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45- Historia de un hombre que volvía a casa. Por Hombre libre

Era uno de esos días. Sí, ya saben, uno de esos días tristes en los que volver a casa, despacio, tranquilo, hace las delicias de la mente, que solitaria se revuelve sobre sí misma.Supongo que me entienden, les hablo de esa sensación de levedad placentera que hace que el repetitivo camino de vuelta al hogar encarne un algo –llámenle desasosiego, relax, alivio- que no se aprecia el resto de los días. El cuerpo quiere llegar a casa, descansar con mayúsculas, es decir, con todos los cachivaches que en casa de cada cual existen para tal efecto. Pero la mente, que revolotea de asunto en asunto, se calma por un momento, se posa en el extremo del pétalo de una hermosa flor, que con su peso acaricia la posibilidad de quebrarse, y susurra: “Relájate, disfruta de la hermosura que rodea lo cotidiano, olvida la hora que es, lo que harás cuando llegues a casa y si archivaste aquellos documentos.” El todo se convierte en accesorio, tan perfectamente prescindible que se aparta con un simple manotazo del horizonte de tu vida, y solo tú eres totalmente necesario. Te conviertes en alguien que sabe disfrutar de sí mismo.
Era uno de esos días, y además parecía que a todo el mundo le daba igual. La normalidad con la que se desarrollaba el día a día de los que despreocupadamente se cruzaban conmigo por las calles, estaba cercana a dejarme sorprendido. Algún juego de sentimientos dentro de mí, me hacía sentirme decepcionado por el poco interés que mostraban por mí mis semejantes. Quiero decir, no me refiero a la gente cercana a mí, sino a cualquiera de los desconocidos que paseaban por las calles de mi ciudad. Además el tiempo no acompañaba, porque ni hacía un calor pegajoso del que poder quejarse, ni llovía a cantaros contra la calva que acreditaba que hacía ya tiempo que dejé de ser joven. Y en general, todo parecía igual de poco importante.
Me mantuve caminando por la misma acera recta que me llevaba hasta mi barrio de viejas casas color ceniza, donde los trazados de las calles eran a menudo extrañamente quebrados por chabolas que nunca debieron construirse. Me mantuve en esa acera hasta que, llegando a mi barrio, a lo lejos puede ver como dos personas, un hombre y una mujer, ataviados con zapatillas de casa, discutían en el portal de su casa con maneras que a mi me parecieron violentas. Ella llevaba un batín rosa con un estampado azul, que necesitaba desde mucho tiempo atrás el abrazo del detergente. Él tenía la cara marcada por los tristes finales de noches de borrachera y su cara me sonaba de haberle visto ya antes. Me cambié de acera sin inmutarme demasiado e intentando no mirar descaradamente, pero por supuesto sin dejar de mirar. Creo que subconscientemente esperaba el momento en el que él se cansase de la discusión y decidiese zanjarla de un tortazo. No tardó en llegar. Él la golpeo con el puño cerrado de tal manera que la hizo moverse hacia atrás metro y medio antes de desplomarse, y sin embargo él permaneció firme ante ella con el único movimiento leve de su larga y morena melena balanceándose. Ella todavía tendida en el suelo, levantó la cara y le dedicó una mirada de toro herido y humillado, que solo tiene la barrera para protegerse. A medida que me acercaba contemplando la escena, pude distinguir como un pequeño perro, de pelo rizado y sucio, ladraba con energía a quien acababa de golpear a su dueña. Ladraba con todas las fuerzas que la lealtad podía conferir a un animal tan pequeño. Alternaba sus ladridos con gruñidos, y de esta forma se erigía como un tótem de la sensatez en medio de aquel desierto. El perro esquivó una patada con poca fuerza que buscaba recordarle los insignificante que era. La mujer se levantó del suelo y se metió en el portal.
Solamente una vez presenciada la escena completa pude mirar de nuevo a ningún sitio. Pude no pensar en el hecho de que un insignificante perro fuese más valiente que yo, pero decidí hacerlo. Creo que me sentí con fuerzas para hacerlo porque sabía perfectamente a que conclusión llegaría. Acabaría pensando que mi falta de sensibilidad ante este tipo de cosas es algo usual entre los que hemos crecido en un sitio como mi barrio. Entiéndanme, no me las quiero dar de chico problemático que tuvo una infancia difícil, afortunadamente la autoridad de mi padre no pasaba pegar a mi madre. Pero en un sitio tan pequeño, todos, incluso los niños, sabíamos quien pegaba a quien; y también sabíamos –porque nos lo habían enseñado- que esas eran cosas en las que no había que inmiscuirse. Sin ir más lejos, mi tío, el hermano de mi madre, un hombre bajito y malhumorado que se ganaba la vida trapicheando, robando y haciendo otras cosas de dudosa honorabilidad, era el macabro autor de los moratones que a veces lucían mis primos por todo el cuerpo. Y allí nunca pasaba nada, es decir, tuve una suerte de padres que aunque casi analfabetos, me explicaban con bastante atino que tipo de cosas estaban bien y cuales no; pero nunca pasaba nada.
Y así arreglaba mi conflicto sobre lo insensible de mi existencia: el barrio, los ambientes, las compañías y otra vez el barrio. Salir de allí todos los días para trabajar en el centro no me iba a imbuir de sensibilidad poco a poco, demasiado tarde para alguien de mi edad. Pero lo que si provocaba era que me diese cuenta de mi carencia y me lamentase por ser consciente de mi desgracia, es decir, dos veces desgraciado. A veces, el único consuelo que encontraba, era pensar que había quienes pasaban el día sin haber salido de ese agujero situado a las afueras de ese otro gran agujero mas elegante. Amanecían, vivían y veían atardecer con el mismo horizonte; nacían, crecían y morían rodeados del mismo olor a esperanza muerta. No me malinterpreten, en realidad no es para tanto, solo es cuestión de acostumbrarse. Yo en cambio había conseguido lo que de pequeño era mi sueño: desligarme por unas horas de aquel mundo, mi mundo; para ir a parar a ese otro que se veía por la tele, el de la gente que vive atareada en la ciudad entre el clamor de los acelerones y el rumor de la muchedumbre. Lo había conseguido prácticamente solo, bueno, gracias a la ayuda de mis padres, que me enseñaron a volcarme en mis estudios a la par que mis amigos me enseñaban a robar chucherías en las tiendas. También había conseguido un trabajo, nada excesivamente bueno, solo mesa propia y una larga cadena de mando en la que yo era el escalón más bajo; pero me permitía realizar cada mañana mi sueño en forma de huída. Invertí el dinero que ganaba en cuidar a mi madre en sus últimos años de vida, pero de eso hace ya mucho. Cuando murió, el dinero que cobraba pareció multiplicarse, y en vez de cambiar mi humilde estilo de vida decidí ahorrarlo. Así pude comprarme pronto una casa. No era gran cosa, un pequeño piso, que empezó siendo barato y que acabó siendo más barato todavía ante la inexistencia de compradores que quisiesen hacerlo suyo; pero por lo menos este sí estaba hecho de ladrillo. El bloque de pisos estaba en las afueras de mi barrio, de tal forma que todos los días caminando hacía casa tenía que atravesar aquella película mal contada que era la barriada que me vio crecer, y que me recordaba, muy a mi pesar, dónde me encontraba. Si lo piensan es gracioso, cuando por fin consigue uno juntar algo de dinero, en vez de acercarse a su sueño, acaba viviendo a las afueras de las afueras de su sueño. Antaño, en el solar vacío que nunca imaginó que albergaría tal privilegio, acumulaba chatarra un hombre muy conocido por todos. El tío Julián se llamaba, aunque no se le conocía sobrino alguno. Y era conocido porque, cualquiera que pudiese decir algo sobre él, aseguraba categóricamente su valentía, ya que “solo una cosa teme el tío Julián, los galones de la Benemérita”.
Continuaba mi camino, y el día continuaba siendo uno de esos, ya saben: apagado y triste. Y el destino, con su humor de risa quebrada, decidió poner en mi camino a una de esas personas con las que normalmente te enfrentas, quiebras a izquierda o derecha y sales congratulándote con el alivio que te produce su no presencia. Uno de esos pesados de libro, que a menudo son buenas personas cuyo único pecado es no poseer habilidad alguna en la conversación. Con uno de esos me topé sin quererlo. Con ese mejor dicho, era él y no otro, el más, el rey del hastío en mi barrio. Un hombre del que sabía yo bien poco, no porque no se hubiese empeñado en contarme sus mil aventuras y desventuras, sino por el poco interés que despertaban en mi persona. Con el tiempo, mi capacidad de abstracción me había regalado la habilidad de ignorar sin que se me notase. Puse mi mejor cara y fingí mi mejor saludo, y lo hice aun sabiendo que esto provocaría que mi paseo a solas acabase convirtiéndose en un paseo acompañado. No decepcionó como de costumbre; se adhirió a mí como lo hacen dos enamorados en pleno brote de pasión, pero salvando las diferencias. Y disculpen que no les diga su nombre, no es una cuestión de anonimato, simplemente no puedo recordar si alguna vez llegué a saberlo. Algo oí al principio, creo que sobre algo que había pasado a alguien en algún lugar, no muy lejos de donde nos encontrábamos. Lo siento, mi poca concreción se excusa con el hecho de que prácticamente desde la primera frase que intercambió conmigo, su voz pasó para mí a formar parte de ese ruido de fondo que nunca escuchamos. Retomé nuestra conversación, o su monólogo si lo prefieren, en el momento en el que se despedía. Nuestros caminos se bifurcaban, banalidad que agradecí a Jesucristo, a Mahoma y a la diosa Fortuna a partes iguales.
Mi camino se acababa. Doblé la esquina con entusiasmo y al fondo pude ver, alzándose tímidamente, el bloque de tres pisos. La fachada estaba ennegrecida por el pasar del tiempo y por la cadencia con la que transcurría; y a esa fachada tan sucia, se asomaba pequeñita, la ventana de mi pequeña cocina. Por fin llegaba a casa.