- 7 Certamen de Narrativa Breve 2010 - https://www.canal-literatura.com/7certamen -

7- El disco de vinilo. Por Pathé Marconi

Me enteré de la muerte de Bosdon casi de refilón. Es el tipo de noticia que apenas ocupa un pequeño espacio en la prensa especializada. Me impresionó no sólo porque era el más pequeño de los cuatro, sino también por la forma horrible en que se produjo, a bordo de una avioneta al intentar aterrizar en un aeródromo de tercera categoría en el corazón de los Estados Unidos.

La resonancia mediática de la desaparición de Bosdon, al margen de la tragedia aérea en sí, fue aún menor debido a que él y sus tres hermanos estaban retirados del mundo de la música desde hacía más de tres décadas, y las generaciones actuales probablemente no sólo no le conocían, sino que ni siquiera habían oído hablar de The Black Sheeps, un cuarteto de color a medio camino entre el blues y el soul, cuya escasa discografía se nutría apenas de un par de álbumes de los que entonces eran denominados elepés y lanzados al mercado en vinilo, que, al menos según mis infor­ma­ciones, no habían vuelto a ser reeditados en disco compacto ni circulaban clan­des­­tinamente por la red informática.

No era extraño pues que el triste final de Bosdon resultara un acontecimiento tan poco significativo como para no merecer ni media frase en los noticiarios, ni un par de renglones en los diarios de mayor tirada.

Yo lo leí por casualidad en el boletín que me envía mensualmente la Asociación de Pilotos Veteranos de Líneas Aéreas, en el que se suele publicar con nombres y ape­llidos la nómina de personas que fallecen en accidente de aviación. Lo reconocí por ese nombre de pila tan característico, que jamás antes ni después lo he vuelto a encon­trar.

Aquel asunto me sirvió de excusa para desempolvar mi colección de vinilos del só­tano y rebuscar entre el montón tratando de localizar el único que en su momento pude conseguir, adquirido en una tienda de discos creo que de Cincinnati, en la época en que aún era piloto en activo. Se titulaba Soul’s Speeches y por entonces el malo­grado Bosdon tenía apenas 16 años. Su voz estaba menos hecha y no tenía el tono dulzón de la de Rob, ni la profundidad de Dogger ni por supuesto la aspereza de Pinton, pero los cuatro formaban un contraste que ponía los pelos de punta.

Lo encontré por fin, medio comido por la humedad y pegajoso a causa de las tela­rañas. Pero si la cubierta exterior se hallaba en un estado deficiente, al menos el propio disco en sí no parecía haber sufrido daño alguno. Le quité la suciedad exterior y bajé hasta el comedor con él, hasta el olvidado tocadiscos que adornaba sin ape­nas utilidad práctica una esquina de la habitación.

No sé en qué condiciones estaría la aguja después de varios años sin utilizarla. Probé primero con otros vinilos, por si producía arañazos o heridas irreparables a la deli­cada superficie del disco, y tras comprobar que más o menos todo funcionaba como debía, coloqué el de los Black Sheeps en la plataforma giratoria y la música empezó a sonar.

Hacía más de veinte años que no lo escuchaba, pero aún me estremecían las pri­meras notas de aquel singular cuarteto cantando a capella. Destacaba sobre todo el poderoso Pinton, con un desparpajo y una rabia que te obligaba a dejar todo lo que estu­vieras haciendo y centrarte únicamente en sus palabras, que salían como escu­pidas por el altavoz. Por debajo, las fantasías cromáticas de Dogger y Rob ponían el toque amable, mientras que el casi angelical Bosdon hacía caer las notas salidas de su garganta como un fino manto que recubría y en cierta manera ponía el broche de oro a toda la melodía.

La calidad de la audición era la que cabía presuponer tratándose de un disco que ha estado amontonado en un sótano durante casi tres décadas. Pero había algo en la música que ahora me resultaba irreconocible, nuevo de alguna manera, distinto en cualquier caso a lo que yo recordaba. O tal vez sería problema de mi memoria, que después de tanto tiempo, no podía lógicamente ser fiable en cuanto a repro­ducir al milímetro cada matiz. De hecho, reconocer a Bosdon entre el conjunto de voces me exigía una gran concentración. Y es que tampoco para mí los años habían pasado en balde, y mis viejos problemas auditivos, provocados por el contacto diario con el constante e infernal ruido de los motores durante mi dilatada vida profesional, había mermado considerablemente mi capacidad de audición.

La muerte de Dogger se produjo a los veinte días de la de su hermano menor, en circunstancias más trágicas y dolorosas si cabe que la de éste, porque según parece, se había arrojado por la ventana de un tercer piso fruto de la depresión en que el se­gundo de los vocalistas había caído tras el desgraciado y fatal accidente de Bosdon. Esta vez, quizá debido a la proximidad temporal entre una y otra, el suceso fue reco­gido en varios medios de comunicación, aunque de modo sucinto y sin apenas recor­dar que aquel legendario grupo de soul fue pionero en su género en lo que se refiere a cantar sin otro acompañamiento instrumental que sus propias voces. Dogger, sin duda el más agraciado físicamente de los cuatro y también el más sim­pático, había sido siempre considerado por su carácter el núcleo fundamental del cuar­teto, incluso por encima del primogénito, Pinton, tipo éste mal encarado y poco recomendable para encontrárselo de madrugada en un callejón sin salida.

Aquella noche, en homenaje póstumo al bueno de Dogger, volví a colocar la re­liquia discográfica rescatada del sótano sobre el plato giratorio del tocadiscos, y nue­va­mente me sorprendió con tonalidades sonoras que hasta ese momento no había sido capaz de descubrir. La voz desgarrada de Pinton lo llenaba todo, los toboganes cromáticos de Rob iban y venían a través de las notas salidas de su prodigiosa gar­ganta, pero en cambio tenía gran dificultad en distinguir las pinceladas de Dogger, y no digamos ya la dulzura tonal de Bosdon, como si de un plumazo se los hubiese tragado la tierra.

Aquello carecía de toda lógica y no parecía tener explicación racional posible. De haberse debido a mi galopante sordera, hubiera tenido que escuchar con dificultad también a los otros dos vocalistas, pero lo más desconcertante era la nitidez con que llegaban los desgarrados lamentos de Pinton y el acompañamiento de Rob. Lo es­cuché una y cien veces, tratando de descubrir siquiera por un resquicio a Dogger y a Bosdon, pero nada, ni un vestigio, ni la más leve huella de su participación en aquel puñado de interpretaciones que sonaban cada vez más tristes y vacías.

Quité el viejo disco de vinilo de la plataforma con el mismo recelo que si fuera un insecto venenoso y lo guardé en su funda de papel, negándome a admitir que la muerte no solamente había segado la vida de los dos hermanos, sino que también ha­bía borrado hasta el más ínfimo resto de sus voces en los surcos de aquella lámina de plástico negro.

Confieso que sentí miedo y que no me atrevía ni siquiera a acercarme a la repisa en la que había colocado el álbum a raíz de la muerte de Bosdon. Era como si al mirarlo algo maligno, fatal y abominable tratase de apoderarse de mi cerebro, tentándome a desenfundarlo y colocarlo sobre el giradiscos, para hacerme sufrir con ese vacío vocal que empezaba a adueñarse de cada acorde y de cada nota musical. Pude haberlo llevado de nuevo al sótano, para que el tiempo y el polvo enterrasen para siempre los malignos efluvios que desprendía su presencia en la casa, en lugar de dejarlo a la entrada del pasillo, obligándome cada vez a deslizarme pegado a la pared contraria para evitar siquiera que su fatalidad me rozase ni me hiciese caer en la tentación de desenfundarlo y escucharlo de nuevo. Pero no tuve valor, sentía de al­guna manera que ese disco de vinilo escondía un misterio que emponzoñaba ya todas y cada una de las horas de mi existencia.

Me costó muchas semanas reestablecer mi equilibrio emocional, y mal que bien pude vencer la tentación de abrir y pinchar nuevamente el disco de The Black Sheeps, desoyendo la llamada interior que provenía del extremo del pasillo y que insistía una y otra vez en precipitar mi destrucción.

Rob, el tercero de los hermanos, falleció ocho meses y once días después de Dogger, de una cirrosis hepática que por lo visto le aquejaba desde hacía varios años. Esta vez la prensa apenas si habló del óbito, sin duda debido a su falta de perso­nalidad y carisma, y es que en el fondo, es cierto que vocalmente Rob era el que menos aportaba al cuarteto, lo cual no es óbice para que se reavivasen en mí los viejos fantasmas y que el pasillo volviese a convertirse en una olla a presión en la que cada objeto parecía insistir en la necesidad de extraer el disco maldito de su funda y llevarlo hasta el plato giratorio del equipo de música.

No pude resistirlo, a sabiendas de lo que iba a suceder, consciente de que esta vez sólo la voz cascada y poderosa de Pinton sonaría por los altavoces. Y en efecto, ape­nas cayó la aguja sobre el surco, no había resto alguno de Rob, como en su momento habían desaparecido también los de Dogger y Bosdon. El cuarteto era ahora un so­lista, y la riqueza musical de antaño se veía empobrecida por la ausencia de los alar­des acústicos del resto de sus componentes. Era una música muerta, una voz deso­la­dora cayendo como lluvia monótona sobre mis oídos, melodías totalmente irreco­no­cibles para un disco que empezaba a quemarme el alma. Además, el hecho de vivir solo, si exceptuamos la breve compañía de la mujer que viene a arreglar la casa dos días por semana, aumentaba aún más si cabe la angustia de no poder compartir la sinrazón de tan inexplicable prodigio.

Pinton dejó este mundo justamente un año y veintiséis días después de hacerlo Rob, en extrañas circunstancias que nunca fueron del todo esclarecidas. El caso es que fue hallado muerto en su domicilio, sin aparentes señales de violencia ni enfer­medad ni pista alguna que condujese a determinar la causa. Su muerte ponía punto y final a una leyenda y a una saga familiar irrepetible. Era como si una maldición se hubiese llevado a los cuatro hermanos en el breve espacio de dos años.

Esa fatal noticia era algo que en el fondo yo esperaba y temía a la vez, porque de alguna manera cerraba un ciclo, y habría de poner fin además a la extraña muta­ción experimentada por el viejo disco de vinilo. Al igual que hice cuando fallecieron sus tres hermanos, esa noche me acerqué -sumido en una extraña mezcla de pavor y emoción- hasta el mueble del pasillo, extraje de la repisa el demoledor Soul’s Speeches y lo coloqué en el giradiscos.

La aguja se posó sobre la superficie del vinilo y éste comenzó a dar vueltas de­jan­do fluir por los amplificadores el silencio de sus voces, roto únicamente y de ma­ne­ra intermitente por un rumor sordo, producido por el roce de la aguja contra el surco.

En aquel absoluto silencio estaba Pinton, desde luego, inconfundible con ese si­lencio ronco y algo desvergonzado, y Dogger, con su silencio saltarín y fantástico, y Rob, con su silencio más blando y en cierta manera hogareño, y Bosdon, el inefable, cubriéndolo todo con su silencio mágico y casi extraterrestre. Allí estaba los cuatro, de nuevo juntos y ahora para siempre, en la inmensa soledad de aquel silencio que iba poco a poco invadiendo mi cuarto.