III Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen


8 marzo - 2006

49- VIVIR EN LA MEMORIA. Por Carlos Cifuentes

¡Por fin en la calle! Hace tres días que no he salido para nada, atrapado en casa por esa atmósfera densa y viciada propiciada por la maraña de ideas que pululan en mi cabeza. 

Necesitaba escapar de esa prisión: que la luz del sol ilumine mis pupilas; que el aire humoso penetre en mis pulmones; que un viento de levante me envuelva y me airee. Necesito contaminarme de realidad para encontrar la senda pantanosa de la ficción por la que encauzar mi novela. Por fortuna pude eludir la vigilancia a la que me tiene sometido esa mujer, esa que dice que me cuida. ¡Ja, ja! Y ahora, por fin, estoy en la calle.

Me siento bien en medio de este plácido bullicio que, sin embargo, no consigue distraer el conflicto que se debate en mi. Le sigo dando vueltas y más vueltas a Carlos, el protagonista de mi novela. Intento adivinar como reaccionará cuando descubra que doña Ana es realmente su madre. Ella, que ha estado tan cerca de él durante su adolescencia y juventud, y que sin embargo ha mantenido una actitud distante, aséptica, sin dar muestra alguna por pequeña que fuera de quien era. Ella sabrá, en todo caso, por qué lo abandonó cuando era un bebé y por qué en aquel instante, probablemente, decidiera borrarlo completamente de su mente, de su corazón y de su vida. ¿Qué poderosas razones pueden llevar a una madre a semejante renuncia? ¿Cabe en un hijo el perdón y la reconciliación hacia su madre ante tamaña semejante afrenta? Carlos: lo más correcto sería que perdonases a tu madre y que esta encontrara el hijo que perdió hace tantos años; que el amor consiguiera superar las omisiones y ausencias; que el dolor se convirtiera en abono que haga germinar la felicidad de un encuentro perdurable ya para siempre. Pero tu y yo sabemos, Carlos, que la realidad no suele ser tan generosa; que los corazones se llenan de vacío, de ignorancia, de odio; que se cierran con siete cerrojos y que entonces se extingue la llama del amor en su interior. Encontrar esas siete llaves y prender nuevamente el fuego, amigo mío, es tan difícil.

En estas disquisiciones andaba cuando me descubro frente al escaparate de alguna librería. Es un lugar que me atrae como la flor a la abeja para entregarle ese polen con el que elaborará la más rica miel. Así ha sido siempre en mi vida y, por qué no, también ahora, estoy seguro, me va a ayudar con Carlos. Me adentro en el laberinto de pasillos y estanterías repletas de libros y más libros que exhiben impúdicos un título sugerente salido del crisol del marketing y que desvela subliminalmente su interior más íntimo con la intención que el lector alargue la mano, lo tome, lo abra, lo hojee y deslice su mirada por las líneas de tinta para quedarse prendado de aquellas palabras que con tanto tino puso allí el autor. Irremediablemente el veneno entra en el cuerpo por los ojos y el antídoto al mismo no es otro que rascarse el bolsillo. Yo he de amar a una piedra, Canciones de amor en Lolita’s Club, Memorias de mis putas tristes, La promesa del Angel, La sombra del viento, … Inspirando este aroma de papel y tinta siento la fuerza de todas las historias y personajes que estos volúmenes guardan; siento un estado de excitación y energía propios de un semental.

Y , ¿este título? Vivir en la memoria. No es solo sorpresa lo que me produce, también confusión. Tomo el libro y le miro a la cara. Carlos Cifuentes: no se quien eres amigo pero algo debemos tener en común si en algún momento pensaste el mismo título que yo para una novela. Con ansiada curiosidad abro el libro buscando el inicio del capítulo primero.

“Momentos hay en la vida en los que el alma reclama un balance del camino recorrido. Los recuerdos se convierten entonces en argumentos para un debe o un haber. Sin embargo una vida, nuestra vida, es más que unos pocos cientos de recuerdos retenidos por una frágil memoria que acogió unos episodios y desterró otros. Estos que pretendimos enterrar en el tiempo conforman también nuestra existencia, y tarde o temprano saldrán de los subterráneos para reclamar nuestra paternidad.”

Estoy aturdido. Me froto los ojos incrédulo. Vuelvo a leer el mismo párrafo, lentamente, escuchando el eco de esas palabras que retumban en mi interior. Es increíble. Abro al azar cualquier otra página esperando encontrar en ella la evidencia que no deseo admitir. Y leo:

“Cuando mi padre enviudó contrató a una institutriz para que se hiciera cargo de mi. Al verla por primera vez me hizo estremecer aquella mirada dura y helada de sus preciosos ojos azules en aquel rostro de ángel. Al instante comprendí con mi corto entendimiento de niño que alguna turbia historia mantenía el corazón de aquella mujer en el dolor y el odio. Yo iba a ser testigo de ello. Es más, yo iba a sufrirlo, estaba seguro.”

Se me han parado los pulsos. No se qué pensar. Las palabras coinciden punto por punto con las que yo he escrito en mi novela. Compruebo que la primera edición es de 1.993, y esta que sostengo en las manos es la séptima y pertenece a este mismo año. No tengo una explicación para esto.

– Carlos Cifuentes, ¿quién eres? – me encaro con él sobre la portada del libro -. ¿Cómo fuiste capaz de escribir mi novela incluso antes que yo? O acaso es … ¿soy yo quien está escribiendo la tuya al dictado?

Siento la necesidad vital de conocer qué sucede con Carlos, cómo será la relación con doña Ana después de ese reencuentro entre madre e hijo, qué nuevos rumbos tomará su vida. Tengo que saberlo. Aunque bien se que ello supone que ya nunca acabaré mi novela: otro lo hizo por mi.

– Buenas tardes, don Carlos. ¿Ya tiene su novela?
– Si, gracias. ¿Cuánto es?
– Dieciocho con cincuenta.
– Señorita, perdone. Usted me conoce, ¿verdad?
– Claro que si don Carlos. Nos visita usted a menudo.
– Gracias, muy amable.

No puedo aguantar hasta llegar a casa. Entro en una cafetería que hay en la esquina; me acomodo junto a un gran ventanal y pido un poleo. Abro el libro y voy a buscar directamente el capítulo siete pues los seis anteriores conozco perfectamente su contenido.

– Buenas tardes don Carlos. Su poleo.
– Buenas tardes. Gracias.

Curioso, también aquí me conocen. Pero lo que me interesa ahora es Carlos. Me enfrasco en una afanosa lectura, devorando líneas, párrafos, páginas. Con suma facilidad mi mente evoca las imágenes de aquellas palabras. Pasan ante mi raudas y veloces pero con diáfana claridad, como si hubieran estado ahí, ocultas en algún oscuro rincón de la memoria, testigo de episodios vividos en algún tiempo a la espera de ser rescatadas. Palabras, recuerdos, de los que no soy consciente pero que provocan en mí sensaciones, sentimientos contradictorios de alegría y dolor como el de quien recupera el cadáver desaparecido de un ser querido. En estos casos, ya no hay lugar para la esperanza.

Levanto los ojos de la lectura por un momento para descansar la vista. Mi mirada se pierde entre los transeúntes a través del ventanal, meditando las palabras que doña Ana dirigió a su hijo:

“ – Carlos: para amar es preciso tener corazón. Pero cuando el corazón te lo han destrozado ya no te queda capacidad para amar ni siquiera a un hijo, y mucho menos si este es fruto de aquel que te lo destrozó. Y tu, te pareces tanto a él.”

Me encontré con mi cara reflejada en el cristal. Vi un hombre octogenario, delgado, de pelo cano y escasa barba; que escondía tras unas grandes gafas de pasta unos ojos azules, vivarachos en otro tiempo pero ya cansados; de profundos surcos sobre un rostro muy curtido, heridas de guerra de miles de batallas disputadas a la vida; …

– ¡Oh Dios, no!

Tras el cristal apareció aquella mujer que me tenía prisionero, aquella misma que decía que me cuidaba. Ja, Ja. Y me ha visto. Maldición. Cierro el libro y apresuradamente intento salir de la cafetería.

– Papá, papá. Espera. Por favor, que alguien detenga a ese anciano.

Unas manos fuertes y robustas siento como me aprisionan el brazo.

– Usted, suélteme! ¿Qué se ha creído?
– Gracias señor – dijo la bruja aquella a mi captor-. Es un anciano enfermo, ya sabe – e hizo un gesto así como si yo estuviera loco-.
– Yo no estoy loco. Y usted no es mi hija.
– Ya basta papá. Ya me tienes más que harta; esta es la tercera vez que te escapas esta semana. Si no pones de tu parte no tendré más remedio que internarte en una residencia.
– No, eso no. Por favor. Me por taré bien.
– Y ahora, vamos para casa.

De camino a casa imagino el salón de una de esas residencias, repleto de ancianos, todos ellos con una vida ya vivida que apenas recuerdan y que confunden con la realidad. Ancianos que fueron hombres de negocios, artistas, trabajadores de la construcción, operarios de fabricas, amas de casa, incluso marqueses, esposos y esposas, padres y madres, puede que abuelos y abuelas también. Y que hoy están ahí, apartados en algún rincón oscuro de la memoria, tan oscuro como el suyo propio, reclamando salir a la luz. Pero en estos casos, ya no hay esperanza. Solo olvido y esperar que el olvido se consuma. No, definitivamente, no quiero ir a uno de esos sitios.

Al llegar a casa mi guardiana, esa que dice que me cuida, me trae un vaso de leche caliente con galletas y unas pastillas. Me siento a leer mi novela.

“Muchos años hace ya que me desterré de este lugar que ignoró mi existencia, que despreció mi perdón y cariño, que me negó el amor. Hoy vuelvo, con el corazón estrujado por la pena, con rosas en las manos que adornarán tu sepultura, con una oración en los labios implorándole al Altísimo su misericordia para con tu ofensa. Siempre fuiste mi madre, por más que me negaras ese derecho; siempre te llevé conmigo, a pesar tuyo, aunque me acompañó el dolor de tu desprecio; siempre esperé en ti, por más que pasara el tiempo. Y ha tenido que ser cuando ya la vida te abandonaba, para no darme la oportunidad de agradecértelo, para no tener que sufrir un beso y un abrazo, que por fin te has decidido a ser mi madre y decirme: Carlos, hijo mío, perdóname.”

Los ojos se me llenan de lágrimas. Me levanto, voy a la cómoda y de un cajón, entre la ropa, saco un cuaderno de niño. Las páginas amarilleadas por el tiempo sostienen frágiles trazos de tinta ya violácea. Entre ellas, una foto, de una mujer de preciosos ojos azules y rostro de ángel. La contemplo unos minutos, en silencio, sin pensar nada, sin que ningún recuerdo aflore. La vuelvo a guardar en el cuaderno y este en la cómoda. En el buró recojo los papeles de mi manuscrito, abro la parte de abajo y allí los dejo, junto con otros manuscritos de la misma novela que corrieron igual suerte. Tomo el libro para dejarlo en la estantería junto con otros libros, junto con otros ejemplares de esta misma novela que, al parecer, he ido almacenando durante estos años. En un estante llama mi atención una placa de color dorado sobre madera de caoba. Me acerco, la tomo en mis manos y leo:

PREMIO DE NOVELA EL OTOÑO DORADO 1993
PRIMER PREMIO
Otorgado a
Don Carlos Cifuentes Robles
Por su novela
VIVIR EN LA MEMORIA
En Madrid, a 10 de Octubre de 1993.
Fundación Para La Difusión
De Las Letras Y La Cultura Iberoamericana

Dejo la placa en su sitio. Me voy a cenar.