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37- «Una buena salud» Por THOR

-La verdad, señor comisario, desde que cumplió los noventa años, mi hermano ya no es el mismo. Si usted me lo permite, ahora que tengo un momento de respiro, quizá pueda expresar con claridad lo que ha pasado.
Dirá usted que a esas edades la gente suele cambiar a ojos vistas. Puede ser. Pero es que lo suyo es algo especial; cómo decirle, algo de otro mundo. Entre él y yo jamás ha habido problemas. Siempre hemos estado muy unidos. No quiero decir que pensemos igual, que sintamos igual; quiero decir que no hay discrepancias apreciables entre nosotros. Y nuestro modo de ser es muy semejante. Por ejemplo, tenemos el mismo concepto de la vida y de la muerte. Sobre todo desde hace diez años.
-Muy bien, señor Madariaga-, repuso el policía, que hasta entonces había escuchado al anciano con curiosidad y paciencia desde el otro lado de la mesa-. Pero, discúlpeme, no veo qué relación tiene todo eso con la desaparición de su hermano Jacinto…
-A eso iba, señor agente. Es comprensible que para la policía lo importante sea lo que usted llama la desaparición…
-Hombre, según sus vecinos, a su hermano no le han visto ni una sola vez en los tres últimos meses. Ni en la terraza, ni el jardín, ni dando su acostumbrado paseo por los alrededores de su casa. Si eso no es una desaparición…
-A veces las cosas no son lo que parecen. En su vida profesional habrá tenido sobradas ocasiones de comprobarlo.
-Claro que las sorpresas no faltan en nuestras investigaciones, y no son raros los casos que terminan de la manera más insospechada. Sin embargo, en el caso de su hermano se dan circunstancias particularmente extrañas.
-¿Cuáles son, si puede saberse?
-En primer lugar, no es nada común que un caballero de noventa años desaparezca -llamémoslo así de momento- y que usted, su único familiar directo, que vivió bajo el mismo techo que él toda la vida, no denuncie el hecho a las autoridades. Han sido dos de sus vecinos quienes, alarmados, nos lo han comunicado. Por otro lado, la hipótesis, habitual en otros casos, de que su hermano se haya marchado en busca de aventuras sin decir esta boca es mía, tampoco es muy corriente que digamos en asuntos como el que nos ocupa, sobre todo teniendo en cuenta la venerable edad del desaparecido.
-Un poco de paciencia, señor comisario. Iba a decirle cómo fueron las cosas. Precisamente porque la situación es anómala, deseo ponerle en antecedentes. No se preocupe, mi hermano no ha desaparecido. Y tampoco se ha marchado a recorrer el mundo. Ya lo hicimos los dos hace muchos años…
-Eso me tranquiliza, señor Madariaga. Por favor, vayamos al grano, si es usted tan amable-, repuso el policía echando una rápida ojeada a su reloj de pulsera.
Ernesto Madariaga, anciano de elevada estatura, complexión fuerte y mirada profunda y serena, se acarició su blanca melena con aire pensativo y continuó:
-Procuraré abreviar, señor comisario. Todo empezó cuando Jacinto y yo cumplimos ochenta años.
-¿Al mismo tiempo?
-El mismo día y a la misma hora. Somos hermanos gemelos auténticos.
-Lo ignoraba. Eso significa que son ustedes iguales…
-En efecto. Y esta circunstancia no nos ha causado grandes inconvenientes . Lo esencial es que nuestra mente y nuestro corazón funcionan al unísono. Este extremo hemos podido comprobarlo sin lugar a dudas a lo largo de toda una vida de convivencia. Estamos profundamente compenetrados. Siempre hemos vivido en paz. Ambos somos solteros, y esto ha hecho que no existan interferencias de orden familiar entre nosotros. Usted me comprende: muchas veces las mujeres, los maridos, los hijos y los diversos intereses levantan barreras difíciles de franquear.
-Eso es muy cierto…
-Pues bien. Al cumplir los ochenta años, empezamos a presenciar un hecho muy curioso: cada vez que uno de nosotros estaba despierto, el otro dormía. Al principio nos parecían simples coincidencias, incluso divertidas. Por ejemplo, yo me levantaba de dormir la siesta, pasaba por la habitación de Jacinto para saludarle, y en ese preciso instante él se dormía. Por la noche, advertimos, cada vez con mayor frecuencia, que en cuanto uno de los dos se despertaba de madrugada, el otro, que estaba despierto, se hundía en un profundo sueño…
-Sí que parece raro, pero puede no ser más que una casualidad, una anécdota familiar, por decirlo así.
-Eso es lo primero que pensamos. Sin embargo, muy pronto nos dimos cuenta de que ese hecho se producía de manera sistemática e indefinida, día tras día, semana tras semana, y comprendimos que se trataba de algo más que de una simple coincidencia. No podíamos desentendernos de una cosa así. Teníamos que ir al fondo del asunto. Empezamos a hablar de ello entre nosotros, y no tardamos en abandonar nuestros temas de conversación habituales para concentrarnos en éste que, después de todo, nos afectaba a ambos de manera directa y creciente.
En resumen, lo que pasaba es lo siguiente: cuando yo estaba despierto, ocupaba el lugar de Jacinto -digámoslo así-, pues, durante ese tiempo, él estaba durmiendo. Y a la inversa, cuando él estaba despierto, era yo el que dormía, o me encontraba ausente, si usted lo prefiere. Lo sorprendente es que todo sucedía de manera espontánea e involuntaria. Esta situación la vivimos muchísimas veces. La duración del sueño y de la vigilia era muy variable. Y eso es lo que más nos intrigaba al principio y nos ha venido inquietando cada vez más. Todo empezó, como creo haberle dicho, cuando cumplimos los ochenta años, justo hace diez…
-El caso es, en efecto, francamente curioso, por no decir excepcional. Sin embargo, hay algo que no comprendo: si nunca estaban despiertos a la vez, ¿cuándo y cómo conversaban?
-Se lo iba a explicar. Es muy sencillo. En vista de que, tal vez por designio divino, los estados de sueño y vigilia los teníamos intercambiados de ese modo, se me ocurrió la idea de dejar a mi hermano una nota sobre la mesa del salón cada vez que el sueño amenazaba con vencerme. En la nota le pedía que él hiciera lo mismo antes de irse a la cama o al menor síntoma de sueño. De ese modo nos hemos venido comunicando durante estos diez últimos años.
-La idea parece ingeniosa y acertada. Claro que eso no explica lo más importante…
-No se preocupe, enseguida termino. En vista de que las cosas seguían igual, nos pareció conveniente consultar al médico, quizá a un psicoanalista. Pero lo pensamos mejor y decidimos no hacerlo, al menos de momento. Después de todo, la situación no era, ni mucho menos, desesperada. Era extraordinaria, que es cosa bien distinta. Nuestra salud era tan buena como de costumbre y habíamos resuelto el problema de la comunicación. Claro que, al principio, era penoso renunciar a nuestras largas conversaciones y tener que comunicarnos mediante notas manuscritas. También tuvimos que suspender los pequeños paseos que a veces dábamos juntos, aunque esto era lo de menos, pues por lo general solíamos pasearnos por separado.
El verdadero problema surgió hace cosa de tres meses. Debido al sofocante calor que sufríamos por aquellos días en la ciudad -y que usted sin duda recordará-, tenía yo grandes dificultades para conciliar el sueño. Sabiendo que mi hermano no despertaría mientras yo no me durmiese, le escribí numerosas notas (en previsión de que por fin me pudiera dormir), en las que le animaba cariñosamente y me disculpaba por mi tardanza en “liberarle”. Probé toda clase de somníferos, consulté con diversos especialistas… Y ningún remedio daba resultado. Como le he dicho, tanto mi hermano como yo hemos gozado siempre de buena salud. Estamos acostumbrados a resolver las pequeñas dolencias con remedios caseros, ejercicios respiratorios y paseos por el jardín. Supongo que por eso no me hacían ningún efecto los fármacos…
-¿Cuánto dura esa situación?
-Tres meses, día más o menos, señor comisario.
-¡¡¡Cómo!!!- Gritó el policía poniéndose en pie de un salto-. ¿Quiere decir que ha guardado usted en su casa el cadáver de su hermano durante tres meses?
-No, señor. Jacinto está en su habitación durmiendo como un bebé. Según el doctor, es un muerto que respira como si tal cosa. Puede usted ir a comprobarlo cuando guste. En cuanto a mí, bien quisiera dormir unas horas para que Jacinto se despertase. Estoy también en manos del médico, pero el médico está tan asombrado como yo. Me dice que el estado de insomnio permanente no afecta en absoluto a mi salud de hierro. Esta vez, sencillamente, Jacinto duerme más de lo cuenta y yo no sé cómo dormirme. Pero las cosas son como son. Es lo que le digo en la última nota anticipada que le he escrito: “Lo siento, hermano mío, pero es mi turno”.
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