202-El fuego. Por Abimael Koczinsky

Volvió a suceder. Ya era la tercera vez que ocurría, y parecía un calco del anterior. Al final me cogía un gran sofoco y entonces despertaba y comprobaba aliviado que sólo se trataba de un sueño. Y siempre igual, la misma sensación de angustia, el mismo calor, la certeza de que me faltaba el aire y el humo invadía mis pulmones.

Empezó un viernes 13 de abril. Al principio lo achaqué a una mala digestión. Gloria me había hecho para cenar un suflé de queso, exquisito por cierto,  y yo me había sentido ya molesto por la noche, después del café.

Soñaba que estaba en una casa de campo. Me resultaba ajena y, al mismo tiempo, me era familiar por una serie de detalles anodinos de la decoración. Quizá me recordara a la de algún amigo, o hubiera visto alguna similar en una película de sábado por la tarde, o en alguna de las revistas de decoración que Gloria solía almacenar. Pero era mía, era mi casa porque así lo sentía. Un chalet de alta montaña, seguramente ubicado en el Pirineo; si me asomaba al amplio ventanal a cuarterones que iluminaba la sala de estar aparecía frente a mí, dibujada en una lejanía cercana, unas cumbres altas cubiertas de nieve, y a mis pies bosques espesos de pinos, manchas de abetos más oscuras y valles cruzados por ríos azules.

Gloria tocaba el piano con el virtuosismo que siempre la caracterizó. Tenía el cabello muy rubio, más de lo que lo recordaba, puede que fuera por el tinte de la peluquería, y sus dedos recorrían con increíble precisión el teclado de aquel hermoso instrumento musical capaz de llenar la estancia de maravillosa notas musicales.

          ¿Qué tocas, cariño?

          Listz.

Listz y Rachmaninov eran sus compositores favoritos. Yo prefería a Mahler, pero el compositor alemán no tenía piezas de piano. Los leños ardían en la chimenea hogar y yo sentía un gran bienestar repantigado en un butacón con enormes orejones con un tapizado clásico. Sostenía una copa de coñac que iba caldeándose al contacto de mi mano. El olor a resina que escapaba de la chimenea actuaba como sedante y me adormecía. El poder hipnótico del fuego me podía.

Desperté sobresaltado. El piano estaba mudo y la ventana del salón abierta. Las ráfagas de aire que habían entrado, con aroma a pinos húmedos, habían apagado las llamas del hogar y esparcido las cenizas por el suelo del salón. La copa de coñac reposaba vacía sobre una pequeña mesa de caoba, junto a un ejemplar de una novela policíaca de Patricia Highsmith sobre Ripley que estaba leyendo.

Me levanté y cerré la ventaba. Me estremecí de frío. Encendí otra vez el fuego. Me costó. Los leños habían cogido la humedad que había entrado por la ventana. Entonces fue cuando me llegó de forma diáfana un olor penetrante a humo que no procedía de la chimenea. Era más fuerte y pronto comencé a visualizarlo, extendiéndose como una gran nube negra por al salita.

La humareda procedía del piso de arriba. Me cubrí la boca con un pañuelo y subí angustiado los escalones de dos en dos. El calor, junto al humo, hacía cada vez más irrespirable el ambiente. Me lloraban los ojos, me abrasaba la cara. Entonces tuve la certeza de que el fuego se había propagado a la habitación de los niños. Me acerqué a ella angustiado, con el corazón encogido. Entonces, en el sueño, despertaba y veía a los niños a mi lado, hundiendo bizcochos en el chocolate caliente, y respiraba aliviado.

La segunda vez fue muy similar. No me encontraba entonces en la montaña, sino en una de esas típicas cabañas erigidas en una playa californiana, acristalada toda ella, con vistas a un mar grisáceo que besaba la orilla de la playa indolentemente. Soplaba un viento huracanado y, desde mi posición, en una hamaca, con un libro abierto de Georges Simenon y un sombrero de Panamá en la cabeza que me protegía del sol, veía cómo el viento rizaba el mar instantes antes tan calmo y lo hacía espumar.

Estaba bastante más viejo, tenía todo el pelo blanco y me notaba pesadas bolsas debajo de los ojos. Sostenía una pipa entre los dientes y el aroma del tabaco prendido se fundía con el resinoso procedente de la cercana chimenea. Debía de ser invierno porque el sol, entre nubes de algodón de formas caprichosas, no calentaba el aire.

Los niños habían salido a pescar en una lancha neumática y a mí no me extrañaba que siguieran siendo niños mientras yo me había hecho viejo. Gloria no tocaba el piano, Gloria no estaba conmigo en el porche acristalado, y seguramente debía de llamarse Glory y sería una nerviosa norteamericana que practicaba aeróbic y pasaba las tardes ante el espejo pendiente de la aparición de las arrugas.

El comisario Maigret investigaba en los bajos fondos de Lyón y el tabaco de pipa se había consumido por completo. Me estaba quedando adormecido al calor de la chimenea. Las sensaciones eran muy agradables

Me desperté bruscamente con dolor de garganta muchas horas más tarde. Había cerrado la noche y los leños estaban apagados. Una espesa nube de humo lo invadía todo, era humo resinoso pero no procedía de la chimenea. La cabaña estaba construida con troncos, recordé. Me levanté y me dirigí hacia el piso de arriba con una dramática premonición. Según avanzaba, el calor se hacía más sofocante y la atmósfera irrespirable. Comencé a toser y a sentir un enorme malestar en la garganta, nariz y ojos. No podía avanzar más, el humo me lo impedía. Y una lengua voraz de humo, serpenteante, brillando como el oro, cegadora, brotaba de nuestro dormitorio. Glory estaba dentro, me dije, mientras despertaba a medianoche y la veía a mi lado, respirando tranquilamente, envuelta en una camisa de seda que le había regalado por nuestro aniversario de bodas.

Estaba en la cama y solo. Me había dado cuenta de ello porque, a mitad de la noche, había alargado del brazo y tropezado con las sábanas frías. Aquel vacío en el lecho me provocó una gran desazón porque estaba convencido de que estaba casado. Me sentí angustiado mientras me removía en la cama. ¿Estaba casado o sólo lo estaba cuando soñaba? ¿Y mis niños? Los recordaba hasta hacía unos instantes y ahora me sentía incapaz de reproducir sus rasgos.

Tragué saliva y abrí los ojos. Era de noche pero sin embargo un resplandor rojizo iluminaba los rincones de la habitación, No era una casa del Pirineo ni una cabaña en una playa de California, se trataba de algo mucho más prosaico: era mi apartamento de Barcelona.

El humo comenzó a penetrar en la habitación acompañado de un crepitar nervioso. Vislumbré las lenguas de fuego que pasaban bajo la puerta cerrada del cuarto. Me incorporé. La puerta estaba ardiendo por los cuatro costados y el resplandor de las llamas me cegaba. Tragué saliva y espere el final del sueño. El fuego se aproximaba y el calor arreciaba hasta hacerse sofocante. Me faltaba el aire y sentía hervir la sangre en mis labios hasta el punto de que temía fueran a reventar. Quise levantarme pero me fallaron las fuerzas. Las lenguas de fuego ya habían prendido las sábanas y el calor se hacía insoportable en los pies. Me faltaba el aire, era como si una enorme piedra basáltica me aplastara el pecho.

No me levanté. Me quedé quieto. El fuego prendía mi pijama, chamuscaba el vello de mis piernas, se había adueñado de toda la cama que crepitaba de forma terrible. No me inmuté, ni sentí dolor. Esperé pacientemente el despertar. El fuego subía por el cuerpo y lo más desagradable era el olor a carne quemada. Las llamas llegaban al rostro, los labios estallaban, la piel se desprendía de la carne, los ojos salían de sus órbitas y la sangre hirviendo me salpicaba antes de evaporarse.

No me moví, no me alteré en lo más mínimo. Esperé pacientemente a que el sueño terminara. Pero entonces el dolor se hizo insoportable, eterno.

4 comentarios

  1. La delgada línea que separa el mundo onírico del mundo ¿real? tratada con imaginación y delicadeza. Impagables las referencias a Patricia Highsmith y a George Simenon. Mucha suerte.

  2. Imaginativo relato que te guia por la confusa trama protagnista en los distintos pasajes, llevandonos de un lugar, real o no, a otro con diferente escenario. El final es sorprendente, tanto que me cuesta siquiera imaginarlo del espanto que me produce.
    Suerte

  3. No me levanté. Me quedé quieto. El fuego prendía mi pijama… Y de ahí en adelante surge el horror de este extraño cuento que me puso la piel «chinita». Felñicidades Abimael

  4. Abimael? Somos parientes?

    Sofocante relato de pesadillas recurrentes, intenso y dramático.
    Suerte.

    El mío es el 90.

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