada. Ahora mi precio gritaba en un marco estrellado de colores chillones que yo era una ocasión especial. Como la fruta de temporada.

Había aprendido a convivir tanto con aquella presencia humana fatua y efímera de entrar y salir que estaba inmunizado contra ellos. Mis sentidos ya ni percibían su presencia. Me acomodé entre la paja, ajeno al flujo de personas, ignorante del astro o del satélite predominante y del precio de mi vida. Lo siguiente que viví fue muy confuso. Había muchos compañeros de estancia: reptiles, pájaros, peces y hasta personas. Sabía lo que eran porque sí, sin una justificación racional. Físicamente éramos todos iguales: vidas encerradas dentro de grandes pelotas blancas. Sentíamos y pensábamos. Y nos comportábamos como partes de un todo, interactuando en beneficio mutuo. Nuestro físico semejante nos unía y derribaba cualquier tipo de jerarquía social. Todos hablábamos el mismo idioma y todos compartíamos valores. Todo parecía una autopista de rápido acceso para la empatía. El blanco reinante, como color celestial, nos ubicaba en un ambiente demasiado perfecto.

Un golpe brusco nos devolvió a todos a nuestros cuerpos. Volvía a ser diferente de los reptiles, de los pájaros, de los peces y también de las personas. El plato azul de plástico era diminuto. De hecho, mi prisión apenas podía contenerme. Mi pelaje se asomaba por los barrotes en un intento desesperado por escapar. Alguien me había agarrado y el calor humano se transformó en fuego ardiente, infernal y doloroso. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, me mantuve muy despierto y atento a los acontecimientos. Intuía que aquello distaba mucho de conducirme a la libertad. Mi esperanza de vida menguaba de manera proporcionalmente inversa a mi tamaño. Mi crecimiento, en vez de ser motivo de orgullo, se convertía en mi perdición. Una persona charló con mis cuidadores y éstos me dejaron ir con él. Tan solo era un trámite. Un traslado de un encierro a otro. Nuevos compañeros, pero idéntica situación.

Y aquí me encuentro. Rodeado, como decía, de aullidos incesantes y agonizantes. Donde antes, por lo menos, había color, ahora es todo gris y mal cuidado. Todos nos preguntamos cómo llegamos aquí. Cada uno tenemos nuestra historia singular. Algunos fueron abandonados, apaleados y apedreados. Otro ha sido atropellado. También hay, como yo, perros de paja. Todos cansados de una vida de encierro y de maltrato. Como si fuéramos peluches, arrinconados, con comida de plástico. El paso del tiempo hace crecer a los peluches y acaban siendo enterrados en el baúl del olvido. A nosotros, el paso del tiempo nos ha hecho crecer y hemos sobrepasado nuestra fecha de caducidad, condenándonos a nuestro fin.

Entonces volvió. Me lamió de nuevo, como tantas veces lo había hecho en mi anterior estancia. Abrí los ojos. Mi madre irradiaba la ternura de siempre. Cerré los ojos. De nuevo la pesadilla moribunda. Un pasillo largo e interminable. De nuevo la ensoñación. Me despierto. Afecto. Duermo. Una lágrima. Vida y sueño se entremezcla y se confunde. Veo vidas como parte de un negocio, veo grandes pelotas blancas. Otra lágrima mojó el papel de mi vida, que se deshizo para siempre. Cierro los ojos y el manto onírico me envuelve para siempre. Por primera vez, no tengo fecha de caducidad.

180- Sueños de paja. Por Vierna, 6.2 out of 10 based on 13 ratings

Enviar a un amigo Enviar a un amigo Imprimir Imprimir


5 Responses to “180- Sueños de paja. Por Vierna”

  1. HÓSKAR WILD dice:

    Reconozco mi debilidad por este tipo de protagoinistas, muy por encima moralmente de la mayor parte de los homínidos que pululan a mi alrededor. Muy bien narrado.
    Mucha suerte.

    VA:F [1.9.22_1171]
    Rating: 0.0/5 (0 votes cast)
  2. Antístenes dice:

    No olvide los artículos: «…EL sedante de una muerte…». Olvide cursilerías como «lactancia materna» (el personaje no está escribiendo un tratado de pediatría). En el segundo párrafo se sabe que es un perro, por lo que no merece la pena guardar «el misterio». Le sugiero que empiece su relato con la frase: «Soy un maldito perro», un punto y aparte y, apartir de ahí, tras repasar su historia (que puede llegar a ser interesante) y acortarla…
    Suerte.

    VA:F [1.9.22_1171]
    Rating: 0.0/5 (0 votes cast)
  3. la ciudad dice:

    Historia interesante desde el punto de vista de un perro, tiene momentos hermosos, pero en ocasiones se sobrepasa. Como dice Antistenes, un repaso a la historia puede mejorarla. suerte

    VA:F [1.9.22_1171]
    Rating: 0.0/5 (0 votes cast)
  4. minerva dice:

    Una historia que llega a conmover, y muy bien escrita. Mucha suerte.

    VA:F [1.9.22_1171]
    Rating: 0.0/5 (0 votes cast)
  5. ALBA LONGA dice:

    Un relato que describe una realidad demasiado frecuente y bien triste. Está escrito con elegante pulcritud y lleva a la reflexión. Otra cuestión es lo difícil que es escribir intentando describir la realidad desde la perspectiva de un animal, pues es obvio que no la conocemos y, por lo tanto, es inevitable que caigamos en valoraciones morales muy «humanas» pero completamente ajenas al comportamiento animal, que se rige por estrictos códigos de supervivencia.
    En definitiva un cuento que trae una llamada a nuestra responsabilidad sobre el resto de la vida.

    Te dejo mi voto y te espero en mi relato (el 181, pues somos vecinos). Me gustaría conocer tu opinión.

    Un saludo y suerte en el concurso.

    VA:F [1.9.22_1171]
    Rating: 0.0/5 (0 votes cast)

 

 

 

 

 

 

 

Pagelines