V Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen

26 marzo - 2008

70- Ruido de mi llaves. Por Natalio Salem

Su madre nunca le había enseñado cómo evitar las pesadillas, pero Juan, a los once años, ya había creado su propio método. Dormía con la cara vuelta hacia la ventana. Cuando olvidaba hacerlo, soñaba con el hombre de las mil llaves. 

     La pesadilla era así: veía de espaldas un hombre vestido de negro. Llevaba un sobretodo largo y un sombrero, y subía las escaleras de un edificio a oscuras. El edificio estaba vacío, excepto por un departamento, que el hombre de las mil llaves buscaba con paciencia, probando algunas de sus mil llaves en las cerraduras.

     En todas y cada una de las pesadillas de Juan, el hombre finalmente lograba abrir la puerta de un departamento. Una vez que lograba entrar, cruzaba el comedor, con cuidado de no hacer ruido. Entonces abría la puerta de una habitación.

     En la habitación había una cama, y en la cama dormía alguien, una forma humana sin edad ni sexo, pero que sin dudas vivía, porque las sábanas bajaban y subían al ritmo de la respiración. Entonces Juan soñaba con el brazo del intruso. En su mano, tenía una navaja, o un cuchillo corto. El filo de la hoja brillaba en la oscuridad del cuarto.

     El cuerpo del durmiente se movía bajo las sábanas, como si el brillo entrara en su sueño, y lo deslumbrara. Cuando la forma bajo las sábanas comenzaba a tomar forma humana, el hombre de negro se abalanzaba sobre él. Juan no soñaba con la sangre, pero podía oírla: la oía fluir sobre el cuerpo y sobre la cama, hasta derramarse sobre el suelo.

     El asesino guardaba el cuchillo ensangrentado en el bolsillo de su sobretodo, y salía de la habitación. Entonces entraba en el baño, y en el preciso instante en que estaba a punto de mirar su rostro en el espejo, Juan despertaba.

     Nunca le contó su pesadilla a su madre, y mucho menos a su padre, que no era más que la alta silueta de un hombre, que entraba y salía de su casa sin dirigirle la palabra. Durante meses, el sueño del hombre de las llaves fue su secreto.

     Muchas veces soñó con él: todas y cada una de las noches en que olvidaba dormir con la cara vuelta hacia la ventana. Siempre se repetía la misma secuencia: el ruido de las llaves en las escaleras, la silueta del hombre con sombrero en busca del departamento, la puerta que se abría, la oscuridad, el brillo de la hoja del puñal, el crimen, el sonido de la sangre. Juan nunca pudo ver la cara del asesino, ni tampoco quiénes eran sus víctimas. Tal vez era siempre la misma víctima, repetida en las noches.

     Los departamentos, sin embargo, eran distintos cada vez: algunos eran más pequeños que otros, o tenían distintos muebles, o tenían las ventanas abiertas, o cerradas. En una de las pesadillas, Juan soñó con el aletear de un pájaro en la oscuridad, en otra, la habitación donde dormía la víctima ya esperaba al intruso con la puerta abierta. El cuchillo del asesino era siempre el mismo, y su brillo inquietaba siempre al durmiente, un instante antes de atacarlo y arrebatarle la vida.     

     Juan amaba los cuchillos. Tenía una pequeña colección, pulcramente guardada en uno de los cajones de su mesa de luz, compuesta de cuchillos que había robado de las casas de sus amigos. Por las tardes, se encerraba en su cuarto, y jugaba con ellos, los sopesaba, los cambiaba de mano, imaginaba que los clavaba en el corazón de un enemigo invisible. Cuando oía los pasos de su madre que se acercaba, se apuraba a guardarlos. Estaban seguros ahí. Juan tenía once años: nadie revisaba sus cajones.

     Una mañana, mientras desayunaba antes de ir al colegio, vio de reojo un titular en el diario que leía su padre. Decía así: La policía admite no tener pistas sobre los crímenes de los durmientes. Esa misma tarde, al volver de la escuela, Juan llevó el diario a su habitación, para leerlo con tranquilidad.

     El artículo decía que luego de trece asesinatos similares, ejecutados por el “asesino de las llaves”, la policía admitía no tener ninguna pista. Las víctimas compartían algunas características: eran hombres, vivían solos, tenían hijos pequeños, y dormían en el momento del crimen. El detalle más curioso que presentaban los crímenes era que las cerraduras de los departamentos no habían sido forzadas. El asesino, en caso de ser siempre el mismo, tenía copias de las llaves de cada departamento.

     Juan se juró jamás volver a dormir con la cara vuelta hacia el lado de las pesadillas. Cumplió con ese régimen por casi dos semanas, hasta que una noche, en que había llegado a su casa muy cansado, después de haber jugado al fútbol durante todo el día, el sueño lo sorprendió de espaldas a la ventana.

     Por supuesto, volvió a soñar con el hombre de las mil llaves.    

     Al día siguiente, el diario informaba que se había cometido un nuevo crimen. Mientras desayunaba, Juan notó que su padre leía el artículo con interés. Sus ojos de detenían en cada frase con el seño fruncido, como si no la comprendiera, o hubiera sido escrita en un idioma extraño. Después de leer la nota, dejó el diario sobre la mesa, con un gesto de fastidio. Se percató de que Juan lo observaba, y le devolvió la mirada.

     Juan bajó los ojos. Pocas cosas lo aterraban más que la mirada de su padre.

     Juan se propuso un plan. De ahí en más, intentaría controlar su pesadilla.

     La primera noche que lo intentó, logró que el hombre de las mil llaves obedeciera algunas de sus órdenes: mientras subía las escaleras, pasó el manojo de llaves de una mano a la otra, y al entrar al departamento, encendió y apagó la luz. Pero no logró llegar dormido al momento en que el hombre se miraba al espejo del baño.

     Al día siguiente, no necesitó leer el diario para saber que había habido otro crimen.

     La segunda noche que lo intentó, no logró mayores progresos: apenas si pudo dirigir una de las puñaladas, que clavó en el cuello del durmiente.

     El diario volvió a informar de otro asesinato.

     La tercera noche todo fue distinto.

     El hombre de negro entró en el edificio. Esta vez, no probó las llaves en ninguna cerradura: sabía muy bien a qué departamento ir. Por primera vez, Juan se sentía capaz de controlar cada uno de sus movimientos, hasta su respiración. Estaba dentro de él.

     Entró en un departamento que conocía a la perfección. Hasta aquí, el plan había resultado perfecto. Pero hubo un problema: el deseo. Juan olvidó un detalle importante, y es que no sabemos lo que deseamos, ni por qué lo deseamos. En lugar de entrar a la habitación a la que había planeado entrar, el asesino se dirigió a la otra.

     Abrió la puerta. Por la ventana entraba una luz de un matiz imposible, que sólo se encuentra en los sueños. En la cama dormía un niño, con la cara vuelta hacia la pared.

     Esta vez, Juan, no sólo oyó la sangre, sino que sintió el metal hundiéndose en su cuerpo dormido, una, tres, muchas veces, hasta que sólo le dejó un hilo fino de vida. Con su último aliento, alcanzó a soñar que el hombre guardaba el cuchillo ensangrentado en un bolsillo de su sobretodo, y caminaba sin apuro hacia el baño.

     Al mirarse en el espejo, Juan vio la cara de su padre.

69- Vidas paralelas. Por Txema Chantal
71- Etérea. Por Harry Haller


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Participantes

bobdylan:

Estupendo tu relato, cuyo argumento bien podría haberlo firmado el mismísimo Cortazar, aunque lo que me deja más desconcertado es la ultima frase, cuando ve a su padre reflejado en el espejo.

Entiendo que el desapego del padre hacia el chico hace que éste desee en esos momentos ser su propio padre, para que sea el padre y no él la victima del asesino de las llaves.

En cualquier caso, es un argumento que bien merece dedicarle una narración más extensa.

Suerte en el certamen.


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