V Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen

13 abril - 2008

168- Palabras de madre. Por Antígona

Se ha hecho el silencio, pero no la paz, porque no hay paz en las miradas de odio ni en  el dolor de las miradas; no hay paz en la complicidad exigida y exigente para conseguir, una vez más, el derecho a la destrucción. Ahora, ella intentará mitigar la pena, evitar la mirada que duele, borrar  las huellas de la última batalla, hacer como que vive aunque se sienta muerta… porque esta terrible soledad a la que se ha condenado es mil veces peor que la muerte, ¡ah, la muerte! ¿cuántas veces la hubiera deseada si no persistiera en su locura? ¿Cuántas veces, eterna Penélope, ha deshecho la labor eternamente comenzada, con puntadas de comprensión, de cariño, de obstinada confianza en algo que nunca llega…? ¿Hasta cuándo le devorarán las entrañas, como a Prometeo, por haberse convertido en supuesta benefactora…? ¿Deberá pagar con su vida, como Antígona, haber protegido por encima de todo al ser que más ama en este mundo…? Su vida, su muerte, sólo son palabras… Su vida está  muerta, ella está muerta en vida. ¿Qué es el dolor, la angustia, el miedo, sino palabras? Ya no entiende las palabras, es más, cree  que ya no entiende nada, que no siente nada, pero ella no es de corcho… tiene un corazón de carne que sigue latiendo, tiene unos ojos que ven tristeza en otros ojos, tiene unas manos que huyen hacia sí misma porque hace tiempo renunciaron a las caricias y tiene  la conciencia implacable de saber que está cometiendo una terrible injusticia pero necesita, una vez más, concederse una esperanza, buscar una rendija de luz en esa larga noche de amargura que ya dura casi veinte años… ¿Y qué había ocurrido en estos veinte años? ¿Y en qué momento empezó a ocurrir? Pero sabe que no es fácil responder a estas preguntas, como no es fácil saber cuál es la primera gota de agua que cae de una nube en forma de lluvia, en qué décima de segundo una flor rompe su capullo, cuánto ha crecido la hierba en la última madrugada o en qué  preciso instante deja de crecer la luna para convertirse en luna llena.
Ella sólo sabe que hace veinte años era una mujer joven y llena de vida, que ser mujer era ser esposa y madre y que a estas tareas se dedicaba sin descanso y sin fatiga. Las palabras incomprensión, frustración y cansancio no pertenecían a su diccionario, porque ser mujer era amor, abnegación y sacrificio y la satisfacción que le producían estos sentimientos era lo más parecido a la felicidad que había sentido en toda su vida.
Pero algo empezó a romperse – y de nuevo, el vértigo de ignorar el momento- cuando sus caricias y sus miradas de madre no encontraban el eco de antes, cuando a sus palabras les seguía el silencio y a su alegría, la indiferencia. Su  hijo se le aparecía taciturno y cabizbajo. “Cosas de la edad -pensaba- la adolescencia es así…” Y lanzaba su esperanza a contemplar un joven guapo, atento, inteligente y responsable, el que sería su hijo cuando la vida hubiera completado su ciclo de niño a hombre y dejara atrás ese aspecto desgarbado, esa voz vacilante y ese aire de ausencia propio de los quinceañeros… El tiempo, sin embargo, se empeñaba en quitar razón a su esperanza y, a medida que avanzaba, aquel chico convertía su silencio en hostilidad y su indiferencia en desprecio pero, sobre todo, ella veía , en el fondo de sus ojos, dolor, un dolor que para ella era incomprensible o más aún, imposible.
Qué le ocurre?” se preguntaba a sí misma, después de habérselo preguntado a él mil veces de mil formas distintas, sin obtener más que evasivas por respuesta. Y la pregunta iba y venía, traspasando cada uno de sus actos, irrumpiendo en cada uno de sus pensamientos, hasta erigirse en centro de su vida, pero convertida ya en sentimiento de culpa: “¿En qué le habré fallado?” Y aumentaba su solicitud y su entrega, que se estrellaban una y otra vez ante la frialdad de su hijo. Se sorprendió a sí misma quejándose, increpando a la vida y a la fortuna, utilizando palabras nuevas que hablaban de desencanto, de injusticia y de amargura y empezó a sentirse decepcionada y sola, porque sentía con angustia que el paso del tiempo dejaba atrás al niño que fue, pero no lo convertía en el hombre que tendría que ser. Instalado en una adolescencia demasiado larga, su hijo se mostraba cada día más hosco, más irritable y, sobre todo, más lejano. 
Para acortar esta distancia, no escatimó ni esfuerzo ni imaginación: utilizó toda su empatía para conocer a las personas que trataba su hijo, los lugares que frecuentaba y en qué ocupaba las horas que pasaba recluido. La inquietud dio paso a la ansiedad ante el obstinado silencio de los que creía que estaban más cerca de él y que, como él, fueron indiferentes a sus continuos reclamos. Y puesto que su hijo no podía ser el artífice de aquel muro que no podían traspasar ni sus atenciones ni sus súplicas, pensó que eran los otros -los compañeros, la música, los amigos, el ordenador…- quienes habían tejido a su alrededor aquella tupida red que lo hacía insensible a sus llamadas. A partir de entonces extremó su protección, pero empezó a hacerse irritable y desconfiada y a dejar traslucir un gran poso de amargura en cada una de sus palabras y en cada uno de sus gestos. “Me lo han quitado -pensaba- porque es demasiado  bueno, demasiado inocente… pero yo haré que vuelva a mí, que me escuche, que cambie, que sea un  buen  chico…” Y ensayaba cada una de las palabras que le diría a su hijo en un futuro inmediato, palabras que zanjarían la hostilidad de los últimos años y abrirían un futuro de esperanza. Tejió con palabras sus sueños: amor de madre, confianza de hijo, fe en el futuro, familia feliz, paz, alegría, respeto… Sin embargo, la realidad se obstinaba en avanzar en sentido contrario: sus diálogos soñados no eran más que su monólogo interior y el muro que sentía alrededor de su hijo, se hacía cada vez más inexpugnable. Por fin un día, cuando ya se sentía a punto de morir de tristeza, su hijo se acercó a pedirle ayuda …
Sintió que la vida le estaba haciendo un terrible fraude. Su protección y sus cuidados no habían sido para esto, no era para esto para lo que había intentado apartarlo de otras compañías, no eran para este momento las palabras imaginadas tantas veces y no era la esperanza sino la desesperación lo que estaba viendo en los ojos de su hijo. “No es verdad que la pena ahoga”-pensó-, porque ella siguió respirando y hasta pudo hablar, cambiando, eso sí, las palabras ensayadas por otras que no quiso imaginar nunca y que, a partir de ese momento, repitió muchas veces, tantas como su hijo entendió que necesitaba una mano tendida, sin querer ver que esta mano era, cada vez más, un brazo  ejecutor, más cómplice que ayuda, más protección irracional que apoyo responsable.
Ella empezó entonces a sentir cuestionada su actitud, a notar otros rechazos, a escuchar murmullos de desaprobación. Su respuesta fue mirar a los demás con recelo, apartar a quien siempre estuvo a su lado, olvidar el pasado y negar el futuro. Decidió que el presente sólo eran ella y su hijo, su hijo que la necesitaba y ella, que no podía fallarle. ¿Quién tenía derecho a reprobar su actitud? No estaba dispuesta a comprender nada, porque era su hijo el que necesitaba comprensión y sólo ella podía dársela: quería a su hijo porque era su hijo, porque ella era su madre… Ni familia ni amigos le harían desistir de esa huída hacia delante, de no querer ver la realidad de un abismo a sus pies. No quería escuchar más palabras: ni voluntad ni fortaleza, ni debilidad ni fracaso… no quería hablar de esperanza, ni de amor, ni de ilusión, ni de sacrificio…Las palabras que no conocía en su juventud, las palabras que le revelaron una realidad que nunca había imaginado, las palabras que dieron forma a sus sueños, todas las palabras que había dicho y escuchado, no eran más que adjetivos, verbos o pronombres que enmarcaban las dos palabras esenciales, justas, imprescindibles de su existencia:“Mi hijo”. Luchó con renovadas fuerzas por  imponer su criterio y se sentía recompensada cuando creía percibir algún reconocimiento en los ojos de su hijo, alguna migaja de comprensión… Sabe que muchas veces ha estado al borde de la locura, que ha defendido lo indefendible contra todo y contra todos, pero siempre había una razón, una excusa, una coartada, que explicara el proceder de su hijo… También hoy, cuando ha pegado a su padre, ha dicho que estaba muy nervioso y no sabía lo que hacía, que la culpa era de su marido que no trata de entenderlo pero, en el fondo de su corazón seco de lágrimas, sabe que está cometiendo una terrible injusticia.

167- Tránsito. Por Elisabeth Bennet
169-El salvador de vidas. Por Ana y yo


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Participantes

Norma Jean:

Sencillamente, genial. Uno de los mejores relatos que he leído y que, no lo entiendo, tiene poquísmos votos y ningún comentario. Me atrevo a aventurar que estarás entre las finalistas. Narrativa repleta de sensibilidad, de detalles, de amor…. Cinco estrellas, querida amiga.


Enrique:

Totalmente de acuerdo con Norma.Me ha impactado la descripción del sufrimiento de esta mujer con una excelente prosa llena de sensibilidad e imágenes y con una gran carga de sentimientos sobre los que reflexionar.
Mi enhorabuena. Suerte en el certamen.


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