III Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen


8 marzo - 2006

40- Entre botellas. Por BNK

 

Un volante, una carretera. Un volante, una carretera. Un volante, una carretera. Y en el fondo del camino, un despertador que suena.

El despertador. Ese artilugio maldito con cuyo reposado tintineo se convive poco antes de capturar el sueño, pero que por la mañana, a la hora que uno le diga, se convierte en el auténtico amo de la edad contemporánea.En mi caso, el objeto mecánico carece de relevante función y su chillido matutino es algo circunstancial. Lleva la orden de que suene a esa hora desde hace mucho tiempo y así le dejo vivir y que haga lo que mejor sabe. Mi verdadero despertador es el temblor, y no el del frío. Que estamos en mayo.Me levanto y como un gobernante medieval evacuo mientras departo los asuntos de estado, que no son más que los sabores pegados al paladar y dejados a su suerte la noche anterior. Y la de antes de la anterior. Y la de los últimos…siete años. Más o menos. 

En ese sentado instante, sin mirar a nada y evidentemente a nadie, regurgito muchas cosas, no sólo pequeñas sustancias líquidas y sólidas. Regurgito vestigios del pasado, ese que tiré por la misma abertura del inodoro que se lleva mis asuntos de estado. Y también dolor, mucho dolor.

Pero llega el momento cumbre de mi insano despertar. El encuentro sórdido y escabroso con mi querido y churreteado espejo. Ese libro abierto cuya lectura dejé hace tiempo, pero que por algún motivo, quizá una corriente de aire, cada día se abre por una página distinta, mostrándome todas las mañanas también una cara diferente.

Los imberbes tumorcillos faciales desaparecieron, dejando el camping de mis mejillas libre para su nuevo poblador. Y no es éste más que un lento despellejamiento blancuzco sobre fondo rosado. En este preciso minuto de mi cita con mi querido y churreteado espejo, quisiera arrancarme la cara como en aquella escena de Poltergeist, pero no puedo, y lo único que hago es verter agua fría sobre las ascuas. La grata sensación es sólo la de esa serena y quieta toalla y su fragante olor a usada.  

Tras vestirme con mi adorado chándal, apago la luz de la habitación sin encender ninguna más, como una persona invidente que durante años ya sabe manejarse por su casa sin necesidad de luces. Las únicas que veo son las fluorescentes agujas del reloj de la entrada, ese que me da la hora cuando cojo las llaves. Las siete de la mañana, buena hora para seguir despellejándome las mejillas.

–                     Buenos días, Rafael.

–                     Buenos días. – Me responde Rafael con su aguardentosa voz de gañán sin levantar la cabeza de su barrido viario.

Entro en el bar, donde el tufillo a café me recibe sin aplausos.

–                     Buenos días. – Saludo al entrar.

–                     Buenos días. – Contestan los albañiles que toman el café antes de entrar al tajo. Parecen muñecas todos junto a la barra, y su saludo se diría que es de uno sólo de ellos.

–                     Buenos días, Jorge. Me pones una cerveza, por favor. – Le pido al camarero y dueño del bar con mi mañanera y fresca sonrisa.

Jorge no responde a mis buenos días. No dice nada. Pero al menos me sirve la cerveza. La segunda sonrisa del día es para las muñecas de la barra que me miran curiosas mientras destapo con mi mechero la cerveza, ya que Jorge no ha tenido la amabilidad de abrírmela. Este Jorge.

La cerveza es mi única amistad en el bar. Con el primer buche, siempre el peor de todos, se cierran los asuntos de estado del paladar, despertando las ganas de un pitillo. Al hacerlo, el calorcillo de la llama del mechero roza las despellejadas mejillas, alumbrando el verdadero motivo de su desolladura. 

Alcoholismo. Así se llama el perpetrador de mis temblores matinales. Alcoholismo. Ese es el causante del despellejamiento de mi piel facial y de esas manchitas minúsculas y amoratadas que habitan por la misma zona.

Alcoholismo; hígado al borde del caos. Delirios trémulos antes de salir el sol. Tambaleos. Miradas de desprecio en los mayores y de burla en los pequeños. Mal olor. Ocasional sobriedad. Hogar en el bar. Soledad.

Esa es mi razón de ser, el alcohol. El director de la película de mi cerebro. El que me concede horas y horas de interminables soliloquios acabados con una caída o un vómito.

La primera  cerveza cae bien y ya están mis ojos buscando a Jorge para la segunda.

Los currantes se van a la obra. Me quedo sin sus voces y con el irritante silbido de Jorge, que ya me ha servido la segunda botella; ahora si me pone el vaso que antes le faltó.

Las ocho de la mañana. Entra Rafael el barrendero y le dice a Jorge que su coche está estorbando. El camarero sale y deja el bar solito para mí. Cosa extraña. La última vez que lo hizo no salimos bien. Nada grave, sólo que yo y mi borrachera vimos las tiras de cupones de los ciegos a mi alcance. Había muchos. Suficientes como para venderlos lejos de allí sin que nadie me conociese, y con la recaudación bañarme de gloria. Y de cerveza, claro. Pero el muy pillo entraba en el momento en que me alzaba desde el taburete al otro lado de la barra, el que a él le corresponde, justo cuando con una sola mano levantaba el culo de la botella de ‘’Dyc’’ que los sujetaba para cogerlos.   

–                     ¿Tú qué coño haces? – Me disparó con su halitosis.

–                     Eh Jorge, no pienses mal. Se habían caído los cupones al abrir la puerta con este airazo y los estaba poniendo en su sitio. Joder. – Me atreví a excusarme.

–                     ¡Fuera de aquí! – Fue su llameante segundo ataque.

–                     Cuéntalos. Verás como no te falta ninguno.

–                     Que te vayas o llamo a la policía. – Amenazó.

–                     Qué hijo de tu madre. Acusarme a mí de querer robarte a estas alturas. Ladrón tú, que una noche me pediste cien pesetas por una ‘’media’’ y a la mañana siguiente me pediste un euro, que son sesenta y seis pesetas más por la misma botella. – Encima le eché cara.   

Aquella noche había bebido un poco más que las anteriores, pero menos que las siguientes. De eso hace ya mucho tiempo, como también bastante que Jorge había vuelto de aparcar el coche.  

Ya son las nueve y media, y no sé el motivo, pero resulta curioso que siempre es a esta hora cuando pierdo la cuenta de las cervezas que me he bebido. El tiempo es mucho más relativo e inconstante para las personas que beben.

Jorge ya ha hecho las paces conmigo, al menos eso es lo que demuestra al permitirme la entrada a su grasiento local de tortillas frías y ensaladillas rusas. En el fondo me quiere. Casi tanto como yo a él. Mientras pienso esto, me enciendo otro cigarrillo y río solitariamente, igual que ése infeliz al que le han contado un chiste dentro de su locura y se ríe ante la maliciosa mirada de la gente.  

Sobre las diez mi mundo, el mundo, el universo incluso, se para. En esa hora de la mañana, cuando vienen los estudiantes de la academia y las mamás a tomar el café tras dejar a sus hijos en el colegio, entra ella. El único animal que interrumpe mis silenciosos monólogos. No ladra, no maúlla. Ni siquiera suelta pelos. Pero sí que habla, gesticula y tiene una melena…  

Hoy viene con la morena de pelo cortito y la rubia pechugona que un día descubrí que es la interventora del banco de enfrente. Son meras damas sin honor que la secundan y abren paso envidioso a su increíble belleza. Pero ay, qué belleza atrapada la tuya amor mío. Tus ojos revelan cierto aire de cosificadora existencia. Dime mi amor, ¿quién es tu carcelero?

Qué barbaridad. Hoy se ha sentado justo enfrente de mí y mientras se unta la mermelada, me ha dirigido una desinteresada y vacía mirada, sonriendo sabe Dios porqué.  

Mi corazón salta y salta animándome a dirigirme a ella. A su escote. Al cruce de sus piernas que parece la pista de aterrizaje donde yo quisiera tomar tierra.

Podría armarme de ese valor perdido y con educación decirle, decirle a las tres, que si me permiten invitarlas al desayuno. Seguro que las otras dos sonreirían y aceptarían, pero temo que ella, con su porte y su categoría, no estuviese de acuerdo.

Luego está el problema de mi fachada. A mis cuarenta años no estoy tan mal, pero ésta carga empapada de alcohol que me mortifica y deteriora mi aspecto…

Hoy sí. Hoy voy a atreverme. Cuando se me pase la flatulencia que trae consigo la quinta cerveza y que tras años de sufrirla he descubierto que tapándome con la mano la nariz y la boca se pasa, lo voy a hacer. Y quién sabe después lo que ocurrirá.  

Primero al baño, a ver cómo estoy. No quiero que ninguna mancha la atice. Debe de ser perfecto. Amor mío, allá voy.

Pero qué mala suerte tengo. Justo al salir del baño la flatulencia vuelve atada a un dichoso mareo. Y me caigo junto a una pila de cajas de cerveza. Ahí, entre botellas. Que es donde debo y siempre estoy.

El golpe ha sido tremendo y un dolor en el hueso del culo revienta a la culpable de todo, la flatulencia. Mi gozo en un pozo. Mi plan en el frío suelo.  

Sin querer abro los ojos y veo a Jorge tendiéndome la mano.

–                     Venga, Mariana. Ya has bebido bastante. Te llevo a casa.

–                     Es que he salido del baño, no recordaba las cajas y he tropezado.
–                     Si, no sé quién ha podido poner esas cajas ahí para que te caigas. Pero vamos, que voy a cerrar ya. – Me dice Jorge más amable e irónico que de costumbre.
–                     Pero qué dices cerrar, si son las diez de la mañana.
–                     No. Son casi las once de la noche. Llevas aquí todo el día. Ya has bebido mucho y yo cierro ya. – Las palabras de Jorge suenan como la palada de tierra sobre un ataúd. Al levantarme veo que es de noche, el bar está vacío y mi amor ya se ha ido. Jorge me lleva a casa y aunque lo veo como una imagen televisiva sin sintonizar, me doy cuenta de su favor.
Es lo que tiene ser una alcohólica solitaria y silenciosa, que siempre te llevan a casa.

Vuelvo a mi deshecha cama. Vuelvo con mis frases de borracha dichas a todo el mundo y a nadie. Jorge se va y me deja con el tintineo de mi fiel despertador. Con mi soledad y mi oscuridad. Con la imagen viva, y que algún día tocaré, de mi amor cosificado. De mi animal enjaulado.   

Ven aquí amor mío. Te amaré como nadie pese a mi maloliente estado. Con la ternura que sólo las mujeres sabemos dar.

No te vayas mañana. No me dejes nunca. No vivo tan sola. Vivo con mi despertador y entre botellas. Pero por ti, lo dejo todo.