V Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen

24 febrero - 2008

4- DOBLE MUERTE EN LAS HORAS MUERTAS. Por SETARCOS

   Todo ocurrió en Siles, querida y venerada Amelia:More...
   
I.
   Sabes que soy un hombre de paz templado en la tolerancia, Amelia. Sabes que soy una persona embadurnada de sublime serenidad, bañado en la luz de la parsimonia, Amelia. Sabes que soy un hombre tranquilo como una balsa de aceite, Amelia. Un lago de aguas quedas. Pacífico y magnánimo, sin contrariedades, sin trastabillar en el desasosiego, con la regularidad de un monje cisterciense, de un ceremonioso escribiente medieval. Afable y apacible, con la mansedumbre tediosa de un cordero. Muselina. Vaselina. Sin apenas inquina. Con un barniz de indolencia. La antípoda del vértigo. Capaz de la indulgencia. Capaz de apremiar la calma, de acentuarla. Incapaz de sumirme en la vorágine de la exasperación. Incapaz de saltarme con mi voz atiplada el listón del susurro. Me conoces como a tu piel…
   Recuerdo, Amelia, indagando en el jardín apócrifo de la memoria… la ternura  con la que cuidamos aquel diminuto colibrí herido; palpitaba tenuemente su corazón y su cuerpecito caliente temblaba, zozobrando entre mis dedos como una hoja de laurel tomada por el viento. ¿Lo recuerdas, Amelia? Le restañamos su dolor y dimos alas a su libertad; batía sus plumas y espolvoreaba en el ambiente escamas de purpurina, brillantes, mágicas. Nuestros vástagos, pequeños entonces, embelesados, emocionados, enternecidos…, lloraron de alegría.
   Te acuerdas, cariño, con los chicos más crecidos…, navegando a la deriva sobre un Mediterráneo turquesa en la enorme colchoneta inflada que nos regaló la abuela… Nos quedamos dormidos los cuatro, plácidamente dormidos, bañados por un sol que alargaba sus dedos tibios para acariciarnos suavemente. Nuestra hija, medio adormilada, con los ojitos entrecerrados, todavía somnolienta, susurró: <>, y tú, amada mía, le contestaste mirándome fijamente con unos ojos aguamarina: <>.
   Siempre he querido transmitiros esa dulce paz. Cuántas veces me has dicho que la paciencia es mi virtud. Mil. Quizá más.
 II.
   Sin embargo, aquella tarde estival fue diferente. Un sol de membrillo colgaba de un límpido cielo azul. Entornando los ojos apenas podía distinguir la bóveda del implacable cielo. Me sentía como un cochinillo segoviano asado por el gran astro, ensartado en mi columna vertebral y dando vueltas a un lugar desconocido. El sofocante calor derretía las piedras. Ocurrió todo entre las doce y las dos de un cruento y soporífero mediodía de fuego y bruma. En Siles, pueblecito de paso, había sed de lluvia; hambre de sombras, aroma de olivos. Sucedió entre  la Plaza José Antonio  y la Iglesia Parroquial gótica de Nuestra Señora de la Asunción, dentro de aquel Restaurante. Los niños, morenos y zascandiles, raquíticos y fragorosos, enfrascados en su vocinglería, abotargados por la bochornosa climatología, pero desafiantes…, jugaban bañados en un sudor pegajoso como caramelo semilíquido de leche y miel, jugaban al escondite. Un viento caliente  me abofeteó el rostro obligándome a retroceder un paso antes de entrar en el Hostal San Antón, al pie de la Carretera de Hellín. Fue un cúmulo de circunstancias: el infernal calor, aquellos inocentes viejecitos, el insignificante descuido del barman, el autobús averiado, la tediosa y abstrusa espera… Apenas faltaban ciento sesenta quilómetros para reencontrarnos en la capital  e iniciar unas dichosas y memorables vacaciones…, y tuvimos que parar en aquel Restaurante con atmósfera de cordero segureño.
   Llevaba dos horas anodinas clavado como una púa en aquel asiento de roída madera y frente a un bebedizo que llamaban malta espumosa. Sudaba copiosamente. Las pesadas perlas taladraban la espuma balanceándose como pececillos en un líquido que tenía el color del oro viejo. El rocío frío  del vaso había dejado sobre la mesa unos aros olímpicos, fruto del calamitoso aburrimiento. <<¡Marchando una de aceitunas negras, de mis propios olivares!>>, gritó el barman hirsuto, violando el runrún del televisor encendido. La escasa docena de clientes, la mayoría compañeros de viaje, ni siquiera lo miraron.  
 
III.
   Toda aquella parsimonia era una prolongación secuencial de mi vida serena. Es por eso que quiero que comprendas, amada Amelia. Que deseches toda duda, que la destierres como a una proscrita al país del Olvido.
   El incidente se precipitó como una lluvia torrencial de verano: en un santiamén. Lucio y Braulio estaban en el San Antón, en la mesa contigua a la mía; eran dos viejecitos entrañables que inspiraban una miscelánea de ternura y alma, simpatía y amabilidad. Se guiñaban el ojo el uno al otro, cómplices. Una sonrisa burlona colgaba de sus labios mientras explicaban a un barman hosco e inmarcesible que un gordo turista alemán con camisa floreada les acababa de preguntar que dónde había pájaros (se suponía para comprar) en el pueblo y ellos le contestaron que en el Ayuntamiento podía encontrar todos los que quisiera. Sus risas se derramaban por las paredes del local. Luego, tornando a la compostura, contaron las tropelías de la pájara mayor: La Alcaldesa. Se daban codazos de complicidad burlona. Yo me iba incendiando cada vez más al escuchar las vejaciones más horripilantes y descabelladas que una autoridad local podía cometer en la impunidad. Fraudulentamente mordía a los lugareños con las brutales quijadas de los impuestos desmesurados .Los viejecitos alzaban la voz para que los escuchase con notoria claridad. Rajaban y rajaban con enjundia desdentada. Que si los humildes olivareros  quedaban ahogados en el aceite estancado de la miseria. Que si los sencillos campesinos habían tenido que abandonar sus tierras, ahora baldías, comidos por la iniquidad de unas tasas municipales rayanas en la explotación. Que si los pocos  ganaderos habían defenestrado las piaras sacrificándolas en pro de no sé qué supuesto acuerdo del Mercado Común. Que si todo era un atropello brutal contra una pequeña población vestida en la indefensión. La Alcaldesa, de súbito, entró en ese momento en el Restaurante, como una princesa acompañada de su séquito. El barman, serio como un pan, lo saludó: “Excelencia…”, había descuidado sobre la barra el cuchillo jamonero. El arma pacía sobre el mostrador con la hoja plateada uncida de grasa,  y reivindicando a la mujer de la balanza, la Justicia. Parecía tener imán hacia mis dedos lívidos. Y yo, resuelto como un lince, tomé el cuchillo llenándose mi mano de la furia de los infiernos y lo hundí improvisando, con desdén, impío, brutalmente… en la vejiga de la Excelentísima. Entró suave como la mantequilla. Entró hasta la empuñadura. Con sarna, rasgué hacia arriba, hasta un vientre que escupía el intestino grueso como si fuera una boa teñida de sangre que salta encarnizada estrellándose contra las copas de cristal alineadas en los anaqueles, contra las botellas de brandy, contra la pantalla en color de 24 pulgadas que quedó caleidoscópica. El estruendo fue brutal. Y tras él…, un silencio de cripta. Los viejecitos se quedaron pálidos como un lienzo, lívidos de estupefacción.
   IV.
   Amelia, te escribo desde la Institución Penitenciaria de La Modelo. Quisiera que explicaras a nuestros hijos que no soy un homicida. Ese espasmo inopinado me ha quebrado la libertad; no sirvieron como atenuantes ni el asfixiante calor, ni explicar al Tribunal de Justicia que aquellos viejecitos entrañables que inspiraban ternura estaban… ¡bromeando!, de cuchufleta transitoria, de parranda sedentaria, cabalgando sobre los lomos peludos de la burra de la burla, matando el tiempo a mi costa, echando pestes ficticias y lagartos artificiales entre los añejos labios labrados por la sequedad, entre los huecos cavernosos de sus dientes…. Estaban… ¡oh, Dios mío!, escenificando. Estaban…, ¡maldita sea la hora!, jugando, interpretando, escenificando, DIVIRTÉNDOSE  a mi costa. Me pregunto cómo pude ser tan lerdo para tragarme todas aquellas falacias y dejarme incendiar hasta cometer esa efracción deleznable…
 
V.          
Aquella excelencia resultó ser una bellísima persona, como quedó demostrado manifiestamente en el Juicio. Una ingente cantidad de pruebas benefactoras llegaron a su favor por parte de olivareros, campesinos y ganaderos, de todo un fuenteovejuna sileño. Unidos, se presentaron como un solo hombre para demostrar la dignidad de una gobernanta juiciosa, bondadosa donde las hubiere, todo un paradigma para los políticos. Todo, fue una invención de aquellos viejecitos entrañables que inspiraban una miscelánea de ternura y alma, simpatía y amabilidad. Sólo querían matar, las horas, inextricablemente, con el burlesco y satírico puñal de la palabra.
No cabe tanta estupidez en mis pocas carnes. Si hubiera tenido la sangre de hielo… Si hubiera podido acariciar la crin del viento… Una enajenación transitoria me abordó, aunque sé que no tengo excusa. Rezo venerando tu imagen, deseando que rompas tu silencio renuente, dubitativo, mineral. Mi voz, atiplada, se torna acentuadamente nasal por la humedad de la celda, se quiebra… Me pregunto por mi sagacidad de antaño, por mi mansa reflexión racional, por mi severa mente tranquila, de agüita fresca, clara, adormilada…, embelesada en el lago de la Serenidad.
   VI.
   Un sol liviano entra en mi celda como un pájaro de luz y desde aquí demando vuestra bendición, Amelia; más bien vuestra absolución, Amelia. Me tienen prohibidas las visitas, pero no el correo postal. Contestad, por favor, para no colgarme boca abajo en la indignidad, aun cuando la tinta roja descienda por mil afluentes violetas, por un candelabro de venillas que estallen en mi sien y me revienten la cabeza en mil fuegos, en mil chispas de sangre luminosa.
   Quedo a la espera de tu misiva salvadora, Amelia. Quince días me he dado de plazo, Amelia. ¡AMELIA! Mataré el tiempo recitando…, cantando y contando hacia atrás como el cangrejo ciego, contando, digo, en voz alta, los segundos que me quedan: un millón doscientos noventa y seis mil, un millón doscientos noventa y cinco mil novecientos noventa y nueve…
                                                             
Te quiere…
 
                        VII.
                          En el Registro del Centro Penitenciario La Modelo quedó archivada la carta/respuesta de su amada Amelia. El recluso ingenuo, al no obtener respuesta de su diosa, apareció balanceándose sobre un taburete tumbado, colgado de un gancho con una rudimentaria cuerda de esparto que le había quebrado el cuello: se había ahorcado. El prisionero, desinteresado por la vida, no tenía noticias del exterior, estaba aislado en la desolación, en el dolor, en la tristeza y no tenía constancia de la huelga salvaje de Correos. Él no sabría nunca que dos días después de su muerte… había llegado una Carta de Amor e Indulgencia.
(Del Bloc de Notas de un aburrido y anónimo Vigilante de Centro Penitenciario que se enjugaba las lágrimas al plegar la hermosa misiva de Amelia, la otra, la que aquí no se transcribe).
 

3- Llanto de noche. Por Fabián Peirone
5- Silencios. Por Longinos


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Participantes

bobdylan:

Me gusta la forma en que manejas el lenguaje, aunque el fondo de la historia resulta probablemente poco verosímil. Posiblemente el comienzo de la historia hace pensar en que la narración va a discurrir por derroteros bien diferentes.
Aunque reconozco que me ha chirriado un poco el empleo de la palabra ‘rajaban’, que por el tono general del relato tal vez podrías haber sustituido por algún sinónimo más apropiado.

Saludos y suerte en el concurso.


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