201-La aparición. Por Eremita

         Se descolgó con alivio y malestar la pesada mochila mientras observaba, fascinado, el penumbroso recinto que le rodeaba y le albergaba. Los claroscuros que dibujaba la luz del exiguo Sol que aún entraba por sus nutridas brechas dejaban revelar un ambiente perdulario, ruinoso, polvoriento y enmarañado de añejas telarañas. El mecanismo del viejo molino estaba destrozado, esparcidos sus pedazos desiguales por doquier, abandonado al paso indiferente del tiempo y al desuso herrumbroso.

         Antaño quizá fue formidable en su simple labor. Sus grandes aspas aladas girarían con el empuje caprichoso del viento, obligando a moverse a la enorme y perezosa piedra, la cual transformaría con su masa al maíz en oro blanco. La naturaleza al servicio del animal inteligente, como siempre había sido con mayor o menor fortuna. Gabriel imaginó a aquellas gentes afanosas recogiendo el fruto harinoso y alojándolo en sacos que cargaban en sus protestantes espinazos. Luego una subyugada bestia lo transportaría a su destino final, a la boca de alguna persona en forma de diario pan.

         La oscuridad se adueñaba con rapidez de aquella parte del mundo y el solitario excursionista decidió pasar la noche dentro de esos muros destartalados. Se instaló someramente, pues el lugar no era acogedor del todo debido a la suciedad y la podredumbre reinante. Tras una frugal cena se acomodó en el saco de dormir mas no cerró los ojos, encandilado por las hermosas estrellas que se asomaban presumidas por una considerable grieta del techo.

         Sin embargo otro resplandor, esta vez terreno, sedujo su atención. Enfrente de él, una albura casi cegadora en aquel feudo de sombras se le aproximaba andando sobre sus pies. En el mismo instante, incomprensiblemente y como consecuencia de una corriente repentina, el eje de las aspas desnudas comenzó a dar vueltas y, todavía más inverosímil, la ingente rueda le contestó sin vacilar y sin ninguna conexión entre ellas, ya que casi todas se hallaban despedazadas y diseminadas por el suelo. Pero Gabriel hizo caso omiso al molino resucitado, porque se le acercaba una aparición fantasmal aunque maravillosa. Creyendo que soñaba, sus ojos captaban a una criatura espléndida, bellísima y transparentemente sensual. Sus cabellos rojos se mecían a cada paso mientras su perfecto semblante no le perdía de vista. Él se incorporó sobrecogido y deslumbrado a la vez.

         -¿Me quieres? –susurró de manera clara la muchacha con una dulce voz.

         -¿Qué? –sólo pudo articular Gabriel.

         -¿Me amas? –volvió a suplicar la chica, alzando una mano temblorosa hacia el objeto de su deseo.

         -No… No comprendo… –continuó titubeando el estremecido joven.

         Y ella lloró, lloró ante el embotamiento despreciativo de su amado.

         -¡Vas a dejarme! ¡Lo sé! –chilló de improviso aquel ángel. Después, aún más de repente, se abalanzó hacia la piedra que rodaba impasible a la escena romántica y triste. La niña se arrojó en su camino, ávida del brusco cese de su sufrimiento emocional. La muela pareció acogerla gustosa, inquebrantable, como algo insignificante. Gabriel protestó mudamente, sin determinación, y el terrible hecho se consumó… al menos en parte, ya que al mortal contacto de la roca la chica no se apisonó, restallando sus huesos y explotando sus vísceras. No, ella de forma mera y pasmosa se volatilizó, evaporándose en una nada azul que se perdió en la negrura.

         El muchacho salió corriendo, cuando el miedo y la incomprensión le fueron irresistibles. La noche se llenó de extenuación, de tropezones y arañazos hasta que una distancia prudencial, si bien no tranquilizadora, le animó a detenerse en un sitio indefinido.

 

 

         -¡Zagal! ¡Eh, despierta!

         Gabriel retornó a la realidad consciente de la mano –o de la vara, mejor dicho- de un pastor. El rústico hombre, agrietado en su faz, algo desdentado y lleno de negras caries, le miraba curioso y divertido mientras le zarandeaba con la gastada punta de su cayado, buscando espabilarle y saber de él.

         -¿Qué haces ahí, rapaz? ¿Has «dormío» al raso? Habrás «pillao» una pulmonía –le acosó a preguntas amablemente el ovejero.

         El muchacho no respondió, entretenido ahora con el desconfiado perro guardián que le olisqueaba a escasa distancia, gruñendo de modo entrecortado e intimidante.

         -Yo… me había refugiado en un molino… y…

         -¡Aaaah, ya está! –le interrumpió el gañán con decisión-. ¡Y viste al fantasma y echaste a correr! ¡¿A que sí, mozuelo?!

         -¡¿Cómo… cómo lo sabe?! Es decir…

         -¡Jaaaa, ja, ja, ja! –rió inocentemente cruel el pastor. El chico le miraba atónito, puesto que no había sido un sueño. Él percibió algo, algo extraño, inverosímil, y aquel rudo personaje se lo estaba confirmando.

         -Entonces… es verdad lo de que hay un fantasma en el molino.

         -Síiii. «Tos» por los alrededores lo han visto o presumen de ello. O mienten al decir eso.

         -Y… ¿usted?

         -Noooo, chaval. Yo no entraría ahí ni por «to» el oro del mundo. Me da mucho miedo esa cosa de las ánimas. Siempre paso a una «tirá» de piedra del molino viejo. Ni dejo que los borregos se acerquen «demasiao». Le silbo a Bala y me las trae zumbando –explicó el dueño mientras palmoteaba sonoramente la cabeza de su resignado y fiel chucho-. ¿Cómo es el fantasma? –dijo luego casi en susurros, agachándose hacia la cara del soñoliento joven.

         -Era… –contestó Gabriel conforme intentaba recordar- era muy hermosa –terminó expresando con admiración reencontrada.

         El ovejero rió con lascivia. Sabía que su temido espectro se trataba de una linda muchacha vestida de velos traslúcidos y con turgentes pechos. Le habían narrado mil historias de pubis seductores, de muslos y nalgas generosos, de labios embriagadores… Exageraciones y embustes en su mayoría, pensaba él. Si no, ¿por qué no iban todos allí a buscarla? Algo fallaba. Dicen que algunos fueron y no regresaron. Aquel sencillo hombre no se fiaba, prefería su tranquila aunque solitaria vida lejos de los misterios del más allá. Mujeres guapas había en cualquier lado, no merecía la pena jugarse la vida por una hembra difunta.

         -¿Quién es? ¿Qué hace ahí? –cortó Gabriel los pensamientos del pastor. Su mirada y su consulta eran suplicantes.

         Y entonces el lugareño le habló de un amor perdido, imposible. De una bella niña prendada de un guapo y desalmado mozo que la apartó de su lado en aquel preciso molino. Ella le rogó que correspondiera a su cariño ilimitado como se lo prometió antes de hacerla suya. Él le dio la espalda, inmutable. Y ella lloró y lloró, tanto que las lágrimas le cegaron la vista y la razón. Sólo distinguió la piedra del molino que giraba indiferente a ellos dos, dando vueltas tenazmente, cumpliendo con su labor. Así la chiquilla corrió hacia la gran rueda y se tiró a ella sin dudas, anhelosa de su abrazo. Allí acabó su vida y su tragedia. Él huyó horrorizado, aunque no arrepentido más tarde. Y también tuvo que abandonar el pueblo, porque ella volvía una y otra vez a exigir su amor estafado a cualquiera que estuviese presente en horas noctámbulas. El molino fue cerrado, tal era el terror que provocaba en sus trabajadores. Y el amante perjuro expulsado, debido a la furia y la detestación de sus convecinos.

         Gabriel, tras escuchar el doloroso relato, pensó en su víctima, en la preciosa chica desdeñada. ¿Por qué lo hizo? ¿Tenía algún sentido matarse tan joven por sólo un adonis sin corazón? ¿Sólo por verse abandonada? Ahí cayó en la cuenta de que él también la había dejado, desamparada en aquel inmundo lugar, apenada y agónica. Se mordió la mano de remordimiento, de una culpa ilógica pero orgullosamente grata.

 

 

         La hierba sonaba fresca a cada paso debido al relente nocturno. Gabriel dejó la naturaleza para adentrarse en el universo de cemento de los hombres y penetró en el lugar encantado. Su mirada ansiosa y temerosa la buscó a ella, a su esplendor terriblemente hechizante. En las sombras y la soledad se desesperó. De ese modo se mantuvo minutos eternos… hasta que el molino volvió a la vida. Por una brisa inexistente las aspas se movieron quejumbrosas no obstante poderosamente, siendo contestadas por el resto del roto mecanismo. Los sonidos metálicos, leñosos y pétreos llenaron el espacio con su música cadenciosa. Y ella surgió de la nada, como danzando con sus sensuales andares aquel ritmo imposible. Estaba todavía más hermosa o él no la recordaba en su justa medida. Sus verdes ojos se le clavaron apasionados y obsesionados, su cuerpo juvenil incitaba a la contemplación y contacto más absolutos.

         -¿Me quieres? –repitió ella su cantinela obligada mientras su infernal rostro adquiría la dulzura y la pena de una chiquilla descorazonada.

         -Sí –dijo Gabriel sin vacilar.

         La respuesta afirmativa perpetuamente anhelada pareció sorprender al espíritu hecho diosa. Por fin un mortal no recelaba de ella, su mirada no se desorbitaba, su mandíbula no caía, sus miembros no temblaban y sus esfínteres no se relajaban hasta lo repugnante. Acaso era su amor, al fin lo había hallado, tanto ha perdido. Su alma se hinchó de júbilo y de cariño, y corrió hacia el hombre con sus lindos bracitos al viento. Él la aguardó sin un ápice de miedo, al contrario, feliz, orgulloso y… sí, excitado. Ambos parecieron encontrarse y bañarse en sus alientos. Mas no fue así, pues el avance de ella persistió cruel a través del hondamente deseado. Gabriel se giró estupefacto mientras ella trataba de acariciarlo con sus dedos ilusorios y lloraba lágrimas ficticias.

         -¡Te quiero! –gritó él rebeldemente.

         El alma en pena negó con la cabeza lo inexorable y, tras un último vistazo a su amado, buscó una vez más su piedra liberadora.

         -¡Noooo! –volvió a chillar Gabriel a la vez que perseguía a la beldad hacia su fatal destino perenne. Y en su ansia inútil por asirla, él tropezó en el borde y cayó asimismo con ella hacia una muerte segura y horrenda. En el postrer instante fue como abrazarla, unidos los dos en el amor y la expiración. La piedra rodó imperturbable.

 

 

         Gabriel despertó, de un sueño incierto, desorientado del sitio y del estado en que estaba. Lo reanimó un sonido, unos pasos en la vacuidad reverberante del viejo molino, un roce de telas, una tímida risa. Miró y allí se hallaba ella, tan bella como siempre había sido con su larga melena rubia y sus formidables ojos castaños.

         -¿Me quieres? –habló en silencio aunque hacia ella, haciéndole notar su presencia conforme el desvencijado organismo mecánico tornaba a funcionar.

         La chica se sobresaltó ante la incongruencia del fenómeno, y sobre todo ante la aparición que se le manifestaba: un muchacho triste hasta la morbidez y sin embargo muy hermoso. Los mechones de su pelo permitían apreciar un rostro proporcionado, perfecto en su masculinidad. Sus iris azules resplandecían hasta fundirse con los evocadores labios que la llamaban.

         -¿Me amas? –volvió a susurrar claramente. Ella, como respuesta, gritó de pánico y salió por piernas. Él se quedó anonadado ante el rechazo y el indeseable aislamiento. ¿Por qué no le quería? ¿Por qué se había ido de aquella forma? Entre paseos exasperados, preguntas sin contestación y lágrimas y rabia contenidas, Gabriel al fin dio con una solución. La idea vino a su mente con sencillez, quizás proveniente de una reminiscencia horrible e impensable. De pronto pensó en la chica del molino –sí, aquélla- y se percató de que era distinta a ésta otra que acababa de huir. En su delirio amoroso las había confundido, ávido de cariño y de salvación. Pero, ¿salvarse de qué? Entonces lo comprendió en ese momento, en aquellas ruinas malditas, en ausencia de su anterior fantasma, tras el horror de su última visitante viva. Él, Gabriel, había muerto, aplastado por la rueda a causa de su fanatismo sentimental y era ahora él quien moraba en aquellos muros derruidos, en aquel mar de telarañas y polvo… para toda la eternidad.

         Quiso escapar, dormir de nuevo. ¿Cómo? Observó en derredor suya y allí estaba la imperecedera piedra, aún rodante y paciente. Rió por un segundo y se lanzó hacia ella, hacia la inconsciencia dichosa, hacia la ignorancia del no ser, hasta que alguna mujer volviese al molino, acuciándole con su presencia tentadora… la llamada del amor.

3 comentarios

  1. Lanzarse a la llamada del amor puede ser la más peligrosa de las aventuras pero, sin duda alguna, también la más excitante. Mucha suerte.

  2. Hóskar: Una vez más tu generosidad se detiene ante el cuento de Eremita para dar tu valiosa opinión. Creo yo que si fueron escogidos 202 cuentos o narrativas, es porque todos ellos valen la pena de ser leidos y comentados. Eremita: yo espero que tu excelente cuento sea apreciado por los compañeros.

  3. Una historia tan sugerente como triste. Muy logrado el desenlace.
    Suerte.

    El mío es el 90.

Deja una respuesta