V Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen

16 marzo - 2008

43- El día que vino la guapa del pueblo. Por FLOR DE LIS

Si todavía vivieras, mamá, yo no hubiese podido acudir esta mañana a la plaza del pueblo. Una tempestad de palabras ácidas, de gestos histéricos, todo lo que eras capaz de poner en juego cuando perseguías un propósito, lo habrían impedido. Porque Curra Británica, con su sonrisa abierta como un chaparrón de besos, con ese cuerpo, con esos ojos que descorren las cortinas del amanecer, seguiría siendo una bofetada para tu orgullo.
Pero tú ya no estás, tu espíritu terco no puede sobreponerse al mío y allí me encontraba, casi extinguida entre una enorme masa bulli­ciosa, entre un oleaje estúpido de rostros, aprisionada y satisfe­cha. Confieso que me pesaba en los ojos tu fotografía, los pliegues sin pecado de tus vestidos negros, que todavía me quedan residuos de aquel pudor imbécil que inyectabas en mi vida, pero hoy, por vez primera, he vencido tu imagen asfixiante. Si, mamá, hoy he conside­rado seriamente que los muertos, cuando se marchan dejando una puer­ta cerrada, jamás regresan para abrirla.
¿Y por qué no, si hasta el párroco era comparsa, siempre con la sonrisa pegada al objetivo de las cámaras, junto a la diosa pagana, in­vocando un protagonismo que no le correspondía? Hay cosas que una no puede querer sin darle el cerrojazo a la historia. Ahora pienso que lo tuyo tampoco estuvo demasiado claro, que también eras victi­ma de otra madre más lejana, que aquellas reglas de juego ocultaban un fondo de egolatría.
En vez de hacerme mujer, una mujer decidida y equilibrada como Pa­quita Estrada, has aniñado todas las cosas a mi primera estatura.
¡Tú y tu sentido monocolor de la vida! Los mandamientos, hija, la salvación de tu alma. Y aquí me tienes, con el alma más limpia que una lluvia, pero soltera, un pelotón de carne inédita alrededor de la soledad, de estos visillos donde hasta el nombre se me esta arrugando. Perdona, mamá, pero somos demasiado insignificantes dentro de lo infinito. ¿Quién iba a necesitar el luto de nuestros corazones? Hasta ella, hija de humildes campesinos, escasa de pan y de cultura, comprendía mejor que tú la verdad metafísica de los seres humanos, el diagnóstico de amor que cada mañana pronuncia la tierra.
Por eso ya no me atemoriza tu mirada, tu figura hierática como si te hubieses tragado un cirio. ¡Anacrónico orgullo! ¿Quiénes éramos no­sotras, di, sino dos mujeres acomodaticias vegetando a la sombra de una nómina de funcionario? Si papá viviera, no hubieses conseguido tu objetivo. Paquita y yo seguiríamos siendo amigas y esta mañana me abría dado un abrazo muy fuerte delante de todos, esa inyección de privilegio que nos inflama por dentro como un globo de feria.
¡Qué pena que nunca me hayas dado un amor sin espuelas! Perdona mis lágrimas, mamá, pero nos queríamos sinceramente, con ese estilo suelto que las mentes conducidas no pueden comprender. Tú manchaste aquella alegría, pusiste entre ambas la barrera de las clases sociales, ridículas en un villorrio como el nuestro donde todo se repite inde­finidamente, y hoy, ya lo ves, yo he sido el cauce a través del cual te llega su venganza.
Ella era comunicativa y yo hermética como un mochuelo de plástico; ella se echaba a las espaldas el involucionismo del pueblo y yo parecía el estuche del decálogo; pero ahí está ella, presidiendo una cena de gala en su honor, y aquí estoy yo, consumiéndome dentro de estos vestidos baratos que parecen un campo sombrío, galanteada ex­clusivamente por la madera vieja que gime en la alcoba, en esta casa semejante a los cementerios sin muertos.
¿Las terciarias franciscanas, las que tanto significaban en tu entorno, las que te cerraron los ojos, ya de espaldas mucho antes a la vida? ¡Quién lo iba a decir, mamá! También su aroma casto se diluía entre los adoquines de la plaza, intrigantes, marisabidillas, adulando y aplaudiendo la sonrisa de Curra Británica, esas pupilas que hacen bello todo lo que miran, la cintura de cáñamo, la lluvia permanente de su pelo, aquellos senos armoniosos bailando bajo la calva de los concejales.
Ahora, mamá, delante de tu fotografía, de ese rostro donde jamás podría reconocerme, de ese amago de sonrisa que siempre se quedaba en gesto, no sé si fueron mejores tus manos, siempre en actitud piado­sa, o las suyas que removían el perfume de la vida. ¿Te empujaba el proselitismo, una sincera inquietud de apostolado o era envidia de su cuerpo con sabor a brisa, de una distinción genética que ya en­tonces sobrepasaba nuestro contexto pueblerino? Curra encendía un sentimiento armónico, la luz que resiste a la noche y esto quedaba fuera de vuestro círculo inalterable.
Y una cobarde yo, una niña tímida, asustadiza que no supo romper aquella atadura enérgica. Ella estaba hastiada de esta gente, del odio del pueblo, un odio intenso que se reflejaba en las aceras, en los ojos de los perros callejeros, pero tu semblante orgulloso, tu desdén, tu negativa a nuestro trato fue lo que acabó de derrumbarla. Y una tarde fría, cuando bajaba la lluvia como el resoplido de un to­ro y todas las formas eran difusas, yo la vi alejarse camino de la estación. Sola iba, terriblemente sola cuando tanto necesitaba de una mano amiga.
¿Qué delito había cometido, mamá?; ¿qué amor mercenario hubo nunca en aquella casa?; ¿Qué reproche merece la gente sencilla que cada día se cumple en la tierra? Te juro que me alegro enormemente de los sucesos de hoy: me alegro por ella, por sus hermanos, por sus padres. Debieras haberlos visto en la ceremonia del recibimiento. Todos estaban en un primer plano, orgullosos, adulados, requeridos por los fotógrafos, importantes. ¿Y los periodistas? Parecía que no hubiese en todo el país una familia tan encumbrada como aquella.
– ¿Cómo era de niña?: ¿sus gustos, sus juegos, sus platos favoritos?
¡Sus platos favoritos!… Ahora va a resultar que estos mesegueros comen todos los días a la carta. Esta noche, si; esta noche se abom­ba la cornucopia de la abundancia. Desde aquí se escucha el bulli­cio, el tintineo de los brindis, mientras me muerdo las uñas y las horas se van quedando amontonadas en el calendario como una lluvia de trapos viejos. Nadie podría describir el banquete con mayores de­talles que el párroco, tu amigo y consejero, pues entre manjares an­da, aplaudiendo, ratificando el acta del último pleno del ayuntamiento donde se nombra a la diva hija predilecta del pueblo y se rotula con su nombre a la calle que la viera nacer.
Porque ha venido a eso, a deslumbrarnos, a pisotear nuestras pupilas rotas, a descubrir una placa que la va a perpetuar entre nosotros. ¿Hubiera pisado de nuevo estas calles por otro motivo? Nunca. ¡Si lo sabré yo que la conozco como nadie! Muchas veces ella lo decía:
– Este pueblo me rechaza porque nunca fuimos coincidentes.
Y llevaba razón, mamá. Desfase hubo entonces y mayor desfase sigue habiendo todavía. Esta mañana han quedado bien marcadas las diferencias. Todos estaban apiñados en la plaza: los cacicones, por vez primera salpicados entre los acegueros; la gente joven agitando pan­cartas con entusiasmo; los niños, sentados en las uves de los árbo­les como pájaros que presienten el alba; también los de la tercera edad. ¡Oh los viejos, qué babosos! Debieron quedarse en casa por ética y por estética, ser fieles a su antigua postura de intransi­gencia, pero no, allí estaban todos, escombros del tiempo, con fuego en los ojillos de galápago, a codazos para verla más de cerca. Estas escenas, mamá, son las que definen preferencias en el espec­táculo de la vida.
Es imposible que alguien olvide lo que aquí ha sucedido hoy. Paquita Estrada, sin esfuerzo, discretamente, nos ha achicado con su elegan­cia, su belleza, su armonía y ese algo que nadie sabe concretar y a todos cautiva, también a mí, que me encontraba entre el gentío como una boba, comprimida por el repliegue humano que los guardias forzaron para que avanzara sin agobio.
Y como una idiota también ahora, bajo la mnemotécnia de mis horas artificiales, escuchando a través de las persianas el murmullo fes­tivo de los comensales. ¡Pobres tontos! Ellos no lo saben pero su gesto de acatamiento los ridiculiza. ¿La estrella máxima, la insig­ne hija local? Eso debieron descubrirlo antes, desde el anonimato, como lo hicieron los ingleses cuando llegó a Londres como moza de comedor, lampo fulgurante bajo mandiles y aljofifas. Ha hecho bien en cambiar su apellido por el de Británica. Británicos son los que desempolvaron su talento, su calidad.
Perdona, mamá, pero es posible que nunca más te prolongues en mi espíritu a través de esa fotografía. Una tarde cualquiera haré la maleta y otras muchachas verán mis pasos por el camino de la estación. ¿Hacia qué lugar, hacia qué meta? A donde el destino me lle­ve, a trabajar, a querer a un hombre hasta olvidar que existo, tal vez a fundar un club de fans de Curra Británica.
Porque tú, mamá, estás definitivamente muerta.
 

42- La espiral rota. Por Bardoluci
44-¿Qué tal un canario? Por Carla


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Participantes

William Cullen:

Bonito cuento, Flor de Lis, además de una gratificante novedad el que alguien rompa la monotonía y envíe un cuento en segunda persona.

Mucha suerte.


Delgadina:

Me gusta, bien escrito, buena descripción del mundo interior de los personajes. Y bien por el mensaje, nadie es profeta en su tierra, pero siempre están los aduladores que son de memoria floja.

Suerte en el certamen


bobdylan:

No puedo más que felicitarte porque, de los relatos que he leído hasta ahora, el tuyo es, con mucha diferencia, el que más me ha gustado. Tanto su argumento como su desarrollo como el estilo, el lenguaje y hasta el remate final, todo resulta armonioso y bello.

Con tu relato vienes a demostrar una vez más que para deleitar y emocionar no es necesario acudir a finales sorpresivos ni a historias truculentas.

No sé lo que encontraré de aqúí al final, pero dudo que lo que has escrito pueda ser superado por el resto de los participantes.

Te deseo toda la suerte en el certamen.


libélula:

Después de leer tu relato me he dicho que sería imperdonable no haberlo hecho. He leído bastantes en el concurso pero con diferencia, el tuyo es el mejor. Su lenguaje culto y sutil salpicado de metaforas me ha encantado. La historia es totalmente verosimil; aunque a mí, como madre, se me hace un poco dura; pero entiendo que haya madres que en sus ansias de protección desmesurada lleguen a perder el norte.
Te deseo muchísima suerte.


libélula:

Flor de lis me encantaría intercambiar nuestros correos. Quizás sea un poco egoista pero hasta ahora no puedo hablar con personas de tu sensibilidad y que escriban como tú, creo que puedo aprender mucho. Si tú sabes como hacerlo, porque yo no lo sé. Mantengo la esperanza.


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