- 7 Certamen de Narrativa Breve 2010 - https://www.canal-literatura.com/7certamen -

112-La mamona. Por Rodolfo

El caso del ingeniero Touberman ocurrió en el verano de 1931 en la provincia de Tucumán.  En realidad el hecho sucedió con su esposa pero en los dos únicos periódicos donde fue publicado el asunto, se lo tituló como “El caso del ingeniero Touberman”, es decir haciendo referencia al marido, y obviando expresa y sospechosamente a la mujer. 

Él, mayordomo de una hacienda en los valles, fue a ocupar con su esposa y la bebé recién nacida, único hijo del matrimonio, la casa de quincho y adobes bien preparados para los mayordomos.  Piso de madera.  La bebé, sanita, nacida con tres kilos doscientos, empezó a alimentarse mal.  La madre juraba estar llena de leche pero que amanecía vacía y la criatura se quejaba, llorando de hambre mientras el ingeniero controlaba a caballo la extensa hacienda sin dar con una india que tuviera suficiente leche como para ser ama de la criatura.  Las respuestas eran “no” y “no”, que no tenían leche suficiente.  ¿Por qué?  Estaba desesperado y si arriesgaba con la leche de vaca la criatura podría morir por empacho.  Lo usual.

Esas noches el ingeniero Touberman no pernoctaba con su esposa aunque la cuarentena sexual ya hubiese acontecido, es que los compromisos laborales, las furibundas distancias del latifundio lo llevaban a hacer paradero en cualquier rancho donde lo sorprendiera la luna.  Al regresar a casa su esposa parecía envuelta en “aguas aromáticas”, con ese hálito de las mujeres que han gozado en la noche.  Casi inmaterial la mirada, saturada como de la destilación del amor.  El ingeniero Touberman sospechaba contra su voluntad.

Había algo especialmente demoníaco en sus nalgas y en el pecho libre, determinado como si un sujeto la cubriera de flores de naranjos y frambuesa, ajenjo y melisa, ginebra y santal para lamerla en toda la piel y por cada costado.  La criatura lloraba de hambre entre tanto, ella parecía apenada, y aunque lograba darle de mamar recién hacia el atardecer, la calmaba con algunos té de manzanilla.

Un fluido sutilísimo de odio empezó a vehiculizar la sangre del esposo.  Había un mecanismo desconocido, era evidente para las sirvientas también, en aquella responsable de una actividad carnal e infiel durante la noche.  Por más que a sus regresos el ingeniero preguntara a las sirvientas detalles, no podía sino obtener mudez a cambio.  Las indias nunca delatan a un superior blanco porque saben lo que se paga al final de la vía.  Triturado, molido, macerado en odio, el ingeniero Touberman tampoco podía decir a sus patrones, apellidos de prosapia histórica, que necesitaba una noche para “hacer como si viajara”, y esconderse y sorprender al autor excepcional de la canallada de su esposa que cambiaba  leche por pasión.  En la ley se ha de entender más al espíritu que a la letra.  El espíritu de la cama adúltera permanecía rendido a las mañanas, con ese olor a sudoraciones no sobrenaturales precisamente.  El marido olía las sábanas a eso de las once, cuando desmontado de su caballo entraba a su casa donde ella mandaba de inmediato a lavar sábanas y perfumarlas otra vez con canela y cáscara fresca de limón.  La criatura enflaquecía y lloraba: “¡Querido no sé qué pasa cuando llego a la mañana sin leche!  Pero te juro que duermo bien…”  Sólo una vez ella se extralimitó en las palabras con la india más vieja.  Le contó la vieja al marido sin remordimientos, que las noches “eran bellas y de un fluido de placer” que la dormía largo, larguísimo hasta que se levantaba exhausta.  Nada más.  La vieja no fabricó con su lengua otra palabra ni inventó otro carácter.   

Armado de su revólver 38 largo, el ingeniero Touberman esperó la noche una semana siguiente al fallecimiento de su hijita.  Armado del 38 largo y la suave, débil, áspera sensación de que la canalla pagaría la culpa de asesinar una inocente por indecencia.  Cierto que ella lloró, se arrojó destrozada a la tumba blanca y pequeña, pero los espíritus de la culpa tienen menos olor que las aproximaciones al desastre.  Los aceites volátiles, disueltos en alcohol, pierden una parte del perfume, pero disueltos en agua los conservan.  Disuelta en agua, con culpa ella dijo, lo oyeron todos en la casa: “Voy a seguir siendo la de antes, no seré una viuda enterrada en las losas”.  El médico explicó al marido que la criatura había muerto por asfixia, “casi estrangulada, diría, pero también es posible que dormida la madre hubiese aplicado inconsciente su peso sobre la criatura que falleció por falta de oxígeno”.  El médico, por respeto al ingeniero, prefirió no avanzar ni en la investigación ni en un análisis forense.  Suficiente con el dolor general –debió calcular- para ingresar con otro dolor derivado de un crimen difícil por otra parte de comprobar.

Esos días faltaba lluvia y los cultivos se secaban y los pocos cultivadores indios ponían sapos muertos con la panza mirando hacia el cielo.  Una noche de puro sapos puestos en antarcas, el marido no viajó como dijo a todos, sino que esperó se apagaran las luces.  Lo hizo entre las sombras.  Dejó que la luna se escondiera de tantísimo miedo.  Se acercó a la ventana de la habitación donde su esposa estaba en la cama ancha de sábanas perfumadas.  Él ya sabía que era un peón joven y atlético de la casa el que se deslizaba por las noches de curaçao y anís.  Debía ser excitante y bíblico el fluido de un cuerpo varonil acostumbrado a dar hachazos sobre los quebrachos.  Pero ella dormía profundamente, como si no hubiera matado nunca a un hijo.  Por entre las sombras él vio deslizarse por el piso de madera a una víbora clara de un metro aproximadamente de largo.  Reptó el ofidio por la pata torneada de la cama, y ascendió por entre las sábanas.  Ella dormía profunda y el reptil se acurrucó a un costado del pecho de ella.  No la mordió  sin embargo, se deslizó hacia el pezón, abrió la boca y comenzó a succionar.  Estuvo largo rato mamando del pecho de la mujer dormida, acariciada por la sensación de un ser que delicadamente mama de ellas, y luego pasó al otro pezón.  Estuvo más de una hora vaciándola y, cuando ya no encontró más leche, descendió al piso y se perdió en la guarida.

En la mano del ingeniero Touberman el revólver pesaba ahora una tonelada.  Las víboras y serpientes tienen rígido el maxilar inferior y en cuanto al superior sólo sirven para imprimir un movimiento bilateral al engullir los alimentos que no pueden masticar.  Pero él había oído ya hacía mucho de estas víboras con bocas preparadas para succionar a las vacas y las cabras.  Los pastores las perseguían y mataban a palazos y piedrazos porque chupaban tan bien que las vacas abandonaban a sus terneros por la suavidad y hechizo de la boca de la víbora a la que llamaban “mamona”.  La especie estaba en extinción.  A veces la “mamona”, guiada por el olfato, descubría al hijo de pecho junto a la madre y, mientras chupaba de ella, entretenía a la criatura con la punta de la cola, como con un chupete que imitaba al biberón.  El crío dejaba de llorar agradecido y, mientras la víbora mamaba envolvía por su cola al cuellito del pequeño, su competidor, hasta estrangularlo.