- 7 Certamen de Narrativa Breve 2010 - https://www.canal-literatura.com/7certamen -

149- La máscara era mía. Por Lucio Anneo

No deseo justificar mi conducta, ni buscar ridículas disculpas, pero sólidas motivaciones me han forzado a realizar los actos de los que se me acusa.

Hacía años que me despertaba por las mañanas empapado en sudor, atenazado por una inexplicable desazón que oprimía mi espíritu y ahogaba mis pensamientos. Hasta bien entrada la mañana no podía centrar mi atención en ningún punto concreto de mi existencia. Navegaba, flotaba en mares desconocidos que ahogaban mi raciocinio.

Laura me hacía prometer reiteradamente que visitaría a un especialista a la mañana siguiente sin demora. Tumor, paranoia, esquizofrenia -palabras que continuamente se agolpaban en su boca- golpeaban mis sienes y en lugar de tranquilizarme me inquietaban cada día más. Yo hacía caso omiso a sus dolorosos aspavientos y restaba importancia a mis atormentadas veladas aunque realmente sentía un temor irracional, un auténtico pánico. ¿Y si era cierto, y si estaba perdiendo el juicio? A ella no podía confesárselo, ¿cómo explicarle que yo no era yo, que era otro el que compartía su lecho?

Todo comenzó cuando leí aquel reportaje sobre una exposición que se celebraba en Santiago de Compostela: “Los rostros de Dios”. Una exuberante máscara del dios Pan ilustraba el artículo. El periodista argumentaba que se trataba de la máscara de un sátiro, cedida para la exposición por los Museos Capitolinos de Roma, pero mis entrañas palpitaban como jamás lo habían hecho y una oscura voz interior me decía: -“Tómala, es tuya”. Con estupor aparté el diario de un manotazo e intenté desviar mi atención hacia el partido de fútbol que emitían aquella tarde, intentando olvidar los ojos vacíos de aquella máscara que me habían perforado el alma desde las páginas de aquel periódico.

Esa misma noche comenzaron los sueños a torturarme. Yo no era yo, era un niño recién nacido. Aquella que me había dado la vida, horripilada de haber albergado en su seno a un monstruo, abandonaba mi maltrecho y deforme cuerpecillo. Despertaba con una intensa congoja aprisionando mi pecho y durante el transcurrir del día albergaba la esperanza de no volver a sucumbir, pero cuando llegaba la noche aquella fantasía se repetía, corregida y aumentada. Aparecía entonces en escena mi padre, mofándose de mi aspecto. Su despectiva actitud atormentaba mi ya dañada esencia y yo, aquel muchacho de horadadas pezuñas, huía del fingido abrazo paterno para internarme en lúgubres cavernas.

Así transcurrían mis noches y gemían mis días. Laura me abandonó, no podía continuar impasible asistiendo a mi decrepitud. Se lo agradecí, en aquel momento no podía pensar en nada, la máscara ocupaba por entero mi mente.

Sin embargo, una vez me hubo abandonado mi compañera de infortunios, mis visiones nocturnas cambiaron y comencé a soñar con Arcadia, con el frescor de sus verdes bosques, con sus límpidas fuentes, con las más bellas mujeres que mente alguna podría imaginar: ninfas que ignorando mis defectos me amaban con deleite. Y mientras mis noches transcurrían encarnado en un Dios, el mortal que por las mañanas despertaba buscaba el amado paraíso y lo localizaba a través de Internet: “Arcadia es una prefectura de Grecia,  en la región del Peloponeso…” Y hacia allí encaminé mis pasos, buscando la eterna felicidad…

Temeroso y expectante me deslicé bajo las sábanas en aquella habitación del Petrino -un hotelito cercano al mar- que esa misma mañana había arrendado. Deseaba caer con la mayor prontitud en los brazos de Morfeo y por fin encontrar la paz que mis sueños anteriores me prometían. Pero nuevamente mutó el sueño: Arcadia había desparecido, y yo no era yo, ni tampoco era el dios de caprinas extremidades.  Assalectus me llamaban ahora, el perfume de la Toscana embriagaba mis sentidos y la visión del kárstico relieve de los Alpi Apuane me proporcionaba un desconocido sosiego. Un trozo de mármol blanco se hallaba sobre la mesa donde mis manos ceñían mazo y cincel, y de aquella roca cristalizada surgía aquella barba hirsuta sobre el rostro conocido. La máscara era mía…

Escasos, sin embargo, fueron tales momentos de placer. Todavía me hallaba exultante de gozo cuando súbitamente la oscuridad se cernió sobre mí. Cuando volvió la claridad a mi sueño yo no era yo, ni el dios, ni el escultor. Me hallaba en Córduba, capital de la romana Bética, sobre la scena del más grande de los teatros de Hispania. Diez mil ciudadanos se agolpaban en el graderío aplaudiendo mi representación. A los exaltados gritos provenientes de mi encandilado auditorio alcé mi mano derecha y con sorpresa la contemplé, una vez más, la máscara era mía. Inmediatamente abrí los ojos y la penumbra de una habitación de hotel invadió mis sentidos.

 Cogí el primer vuelo a Madrid, de ahí el inmediato tren a Córdoba, donde llegué alrededor de las cinco de la tarde. Sobre la orchestra de aquel inolvidable teatro se alzaba ahora una plaza. Una labrada fachada daba acceso a las colecciones que guardaba con mimo el Museo Arqueológico. Me adentré en la sala con sigilo pero con el corazón palpitante. Allí se hallaba la amada máscara y un apunte anexo señalaba: Máscara del Dios Pan, representación en mármol, a la manera de una máscara teatral. Fue entonces cuando escuché aquella oscura voz interior:

-“Tómala, es tuya”.

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EL FARO DE CÓRDOBA – Edición digital.

J. SÁNCHEZ / F. J. MUÑOZ – Córdoba  – 28/04/2010

VUELVE AL MUSEO ARQUEOLOGICO Y ETNOLÓGICO DE CÓRDOBA LA MÁSCARA DEL DIOS PAN ROBADA LA PASADA SEMANA.

El autor del expolio, acusado de delinquir contra el patrimonio histórico, asegura que la máscara sustraída es de su propiedad.

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