III Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen


6 marzo - 2006

29- Reflexiones deconstruidas. Por Tokyo Monogatari

A Jim Ballard

LA OTRA ORILLA

Mi mente está tan podrida que ni siquiera puedo recordar que es lo que me asquea. Si fuera capaz de sacar mi cerebro de mi cráneo y hurgar en esa jodida masa de mediocridad gris tal vez, sólo tal vez, podría sacudir a los demonios que la infectan hora a hora, minuto a minuto, segundo a segundo, durante todos los putos días de todos los putos años de mi vida que alcanzo a recordar. .Recuerdo las galletas con cacao que comí un fin de semana hace diez años y, sin embargo, no puedo recordar el viernes pasado, ni imaginar el sábado próximo. Mis planes de futuro siempre se acaban yendo por el retrete, así que he decidido dejar de hacer planes de futuro. Al fin y al cabo, el futuro no existe, al menos no hasta el próximo minuto… y quizás no esté aquí entonces. Así que para qué obsesionarse con algo que pasará delante de mis narices sin darme cuenta. Resulta de muy mal gusto esperar el momento adecuado para mover ficha y al final moverla mal, además de ser algo jodidamente frustrante.
He decidido que yo no quiero ser feliz. La felicidad está bien para un rato que siempre resulta demasiado corto, pero aspirar a ser feliz es tan inútil como esperar que la humanidad se vuelva buena y se instaure la paz mundial.
¡¡Lobotomía!!, no sé porque me acuerdo de Jack en el nido. Aunque a él lo único que le hacían era churrascarle un poco el cerebro. Lo justo para que dejara de ser un problema, lo justo para que dejara de ser Jack y se convirtiera en una mirada perdida y una sonrisa estúpida. La gente anhela la felicidad, la persiguen y cuando creen haberla encontrado la estrujan para sacarle todo el jugo y acaba por estallarles en la cara. Buscan la felicidad en pantallas de plasma, coches caros a los que sacan lustre los fines de semana, viviendas unifamiliares y muebles de Ikea que montan ellos mismos para “desarrollar su creatividad”. Este es el resultado de su felicidad: una vida vulgar con una familia disfuncional, una ulcera sangrante y el primer infarto a los cincuenta. Años más tarde los padres odian a sus hijos y los hijos ignoran a sus padres. Después el padre muere, el hijo se convierte en padre y comete los mismos errores que aquél, sólo que aderezándolos con algunos de su propia existencia de generación X. El ciclo se repite hasta el fin de los tiempos y una extraña secta que adora a un muñequito de plástico cabezón planea un suicidio masivo. 20 millones de personas se quitan la vida. 20 millones de personas alcanzan la felicidad. 20 millones de personas dejan de mirar sus pantallas de plasma, de conducir sus coches caros, de dormir en sus camas de Ikea y de pasar su existencia en sus casas unifamiliares. Yo miro la otra orilla y prometo que no me haré viejo sin sentir su fina arena bajo mis pies.
Me siento la escoria de la sociedad. Soy un punto negro en el culo de un dios menor. Ser la escoria de la sociedad tiene una ventaja: no hay nada que perder, ni pantalla de plasma, ni coche caro, ni casa unifamiliar. Nada, sólo la libertad. Por eso mi libertad es tan importante para mí, al fin y al cabo es lo que me ha salvado todos estos años. Estás tú y un mundo atestado de centros comerciales que te mira con desprecio mientras la gente va a las rebajas, come en Burger Kings y pule su cuerpo inhumano en gimnasios de diseño.
A veces, me sorprendo pensando en un nuevo holocausto. Mi mente se llena de banderas con esvásticas y miles de personas alzan su brazo derecho en un rígido saludo castrense para dar la bienvenida a un nuevo Mesías con ojos de demonio. Cuando el terror me coge por el cuello y me arrastra hacia el agujero que hay en el centro de mi cama, un tierno ángel nazi corta el hilo que sostiene la espada de Damocles que cae a toda velocidad sobre mis pensamientos.
Seis cuarenta y seis de la mañana: un sol anaranjado es decapitado por un horizonte de monstruosas siluetas de hormigón. Abro los ojos y miro por la ventana. Un bosque de antenas de televisión se cierne ante mí. Hoy puede ser un mal día, pienso. Uno de esos días en los que sólo te apetece dormir dieciséis horas seguidas y quizás no despertarte jamás. Sin embargo, a lo lejos se ve la otra orilla y he prometido no morir sin pisar su cálida y dulce arena.
Ejecutivos agresivos chillan a sus teléfonos móviles pidiendo más dinero. Parecen muy enfadados. Deben haber visto algo muy feo en sus pesadillas. Tal vez han soñado que un maitre vestido de esmoquin corta su tarjeta oro con unas tijeras relucientes, como la espada de Damocles, mientras les dice que no hay crédito, que el dinero plástico “è finito”. Es normal que estén enfadados. Es normal que estén asustados. ¿Quién no lo estaría tras destapar su particular caja de Pandora?

ESTA ORILLA
Suena el despertador, frotarse los ojos para despertar, desayuno con cereales vitamínicos y cafetera rugiente en el fogón. Sentarse en el baño para evacuar sólidos. Ducha. Espuma en la cara, cuchilla aséptica y after-shave perfumado. Caminar hacia el trabajo mirando los enormes nidos de las cigüeñas sobre las torres metálicas en los tendidos eléctricos. Así comienzan mis días desde hace cinco años. Lunes, martes, miércoles, jueves y viernes, fin de semana (ocio envasado al vacío y amor desinfectado) Otra semana, otro mes, otro año sobre mis espaldas. La vida sigue su curso indiscernible.
Aquel día iba a constituir el comienzo de una nueva vida. Una vida sin nada de eso.
El comienzo (…y el fin)
Todos hemos de morir tarde o temprano, así que porqué no empezar ahora. La televisión informa sobre los destrozos del Tsunami y veo como una ola descomunal de 625 líneas se traga a un tipo que pasea por la playa. Cuando la ola abandona la playa el tipo está muerto. Su vida ha desaparecido en cuestión de segundos, sin avisarle. Su alma debe andar dándose cabezazos contra las puertas del cielo. El guardián le hará esperar hasta que su muerte sea sellada por el Gran Dios. El alma del hombre se sienta a las puertas del cielo y espera durante una eternidad.
Llego tarde al trabajo. Nadie parece darse cuenta. Todos miran fijamente a los ojos luminosos de las pantallas encendidas. Nadie conoce a nadie. Sentado en mi celda enciendo mi herramienta de trabajo y comienzo con balances y presupuestos urgentes que nunca florecen. De repente, contrastando con el inmaculado de las paredes, atisbo una silueta de mujer con un vestido rojo que camina hacia mí. Es rubia y tiene el pelo corto. En su rostro percibo que viene a salvarme. Parpadeo. La chica ya no está. En su lugar una legión de burócratas de trajes grises y cabezas gachas copulan con sus computadores en una orgía de balances y presupuestos urgentes. Transcurren ocho horas de balances y presupuestos urgentes, almuerzo envasado al vacío, café de máquina dispensadora, ordenes de arriba, dolor de espalda y ojos. Apago mi ordenador y me voy a casa…….Sueño con la otra orilla. La chica de rojo sonríe desde allí y me llama. Camino sobre las aguas y cuando estoy a punto de tocar su encarnado vestido, ¡¡desaparece!!!