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50- El Silfo. Por Melkor

Lo puedo ver. Con sus ojos de color azulado, una reminiscencia de cobre en las pupilas. Su mirada atenta observa mis movimientos por la habitación, envuelto en la más absoluta desesperación. Sólo queda en mí entereza suficiente para no dejar de escribir. 

Mantener mi razón es motivo suficiente para hacerlo. Sus ojos son terribles guardianes de una oscuridad que crece con cada minuto, más profunda que las tinieblas que me envuelven y me acarician con su lengua helada; una oscuridad en mi interior, que me absorbe hasta tal punto de no ser consciente de la descomposición de mi propia alma.
Estoy atrapado. Su presencia hace de mí un ser difuso y desalmado, un arlequín sin vida. Una nube.

Todo comenzó cuando, en mis habituales paseos matutinos, recorría a paso firme un camino empedrado, desgastado por el paso de carretas tiempo atrás, con algunos huecos en los que crecían flores de color marfil. Si me preguntaran sobre mis paseos, diría que en ellos encontraba dimensiones de mi vida que el ajetreo de la ciudad no me permitía ver. Seguía una filosofía de ermitaño, y en el periodo de tiempo que empleaba errando y meditando, mi única preocupación era explorarme a mí mismo, a fondo. Destapar el pozo de sentimientos que constituyen a un hombre no siempre es fácil, de hecho casi nunca lo es, pero se convierte en un trabajo titánico si intentamos conocernos a nosotros mismos. Esta actividad mental requiere tiempo y recogimiento, y aquel camino en desuso era para mí un bastión, en el cual mis pensamientos volaban y fluían libremente, sin ataduras.
En uno de estos paseos, en los cuales me abstraía completamente hasta el punto de perder el contacto con la realidad, me vino a la mente una imagen, en principio carente de significado para mí. Sentí como si algo perteneciente al exterior hubiera conseguido perturbar el discurso que mantenía conmigo mismo, e introducir en mi mente un pensamiento oscuro y caótico.
Una ráfaga de viento susurraba en un lenguaje silencioso; ella fue la que hizo volar mis pensamientos poco a poco, hasta conseguir que esa sensación presente en mí se hiciera más grande, se inflamara y consiguiera crear cierto temor.
Había algo de siniestro en las tiernas hojas que se deslizaban suavemente por las corrientes de aire cálido que barrían el suelo, había algo extraño en el canto de los pájaros, una melodía que se ocultaba tras el espeso silencio, y sonaba hueca. El silencio se volvía sólido, y golpeaba mis oídos con inmensa fuerza, de tal forma que dejé de andar.
El bosque volvía sus salvajes ojos hacia mí, como si no hubiera advertido mis visitas hasta que el terrible silencio me delató.
No obstante, intenté seguir sumido en mis pensamientos.
No pude. Quizá ya no eran míos, sino del bosque.
El leve tintineo de las ramas que chocaban unas con otras cesó, y en mi mente se volvieron a dibujar objetos sin sentido, indescriptibles mediante la palabra, pero que creaban un terror creciente e irrefrenable que me dominaba por completo.
Un sentimiento que creemos humano, el miedo, comenzó a convertirse en algo ajeno a mí, algo que me impedía ser yo, y me impulsaba a abandonar aquel lugar que tanto apreciaba. El silencio cada vez pesaba más sobre mis oídos, y por un momento me sentí incapaz de aguantar más.
De repente todo cesó. Volví lentamente la vista atrás, y di la vuelta, para dirigirme de nuevo hacia mi casa.
El horror a veces toma forma, y se introduce en nosotros de tal manera que podemos sentir el latido desesperado de nuestro corazón. Lástima, no comprendí el aviso. La intuición nos hace sentir un miedo lo suficientemente razonable como para obedecerlo.
Ahora era tarde.
Cuán grande sería mi horror al comprobar que el camino que me había conducido hasta el lugar donde me encontraba había desaparecido. Los árboles formaban círculos a mi alrededor y tan solo quedaba la mullida hojarasca cubriendo el suelo. Por primera vez en mi vida, estaba perdido en un lugar del que no podía escapar, dado que no imaginé que mi propio pensamiento sería capaz de atraparme.
En el vano intento de encontrar una salida comencé a correr sin control, en el sentido opuesto que seguía mientras andaba. El cansancio y el frío comenzaron a empañar mis ojos, agudos cristales parecían arrojarse a ellos, y el sudor hacía que la fina arena se adhiriera a mi piel. Comencé a disminuir el paso lentamente, y caí rendido de rodillas. El suelo daba vueltas a mi alrededor, y perdí toda noción del tiempo. Un velo de oscuridad me arropaba, y el frío coagulaba la razón. Todo lo que pude hacer fue quedarme inmóvil, tendido en el suelo, y esperar poco a poco a que la pesadilla que me rodeaba penetrara en mi interior. Un agudo silbido recorría mi cabeza por entero, las formas erguidas de los árboles, antes claras, comenzaron a difuminarse y a mezclarse, y el horror ganó la batalla, oscureciendo todo pensamiento.

Ahora estoy aquí, encerrado en un lugar del que desconozco todo, no sé a ciencia cierta si creado por mí mismo. Una terrible locura se debe haber apoderado de mí, y las formas en mi mente han comenzado a tomar forma. Está vivo. Me absorbe poco a poco, y sólo me queda como atisbo de razón este trozo de papel, en el cual cuento mi historia para mantenerme cuerdo. Me observa con sus fríos ojos desde fuera, a través de las ventanas. Su piel es sombra, viento, abismo. No entiendo su terrible risa, sus movimientos rápidos, ¿a qué espera para desvelarme el horror de su identidad?
Tan sólo espera…y yo con él su aciago despertar.