189-Un día de abuelo. Por Reni

Ángeles acompañaba todos los sábados a su abuelo a la sede de la Asociación. Era el único día de la semana que podía hacerlo. Tras dos horas de terapias, acababan sentados en una de las mesas de la cafetería, donde pedía una bolsita de patatas chip para acompañar su bebida de cola preferida. Su abuelo solía abstenerse de tomar, aunque los días más fríos del invierno, bebía unas hierbas de poleo menta para calentarse. La señora Mercedes siempre rogaba un café mezclado con leche desnatada, descafeinado y endulzado con sacarina. El señor Aguirre era de botellín de agua, pero no siempre podía acudir. Aquella misma mañana, avisó por teléfono indicando a Carmina que amaneció pésimo: “Más mal me sabe a mí. Soy el principal interesado en acudir a tu clase. Mis músculos necesitan ser ejercitados, pero que te voy a contar que tú no sepas. En unos momentos estás bien y en otros no te puedes mover. Es desesperante”. Moisés, en cambio, no solía fallar. Era un moreno alto y atractivo, siempre fiel a su bocadillo de tira de carne. Se trataba del asistente más joven de las clases y el preferido de la pequeña Ángeles. Constantemente, improvisaba nuevos juegos con ella y no paraba de hacerla reír. Le habían diagnosticado el Parkinson hacía los mismos años que al señor Marín. El abuelo de Ángeles había trabajado toda su vida para la compañía de ferrocarriles estatal, pero el desarrollo de la enfermedad le acabó obligando a precipitar su jubilación. Caminando hacia el mercado callejero, donde todas las mañanas de los sábados compraban la madre y la abuela de Ángeles, ésta hizo sonreír a su abuelo con una de sus ocurrentes visiones:

 -¿Por qué no pruebas de trabajar en lo de Moisés? Tú siempre dices que desearías volver al mundo laboral.

 -¿Mundo laboral?

 -¡A que suena bien! Nos lo enseñaron el otro día en el colegio. En la clase de sociales.

 -No hace falta que grites tanto, chiquilla. Los enfermos de Parkinson no somos duros de oídos.

 -Perdón, abuelo. Siempre se me olvida.

 -No hay trabajos especiales para nosotros, Ángeles. ¿Recuerdas que te expliqué que era una enfermedad compleja?

 -Sí, que dependía de muchas cosas.

 -De las personas, de las etapas… En cada paciente, los síntomas pueden llegar a ser distintos -afirmó mostrando a su nieta la rigidez que impedía a sus piernas andar con la soltura de antaño-. Incluso los hay que no tienen porqué temblar como yo tiemblo.

 -Pero tú no siempre tiemblas.

 -No siempre, tienes razón, cariño. Ves, ahora sí que lo hago. Me has emocionado, y en esas, no hay escapatoria posible. Antes intentaba ocultarlo.

 -¿Para que no se fijaran en ti?

 -A nadie le gusta que se fijen en uno o una por una cosa como esa. ¿Te agradó el cuento que te escribió Moisés el otro día?

 -Mucho. No me lo esperaba. Me explicó que hace un par de años no podía escribir su nombre sin demorarse una hora.

 -Moisés ejemplifica el esfuerzo mejor que ninguno de nosotros. Es un chico vital, que nació con genes de luchador nato. Trabajó y trabaja duro. No creas que le resulta nada fácil escribir con cierta perfección y a una velocidad adecuada.

 -No, no lo creo.

 -Con treinta y seis años, nadie puede esperar que el diagnóstico de la sobrevenida rigidez, o los temblores, sea el dichoso parkinson, y mucho menos, seguir enfocando la vida con la vitalidad con la que él la encara.

 -Carmina dijo que hay niños que sufren ese padecimiento. ¿Podría tenerlo yo?

 -No pienses en enfermedades,  Ángeles. Los niños no piensan en eso. En todo caso, puestos a pensar, hazlo en disfrutar la vida con la gente que las tiene. Yo también estoy pensado… El sábado que viene volveremos a tener una sesión de ritmos con los tambores.

 -¡Bien!

 -¡Bien, bien, bien! Con ritmo. ¡Madre mía! ¡Qué me la cargo! ¡Abotónate el chaquetón que te vas a resfriar!

 -¡Pero si no hace tanto frío!

 -Eso es lo que a ti te parece. Ves a esa señora de allí. No creo que opine lo mismo.

 Caminando junto a sus otras dos mujeres, José Antonio Marín escuchó la lista de productos aparentemente innecesarios que su hija y esposa compraron durante su jornada matinal. En la acera de la farmacia, su mujer se interesó por el medicamento que José Antonio le había comentado que le faltaba. Éste aguardó en el exterior junto a su nieta. Sintiéndose afortunado. A diferencia de alguna de las  personas que acudían a la Asociación, contaba con un magnífico trío de apoyo, muchos amigos, recibía una pensión y disponía de algo de dinero ahorrado. La Propola, Mirtazaprina, y las otras muchas pastillas, eran unos grandiosos aliados para controlar los síntomas de la enfermedad, pero excesivamente caros para quien no quedaba cubierto por el Seguro Social. Mirando fijamente a su nieta, José Antonio sonrió. Le quedaban muchas vivencias que compartir con ella. Muchos domingos, lunes, martes, miércoles, jueves y viernes. Todos, igual de agradables que el sábado que acababan de empezar.

3 comentarios

  1. Saber escuchar. Deedciar tiempo a los demás. Aprender de la experiencia…. Gracias por tu historia y suerte

  2. Hermosa y tierna historia, pero es otra más de las que han merecido pocos comentarios de nuestros compañeros, que supongo sean los primeros lectores de nuestro trabajo.

  3. Agueda Restaino

    Que lindo, me inpactó las cosas cuando se miran con amor son mas lindas. No se si es real pero felicito a la autora, es muy lindo saber que todavía hay seres que aman a las personas mayores y de capacidad diferente. Muchas Gracias.

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